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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

La piel del cielo (26 page)

Ante la belleza de los edificios levantados sobre un mar de lava, Graef, embelesado, presumía a través de los inmensos ventanales los espacios y la nobleza del paisaje. «¡Qué campus! ¡Aun sin terminar esta Ciudad Universitaria es grandiosa! ¡Y a un lado la pirámide de Cuicuilco!». Hervían los muros inconclusos, florecían los techos recién colados. Algunas facultades apenas empezaban a ser trazadas. Los albañiles con sus cubetas de mezcla parecían palomas revoloteando en torno a migas de pan. «Todo esto es nuestro —señaló Nabor Carrillo con bonhomía—, pero estamos muy dispuestos a compartirlo». Graef enumeró las materias que ya se impartirían en la Facultad de Ciencias y contó que pronto tendrían un reactor nuclear y un acelerador Van der Graaff para estudiar el átomo. Al lado de Graef, un joven alto, de pelo negro, Marcos Moshinsky, hizo varias intervenciones brillantes: «¿No te has dado cuenta, Graef, que nuestra universidad es tan endeble como un castillo de naipes? ¿No sabes que la educación del país es tercermundista y que ni siquiera el veinte por ciento, qué digo, el diez por ciento está llegando a la preparatoria y en Estados Unidos es el ochenta por ciento? Nuestro porcentaje de deserción es altísimo». «Lencho, no seas tan negativo, lo importante es que echemos a andar la educación superior y la científica. Hemos recibido varias peticiones de colaboración de universidades norteamericanas».

—Sí, porque nuestra actividad científica es tan reducida que no le significamos peligro alguno. El número de científicos en Estados Unidos es casi cien veces mayor al nuestro, por lo tanto, a ellos les conviene que hagamos más ciencia porque estamos muy lejos de ser competencia política o económica.

—El competitivo eres tú, Lencho, y tu pesimismo te va a matar.

—No tenemos una élite, para lograrla hay que elevar la educación a todos los niveles.

—Te aseguro, Lencho, que vamos a formar gente de primer nivel.

Mientras en la ciudad la creación de la ciencia vivía su época más bella, Tonantzintla se apagaba y el ánimo de Lorenzo también. ¡Cuántas veces no deseó haberse quedado en Harvard tres años más! «¿Qué alegas si tú ni doctorado tienes?», le espetó una vez Juan Manuel Lozano. Sólo con Norman Lewis podría tratar el tema de su título. Frente a sus colegas guardaba un silencio hostil. «Mi país me traiciona». A la gran mayoría de los jóvenes, la invención de modelos e hipótesis que explicaran lo que le sucedía a la Tierra y al cielo los tenía sin cuidado, no cualquiera podía hacer una ecuación y todos preferían irse a lo seguro. Además, ¿dónde estaban los laboratorios, el equipo, los instrumentos, las becas? Desde luego no en Tacubaya, adonde ningún político, por mejor intencionado, dedicaría una mirada siquiera.

Antes, en la calle, los peatones levantaban los ojos al cielo nocturno y a simple vista localizaban a Sirio, la estrella más brillante de la bóveda celeste; ahora no sólo los faroles sino la luz de los faros de los automóviles opacaban las estrellas. En su afán de modernidad, los hombres habían borrado el cielo de su vida. ¿Quién, salvo unos cuantos científicos, tenía conciencia de planetas, estrellas, meteoritos, cometas?

A Tonantzintla, ese pueblito perdido en el mapa, también lo embestía la luz de la ciudad de Puebla de los Ángeles. De los edificios y los anuncios publicitarios subía un halo de luz, una suerte de polvillo anaranjado que cubría el cielo, antes negro y despejado, impidiendo la observación. Ni una sola protesta. Solos, Braulio Iriarte, Luis Rivera Terrazas y Lorenzo de Tena se enfrentaban a la apatía.

