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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

La piel del cielo (25 page)

A los pocos días se dio cuenta de que su experiencia en Harvard era incomunicable. El recuerdo de Lisa se le encajó como una puñalada. ¿Qué hago en esta ciudad? ¿Para qué volví? ¿Para qué acepté la invitación de La Pipa, la de Chava Zúñiga? ¿Qué tengo ya en común con ellos?

Le asombró la lentitud de las comidas impuntuales y copiosas que aniquilaban la tarde para cualquier cosa que no fuera una siesta de boa constrictora. «¿A poco ya te hiciste gringo? La comida mexicana es la mejor del mundo». En Harvard, el
lunch
apenas si era una pausa entre dos trabajos, un impulso entre dos ideas. No había tiempo que perder. Aquí, el tiempo era una manita de puerco en vinagreta a la que había que chuparle los huesos. Y ahora unas tostadas de pata y unos tacos de lomo, estos cueritos están a todísima madre, unos chicharrones en salsa verde, puerco y puerco y más puerco y pásame otra tortilla para mi cabeza de puerco. «Lencho, ¿cómo pudiste vivir sin tlacoyos ni pambazos?». Tal parecía que México era una inmensa garnacha friéndose al sol.

¿Cómo era posible que unos y otros se escucharan decir cosas que los disminuían? «Tienen que ser más inteligentes que esto», pensaba Lorenzo con inquietud, «yo los recordaba brillantes», pero no, seguían profiriendo inanidades que a veces Beristáin, irónico, refutaba hasta que gracias al alcohol nadie escuchaba a nadie. «¿Por qué se contentan con tan poco?», y al mismo tiempo se reprendía: «¿Por qué no puedo perder mi sentido crítico?». Algunas mujeres eran formidables hiladoras de lugares comunes. Complacidas, daban pormenores de su jornada hasta llegar a la fiesta y Lorenzo cayó en cuenta de que sus amigos las aplaudían con segunda intención. «Aguanta sus idioteces y luego te la llevas, es brutísima pero muy buena en la cama», confirmó Chava Zúñiga.

A Lorenzo le volvió la inquietud de sus once años en la casa de Lucerna, cuando creyó que los adultos tenían la explicación del mundo y se dio cuenta de que sus propósitos eran planos. ¿No estarían estupefactos Lisa y Norman? A lo mejor, por culpa de Lisa, las mujeres le parecían cúmulos globulares incomprensibles, conglomerados lejanos para los que no tenía indicadores de distancia.

México lo golpeaba con una piedra, «la pedrada que le dieron a mi padre», pensó. En Harvard nunca tuvo presente esa condición de piedra al sol, de hombres detenidos en la esquina, sin nada que hacer. La miseria hacía que los mexicanos se conformaran con ver pasar la vida. ¿Qué había hecho por ellos la Revolución? «¿De haberme quedado, tendría yo conciencia de tantas fallas?». En Harvard todas las estrellas eran novas, aquí sólo veía nebulosas.

—Hermano, eres un pez fuera del agua —lo abrazó Diego Beristáin—. O le entras o te hundes. No hay que responsabilizar a los demás de lo que le sucede a uno. Eso sólo logrará aislarte.

—¿A qué le entro, Diego? Tú lo que quieres es un país en el que unos cuantos partan el pastel, decidan por los demás y se lamenten porque tienen que cargar tras de sí el lastre de una multitud inerme por miserable. Yo lo que quiero es atraer a la ciencia al campesino, al obrero, a la madre de familia, al ama de casa aunque no pertenezcan a partido alguno, aunque no sepan formular siquiera lo que buscan pero hacerlos partícipes, aquí estoy, éste es mi país, quiero hacer algo.