Cuando Lorenzo quiso construir la primaria en Tonantzintla, don Lucas Toxqui le dijo desganado: «No hay ni quién ni con qué, los del gobierno ni se asoman». Lorenzo se indignó: «¿No podrían estudiar al aire libre, bajo un árbol? Si tanto les urgiera, lo de menos son las condiciones». «Queremos una escuela formal». Gracias a su empeño, ya tenían la escuela. ¡Pero cuánto desgaste el de Lorenzo! «Voy a morir joven», se decía. «Sí, pero no me importa, lo que sea, que suene».

A Lorenzo, el retraso de Tonantzintla y el de Tacubaya se le hacían más evidentes porque sus antiguos maestros y compañeros, Fernando Alba Andrade, Carlos Graef, Alberto Barajas, discípulos del gran matemático Sotero Prieto, giraban entusiasmados en torno a la Ciudad Universitaria y su capacidad de convocatoria había logrado que a los estudiantes, que antes preferían irse a lo seguro: Leyes, Contaduría, Medicina, ahora Ciencias no les pareciera tan desdeñable y oscura. En Física, Manuel Sandoval Vallarta era un modelo a seguir, lo mismo que Graef Fernández y no se diga Arturo Rosenblueth. ¿No que la ciencia era incomprensible?

En los meses que siguieron, Lorenzo se hundió en el cielo nocturno como le aconsejó Erro, pero entonces se encontró con que la cámara Schmidt no respondía. ¡Oak Ridge, Oak Ridge, ¿dónde estás?! El telescopio era de una deficiencia aterradora. ¿Sería el tubo o la estructura que sostenía la poderosa lente? «Lorenzo, Félix Recillas viene a la Universidad la semana que entra, ¿por qué no hablas con él?», le aconsejó Luis Rivera Terrazas.

El encuentro con Recillas en Puebla confirmó su sospecha. «Mire, Tena, gringo o no gringo, el de Tonantzintla es una especie de cacharro al que nadie ha podido sacarle nada. Nunca diseñaron un buen tubo o el mecanismo no sirve. Recuerde que lo hizo manualmente algún artesano de nuestro medio y lo montaron puros inexpertos que Erro recogió aquí y allá. Cuando viajó usted a Harvard, la cámara Schmidt ya andaba mal. Nunca han podido trabajar con ella, de ahí la desbandada. La única solución sería mandarla de nuevo a Harvard».

En el autobús de Puebla a Tonantzintla, Lorenzo se repitió la última frase de Recillas: «No hay quien pueda sacarle nada a la Schmidt. El mecanismo no responde porque quienes lo instalaron eran amateurs». El vidrio óptico no tenía defectos, lo fallido era la estructura hecha a martillazos. Habría necesitado de un diseño ultramoderno producto de la mente de ingenieros y mecánicos de primera que aún no se daban en México.

Lorenzo recordaba el fervor de don Luis y sus amigos, y el ingenio y el entusiasmo puesto en ensamblar y soldar las partes que mereció el visto bueno de Dimitroff. Al mismo tiempo, histéricamente, se repetía que una máquina no iba a poder más que él. «A ver cómo le hago, pero tengo que ganarle la partida, no me importa el tiempo que gaste pero voy a encontrarle el modo». Esta determinación lo ponía en un estado de nervios incontrolable. Imposible pensar en otra cosa. Era un duelo a muerte. «Primero me muero a que me venza una cámara». Se lo decía con furia, regañándose, incapaz de salir del imperio férreo de la Schmidt, cabrona, mil veces cabrona.

Subía a la colina a paso redoblado, sin ver nada, salvo la Schmidt. Día tras día, exacerbado, una aspirina tras otra, una impotencia derrotando a otra, una cólera sorda que habría estallado en llanto de tanta exasperación, Lorenzo buscaba que la Schmidt respondiera. ¿Cómo era posible que él tuviera tantos proyectos, tantas ideas y que no contara con un buen instrumento? ¿Llamar a Shapley? ¿Irse de México? Lorenzo la habría pateado. «¡No tengo otra —se repetía—, tampoco tengo otro país!».

Una noche en que, después de abrir las compuertas de la cúpula, apuntó el telescopio al cielo, se dio cuenta de que el tubo se vencía. «Será una construcción artesanal, como la llamó Recillas, pero el vidrio óptico es una maravilla». Esa noche no tomó una sola placa, su mente analítica calculó y volvió a calcular y finalmente, a las cinco de la mañana, Lorenzo bajó al pueblo a acostarse. Apenas abrió los ojos, lo avasalló la angustia de cómo manejar el aparato para obtener la profundidad de observación deseada. «Probablemente así trabajen los matemáticos en un teorema, desbrozando el camino hasta llegar a la esencia y al último paso, el definitivo, el de la solución», se dijo para darse valor.

Sin el menor cuidado por sí mismo, Lorenzo hizo cálculos, levantó tablas. Tres cajetillas diarias de Delicados le resultaban insuficientes, y ahora en la miscelánea le decía don Crispín: «Aquí le tengo sus cuatro paquetes, mi doc, para que trabaje mejor». Cada noche, su empeño lo llevaba más lejos. En una libreta forrada de linóleo negro apuntaba a qué inclinación había respondido el telescopio y seguía haciendo conjeturas. «Si el tubo se vence a veinte grados y lo reacomodo tomando en cuenta su flexibilidad, voy a obtener este resultado». Al cabo de dos semanas casi no necesitó apuntar, todo lo tenía en la cabeza, las distintas variantes, los pasos a seguir, y sobre todo, las palabras de Recillas.

Llevaba ya noventa días de catorce horas de trabajo obteniendo cada noche sin Luna, milímetro a milímetro, nuevos resultados, cuando se dio cuenta de que podía dominar la Schmidt. «Ahora sí, telescopio-cacharro, vamos a demostrar que sí sirves», y al revelar sus placas tuvo la certeza de que había llegado tan lejos como en Oak Ridge y quizá más.

La distancia de la Tierra al cielo era inimaginable para la mente humana, algunos planetas y estrellas estaban fijos y eran estáticos, pero muchos cambiaban y durante su ausencia, casi a ojos vistas, al menos eso creía Lorenzo, se habían movido en el cielo del sur. Comprobarlo le hacía tolerar todas las penalidades. Confrontaba al telescopio. Le hablaba en voz alta. Sabía exactamente cómo maniobrarlo, y una vez encontrado el sitio, tomaba sus placas sin un titubeo. Cada noche penetraba en un nuevo enigma, pero surgían otros y otros y otros. Las estrellas ráfaga en la nebulosa de Orión lo habían atrapado y lo condujeron a las T-Tauri con la fuerte intensidad en emisión que presenta la línea roja de la serie de Balmer del hidrógeno.

Cuando le enseñó a Erro sus primeros resultados, éste lo abrazó como un padre:

—Tena, es usted todo lo que yo hubiera querido ser.

Recillas, admirativo, lo tuteó como a un colega: «No sé si hiciste tablas o todo lo tenías en la cabeza, el caso es que tú has obtenido una perfección de observación que ninguno ha alcanzado. Fíjate, Tena, le has sacado a la Schmidt diez veces más de lo que los de Cleveland y Wisconsin con la suya. Los gringos se rindieron pronto, la usaron menos de la mitad de lo que tú en México».

Las palabras de Recillas le hicieron bien. ¡Lástima de apuntes, sentía no haberlos guardado porque esta maldita Schmidt había causado la desbandada de estudiantes y la de los teóricos que esperaban en vano los resultados! «Con esa lente tan fina, hay que conseguir un verdadero telescopio», alegó Recillas. Erro, tan nacionalista, creyó que el telescopio era un milagro de la tecnología mexicana. «¡Ni en Holanda, ni en Estados Unidos lo harían mejor!». Pero algo falló, lo mismo en Cleveland, porque la Schmidt no respondía, aunque Lorenzo, a base de paciencia y de coraje, la había puesto a funcionar. «Diablo de muchacho —decía Erro—, su prodigiosa inteligencia haría de él un genio en cualquier país del primer mundo. Aquí no lo valoran».

Una tarde, Lorenzo decidió ver de nuevo la capilla de Santa María Tonantzintla. ¿Habían creado los artesanos allá abajo su propio orden cósmico?