Todo lo que a sus cuates les hacía gracia a Lorenzo lo repelía. El arzobispo Luis María Martínez aparecía en
Rotofoto
bendiciendo almacenes, cabarets, salas de baile, restaurantes que persignaba para luego rociarlos con agua bendita. «Mírenlo con su sotana
straplessen
los aparadores de Sears Roebuck, las vendedoras hincándose a su paso». «Lorenzo, te equivocas —terciaba Chava—, es un hombre campechano. Hace dos días pretendieron darle un asiento de primera fila y ¿sabes lo que respondió? “Yo en cualquier clavo me atoro”». Lorenzo seguía alegando que la diferencia entre Tongolele y el arzobispo era sólo el escote. «Ella es más enseñadora». Y para ponerse a tono con Chava y su relajo, respondía: «Éste es el país de Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Jorge Negrete, el “Charro Cantor” y el indito dormido en su sarape a la sombra del maguey. ¿Cuándo vamos a salir de la tarjeta postal?».

Lorenzo resentía a Chava. Por lo visto los ideales de sus cuates se habían ido por el caño; ya de por sí su nivel de vida era alto, pero Lorenzo los acusaba de «chaparrismo». Chava manoteaba: «Si sigues así, todos vamos a resultar inferiores a tus exigencias, el país entero jamás estará a tu altura. Tolerancia, hermano, tolerancia». «Dirás concesión, Salvador, concesión y yo no las hago. Exijo». «Pues no te exijas tanto y vive mejor».

Lorenzo tomó la primera copa y como no le hizo ningún efecto, se echó la segunda. A la tercera le entró una lenta euforia que fue subiendo de punto con los sorbos siguientes. ¿Cómo no pensó antes en el alcohol para calmar su angustia? Lisa y él jamás bebían, Norman tampoco, apenas una cerveza de vez en cuando.

A Norman Lewis le habría gustado discutir con su hermano Juan, porque al igual que él creía en la posibilidad de vida inteligente en otros planetas. «Allá —se entusiasmaba Juan señalando la bóveda celeste— hay muchos recursos que explotar. Así como de la tierra se saca el gas, el petróleo y los minerales, allá nos esperan vetas inexploradas, campos que van más allá de los cuásares y los hoyos negros».

Técnico él mismo, Juan se solazaba en la perfección de los instrumentos y repetía a quien quisiera escucharlo que el micrófono es más fiel que el oído, la película más exacta que el ojo y ni hablar de la célula fotoeléctrica. Si la tecnología podía ir más allá de las limitaciones humanas, si las maquinarias eran mucho más sensibles que las propias terminaciones nerviosas, seguramente nuestro cerebro sería desbancado por la técnica. ¿No había demostrado Pavlov que la sagrada voluntad del hombre podía ser un reflejo condicionado? A Lorenzo le irritaban las especulaciones de Juan, pero a Norman, que siempre comparaba la brevedad de la vida humana con los años de un planeta, le parecería factible que una sociedad de extraterrestres, para quienes un año serían mil o cien mil años, colonizara nuestra galaxia. Juan y Norman coincidirían y Lorenzo añoró ver el rostro inteligente de su hermano discutiendo con él.

Decidió regresar a la casa de huéspedes de Leticia y pedirle que invitara a Santiago a comer. «Claro, hermano, no faltaba más. ¿Te parece el viernes?».

¡Cuánto había crecido Santiago y qué razón tenía Leticia! Guapo, seguro de sí mismo, Lorenzo cayó bajo el encanto de su hermano menor. El agradecimiento del benjamín por Emilia era infinito y eso lo hacía más simpático aún. «Nunca podré pagarle lo que hizo por mí». En torno a él brillaba la misma aura mundana detectada en Beristáin, en Chava Zúñiga, en La Pipa: la del México triunfante. Al final de la comida —por cierto, deliciosa—, Lorenzo le dijo que quería ir a Lecumberri a ver a Juan y quedaron de verse en la entrada el domingo. «Lleva tu cartilla, si no, no te dejan entrar».