Después de recoger la llave en casa de don Crispín, que hacía las veces de sacristán, al abrir la puerta sintió que entraba a una naranja. El zumo asoleado y caliente escurría de los gajos de oro, la miel de las piñas, el rojo de las sandías, la glotonería abultaba el frutero y el frutero era esta capilla que desde lo alto vaciaba piñas y melones, uvas tan desmedidas que parecían higos, plátanos erguidos en su desfachatez, flores carnívoras de pétalos voraces. Pero eso no era todo, aquí había puntos fijos y un orden decretado por una ley matemática.

La capilla ejercía un encantamiento, los del pueblo eran ángeles y su madre, la Virgen, la consoladora, la que sí los amaba, los cubría de flores y frutas en abundancia. Al glorificar su infancia, la Virgen había amortajado a los habitantes. Niños de toda eternidad, revoloteaban dentro de esta capilla que les hacía justicia como una gran fuerza equilibradora. La capilla tenía algo de Leticia. «Me vale», habría dicho Leticia y los querubines la saludarían con una salva de aplausos. Leticia formaba parte del irresponsable, el desaforado cielo de la capilla, y por eso mismo, por su desmesura y su plenitud, ejercía la omnipotencia que los fieles y los curiosos reverenciaban.

Cuando vio que había oscurecido, Lorenzo encerró con alivio a los ángeles lascivos y devolvió la llave. Allá arriba lo esperaba la cámara Schmidt y mientras subía la colina rumbo al telescopio pensó que Lisa seguramente habría dicho frente al altar:
Too much
.

20.

El encabezado de
Excélsior
retuvo la atención de Lorenzo: «Objetos extraños en el cielo de México». Erro disertaba triunfalista sobre uno de esos platillos voladores no identificados, un ovni, y apoyaba su descubrimiento con un gran despliegue de fotografías tomadas con la Schmidt de Tonantzintla. En efecto, en las fotos, sobre la superficie de la Luna, pasaba un rayo blanco. Lorenzo, extrañado, atajó a Erro en su caminata matinal:

—¿Está usted seguro, don Luis?

—Claro que lo estoy, no soy un irresponsable —se irritó el director.

—Usted sabe muy bien que la Schmidt tiene oscilaciones y que de repente a Braulio o Enrique Chavira puede habérsele movido, ¿lo tomó en cuenta?

—Claro, me está ofendiendo, Tena —protestó Erro.

—Debería haberse esperado antes de ir a los periódicos, director.

—¿Por qué? Sé lo que hago, Tena, y estoy seguro de mi descubrimiento.

Altanero, Lorenzo le advirtió que esa misma noche tomaría una placa de la Luna. «¡Me está usted desafiando, Tena!», Erro tembló de rabia.

Al día siguiente, la puso frente a los ojos de Erro:

—Se trata de un rayón. La tomé una y otra vez para comprobar que la luz provenía de un leve movimiento de la Schmidt. Así pueden obtenerse a voluntad objetos espaciales cada noche.

Totalmente descompuesto, Erro lo amenazó:

—Tena, no quiero volver a verlo.

Al atardecer Lorenzo todavía lo encontró caminando encorvado al lado del bibliotecario don Juan Presno, quien le dijo al oído: «¡Nostradamus!».

—¿Qué no le ordené que se largara? —tembló Luis Enrique Erro.

—Sí, no se preocupe, me voy.

En el autobús al Distrito Federal, a Lorenzo le remordió la conciencia. Sentía pena por el viejo. Se le aparecía el rostro desencajado de Erro y se repetía a sí mismo: «Fui despiadado. Tengo que controlarme pero eso no lo podía dejar pasar, es demasiada irresponsabilidad».

A partir de ese día no volvió a Tonantzintla. En la noche, en su cuarto de hotel en México, no pudo dormir. Buscó a Diego: «¡Qué acto suicida! ¡El viejo te quería como a un hijo! ¿Qué vas a hacer ahora? Claro que te puedo dar trabajo aquí, pero…».

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