Entrar al México más desahuciado, eso era Lecumberri. Tras las rejas, como simios agarrados de los barrotes, rugían improperios o pedían dinero alargando la mano o una lata de sardinas. Uno de ellos jaloneó a Lorenzo, que cometió la imprudencia de acercarse demasiado. Llegaron a la crujía F, la de los ladrones, y Lorenzo sintió un escalofrío cuando su apellido resonó en el aire apestoso a mierda. No reconoció a Juan, había empequeñecido, casi no tenía rostro, sólo ojos bajo el cráneo rasurado. «Hermano». Juan se dejó enlazar, los brazos colgantes. Entonces, Lorenzo se retuvo para no dejar salir un grito de protesta: «¿Qué te han hecho, hermano?», y Juan miró al mayor sin perder su impasibilidad. Luído y sucio el uniforme, los brazos un desastre de cicatrices y no se diga los pómulos mallugados, Juan aguardaba, una bachicha en la mano. «¿Cuánto te falta para salir?» «No sé, el abogado de oficio, que es el de todos, dice que para fin de año». En ningún momento se dio el acercamiento, ni siquiera cuando los tres se dispusieron a comer el contenido de la canasta preparada por Leticia. «A nuestra hermana sí que se le da la cocina», comentó Santiago, jovial, al llevarse la cuchara a la boca. Juan no sonrió. Comió en silencio. «Te traje cigarros, hermano», y le tendió un paquete. Juan ni siquiera estiró la mano para tomar el regalo. Sólo al final volvió el rostro hacia Lorenzo y preguntó: «¿Trabajaste en objetos azules en Harvard? ¿Volviste a las líneas de emisión de ciertas estrellas que tanto te impresionaron en Tonantzintla? A lo mejor allí encuentras elementos fundamentales de evolución estelar». Cuando Lorenzo estaba a punto de responderle, contento, como si hubiera revivido a un muerto, Juan se encaminó hacia su celda. «Déjalo para la próxima, si es que vienes», y sin más cerró la puerta de lámina verde.

«¿Se recuperará?», le preguntó a Santiago en el parque frente a la carcel. «Sí, no te preocupes, él siempre sale adelante». «Se ve como anestesiado». «Mejor, así aguanta la vida allá adentro, aquello es el lumpen en todo su horror», respondió Santiago. «¿Por qué no tiene su propio abogado defensor?» «No tiene caso, hermano, todos son unas ratas y además Juan ya va a salir». «¿Qué puedo hacer yo por él?», gritó Lorenzo en su desesperación, y el menor tuvo una respuesta que no iba ni con su edad ni con su modo de vida: «Nada, hermano, nada, ser tú y seguir tu vida. Si no lo hacemos, ¿cómo vamos a sacar a Juan del infierno?».

19.

Ese mismo día en la tarde, con rabia en el corazón, Lorenzo tomó el autobús de regreso a Tonantzintla. Pensó en Juan durante unos momentos, y a la mitad del trayecto las T-Tauri recuperaron su imperio. Seguramente en el Observatorio, a pesar del pesimismo de Fernando Alba, habría alguien con quien hablar de estrellas. «Si se dedica al estudio de las nebulosas planetarias, amigo De Tena —le dijo Bart Jan Bok—, puede llegar a determinar la abundancia de elementos pesados como el argón y el azufre, así como el cociente pregaláctico de helio a hidrógeno. ¡Es importantísimo!».

Dios mío, tal parecía que el tiempo se había detenido en Tonantzintla. La quietud del Observatorio lo violentó. En el pueblo dormido, los Toxqui tampoco habían avanzado. Hasta los niños se mantenían igual. Después de Boston, todos le parecieron diminutos. Además de los baches en la calle, persistían en las casas las mismas varillas en espera de un segundo piso, las bardas derruidas o a medio construir, todo a medias. «¿Qué pasó con lo de las flores?», preguntó a don Honorio. «Pues a ver», fue la respuesta desganada. Eso era, a todos los vencía la inapetencia. Su irritación crecía y latía furiosa contra sus sienes. «Ciencia inútil la mía, puesto que soy el único desesperado».

Lorenzo se enfrascó en una de sus eternas discusiones con Erro y notó que del oído izquierdo, hasta entonces el bueno, oía menos y el esfuerzo le daba a su rostro un rictus de dolor. El polemista convincente ya no tenía empuje.

Envuelto en el humo de su cadena de cigarros, Lorenzo le confió su ansiedad por el rezago de México visible en el valle frente a ellos. ¿Cómo era posible que en la bóveda celeste hubiera más movimiento que en este diminuto fragmento del planeta Tierra? ¿Cuándo influiría el cielo sobre la vida de los hombres? «El cielo y la Tierra son uno solo. Lo de arriba es lo de abajo», le había dicho a Erro con una sonrisa, que le recordó al maestro la que le hizo en la azotea de la calle de Pilares, cuando le propuso que fuera su asistente.

—En vez de vivir en el pueblo, Tena, ¿quiere ocupar uno de los bungalows?

—¿Un bungalow para un hombre solo? No tiene caso.

—Eso mismo, camarada Tena, ya es hora de que busque mujer. ¿O no ha pensado en casarse?

—Lo que quiero es trabajar —gruñó Lorenzo.

—No le impediría trabajar.

—Estoy perfectamente bien con la familia Toxqui allá abajo.

Poseído por sus galaxias y sus estrellas azules, Lorenzo no tenía con quien hablar de ellas. Erro había envejecido. En Harvard, Bok era un interlocutor verdadero, pero aquí, ¿quién? Diego Beristáin lo escucharía como buen amigo de infancia, pero no podría darle respuesta alguna. ¡Oh, Norman!, ¿dónde estás? Ya desde ahora extrañaba las feroces discusiones de Harvard.

La primera noche frente a la cámara Schmidt hizo que México, de un solo golpe, recuperara su hechizo. Este cielo era su piel, sus huesos, su sangre, su respiración, lo único por lo que daría la vida.

—Creo que nada me hace tan feliz como el cielo de Tonantzintla —le dijo a Erro.

—Pues húndase en él, ésa es su salvación.

—Allá sí suceden cosas.

—¿Qué me está usted reprochando?

Ambos sabían que Juan se erguía entre ellos, víctima y fantasma. Además de haberle partido la vida a su hermano, Lorenzo le recriminaba la pérdida del equipo humano, la inercia del Observatorio, que era la del país.

—Podría irme diez años y regresar a encontrarme los mismos tejocotes pudriéndose bajo los árboles.

—No soy responsable de la inconsistencia de los hombres —dijo Erro.

A los mejores matemáticos y físicos, formados por Sotero Prieto, los absorbía la Universidad Nacional, cuyas facultades se dispersaban en la ciudad: el edificio de Biología en Chapultepec, el de Geología en Santa María la Ribera, el Instituto de Física y Matemáticas en el Palacio de Minería, el de Filosofía en Mascarones.

Quienes habían estado en Harvard y en MIT durante la Segunda Guerra Mundial volvieron a dar cátedra sobre temas desconocidos en México: mecánica de suelos, que impartía Nabor Carrillo en el Palacio de Minería, o teoría de la relatividad, que Carlos Graef volvió accesible. Raúl Marzal se encargó de promover la Escuela de Ingeniería; Alberto Barajas, matemáticas. Leopoldo Nieto, vibraciones mecánicas, aunque Alberto J. Flores, futuro director de la Facultad de Ingeniería, era el de la materia. El joven Marcos Mazari tomaba física e ingeniería. Pasaba de la clase de Raúl Marzal a la de Nabor Carrillo. Muy pronto destacó: «Oiga, maestro, ¿por qué no nos da teoría de consolidación?». ¡Cuánto entusiasmo! Así empezaron a foguearse los maestros que más tarde enseñarían en la Facultad de Ciencias.

Ahora, en la ciudad de México, las facultades estaban reuniéndose en una inmensa extensión de tierra volcánica en el sur, «hermosísima, hermano, hermosísima», se extasiaba Graef Fernández, el campus superaría al de cualquier gran universidad de la Ivy League. «Vente para acá, hermano, no tenemos carrera de astronomía, contigo podemos empezarla, aquí está tu lugar y no en ese pueblo». «Lo voy a levantar, vas a ver», respondía Lorenzo rabioso. «No seas obcecado, no tienes gente. ¿Quién va a querer ir a llenarse de polvo?». Con Graef, la Facultad de Ciencias encabezaría el progreso del país. Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Juan O’Gorman caminaban por el campus universitario. A O’Gorman le habían encargado pintar la biblioteca, a David, un mural superdinámico con materiales nunca antes empleados para la torre de Rectoría y a Diego el estadio. ¡Tres obras de arte, además del museo universitario, el jardín botánico, la alberca olímpica, los campos deportivos!

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