Para Lorenzo era un gusto que Bart Jan Bok, su esposa Priscila y sus hijos lo invitaran a comer, porque además de contarles sus recientes descubrimientos podía discutirlos con él. Sentirse en el seno de una familia lo reconfortaba y el apoyo de Bok le era entrañable. Además, Bok le daba confianza en sí mismo: «Muy bien, amigo Tena, muy bien, todos están impresionados con su trabajo… Creo que con semejantes resultados debería pensar en publicar su primer artículo».
El holandés se conmovió al decirle:
—Harvard necesita hombres como usted. Ojalá se quedara para siempre.
Rojo de la emoción, Lorenzo respondió:
—La verdad, mi más caro anhelo es hacer mis estudios aquí, lo único que me preocupa es que en México estemos tan amolados y me espere Erro, quien viviría mi ausencia como una traición y tendría todo el derecho a sentirlo así, porque por él estoy aquí. Pero si de mí dependiera, haría mi doctorado en Boston.
—Es lo que todos deseamos. Por lo pronto Harlow Shapley le ha escrito a Erro para prolongar su estadía.
Nada podía halagarlo más. Que Bok deseara su presencia y esperara un artículo suyo era un estímulo, según Lorenzo, inmerecido. Había logrado dominar el inglés científico a la perfección, escribirlo no le costaría ningún trabajo.
Lo que jamás soñó es que Harlow Shapley lo llamara para hacerlo director de la estación de Oak Ridge. Nunca se dio cuenta de que él, Lorenzo, le recordaba a Shapley su propia juventud, se reconocía en la temeridad del mexicano. Shapley se había iniciado como reportero de nota roja en Kansas y hacía reseñas de reyertas de borrachos petroleros hasta que decidió ir a la Universidad de Missouri y como aún no se abría la escuela de periodismo escogió astronomía, simplemente porque ni siquiera pudo pronunciar la palabra arqueología. «I opened the catalogue of courses. The very first course offered was a-r-c-h-ae-o-l-o-g-y, and I couldn’t pronounce it. I turned over a page and saw a-s-t-r-o-n-o-m-y; I could pronounce that and here I am». Al igual que Shapley, el mexicano no le temía a nada y era rabiosamente competitivo. Con la ventaja de grandes telescopios, Shapley logró diseñar un modelo radicalmente nuevo de nuestra galaxia. Se diferenciaba tan drásticamente de las teorías tradicionales que sólo su fuerte personalidad pudo salvarlo de las críticas. En 1921 el
Boston Sunday Advertiser
había publicado a ocho columnas que un astrónomo de Harvard, Harlow Shapley, podía demostrar que el universo era mil veces más grande de lo que se creía. Si a Shapley le había tocado la guerra del 14, el mexicano también se iniciaba en época de guerra y al igual que él se defendía como lince acorralado.
A Lorenzo, el telescopio le daba una sensación de poder que desaparecía en la madrugada al regresar a su casa. Lo mismo debió sentir Galileo Galilei, el mensajero de las estrellas, al invitar al Senado en 1609 a mirar con el telescopio de dos lentes, desde la torre de San Marcos, las naves venecianas a varios kilómetros de distancia que sólo podrían verse a simple vista tres horas después. ¡Qué maravilla! También las autoridades eclesiásticas habrían de asombrarse en Roma al ver cómo Galileo desmantelaba el telescopio después de hacerlos observar a Júpiter y sus satélites. ¡Al genio! ¡Al genio!, gritaron sólo para satanizarlo en los años siguientes, negarle todo apoyo y finalmente condenarlo. ¡De eso habían pasado más de trescientos cincuenta años!
Al estar los astrónomos norteamericanos en el frente, Harvard necesitaba un joven de carácter tenaz como el de Lorenzo. Harlow Shapley le ofrecía el puesto como si él, Lorenzo, les fuera a hacer el favor. Esperaba que no se negara. ¡Ése sí que era un gran honor! Redobló su trabajo, el
Astrophysical Journal
publicaría un artículo suyo, vivir era para él una experiencia única, jamás había sido tan feliz. Nada mejor que trabajar toda la noche, por más que el frío le lacerara el pecho. Los resultados en el laboratorio eran la comprobación jubilosa de que las placas tomadas confirmaban su hipótesis. «Me va tan bien —se decía— que temo que vaya a pasar algo malo». Le entristecían las noticias de la guerra, pero su vida interior tenía que ver sólo con el cielo nocturno. «Lisa, Lisa, vives con un hombre feliz». «Pero tienes camisa». «Ahora mismo me la quito».
Lorenzo quiso tener un jardín con un árbol en recuerdo de la huerta de su infancia y Lisa le enseñó los huertos de manzanos. «An apple a day keeps the doctor away». Comían mucho más de una al día y la casa entera tenía la fragancia de las frutas.
Como en el campo bostoniano, en los jardines había manzanos y Lisa sin más se brincaba la cerca y las recogía.
—Así que ustedes son los ladrones —salió el dueño.
—Perdón, señor, no lo volveremos a hacer.
—Supongo que no estudian, porque si lo hicieran sabrían que hay un código moral.
—Soy estudiante de astrofísica, señor —se apresuró Lorenzo—, y vengo de México.
—¿De México? ¿Es usted mexicano? —su rostro se abrió en una enorme sonrisa—. ¡Qué gran fortuna! ¿Acaso es usted maya? Usted en cambio sí parece norteamericana. Mi nombre es Eric Thompson y soy un apasionado de la grandeza de los mayas, he publicado varios artículos sobre Chichén-Itzá y Kobá, donde pasé mi luna de miel.
—¡Hemos robado las manzanas de Eric Thompson! —exclamó Lisa llevándose la mano a la boca.
El hombre de cabello entrecano sonrió:
—Ahora, los invito a que me roben una taza de té. Tequila no tengo.
En 1926, Eric Thompson había desembarcado en Progreso y desde entonces dedicaba su vida a los mayas.
—Usted, ¿habla maya, jovencito?
—No, pero en México muy pocos lo conocen —se excusó Lorenzo.
—¡Cómo no! Casi dos millones lo hablan entre Guatemala, Honduras, Belice y México. Pasen a mi biblioteca, comprobarán que le he levantado un altar a México.
Fotografías de Uxmal, Chichén-Itzá, Teotihuacán salpicaban los libreros apretados de volúmenes.
—Trabajo en mi libro
Grandeza y decadencia de los mayas
pero todavía me falta mucho.
—¿Cuánto es mucho?
—Seis u ocho años de trabajo constante, y eso si bien me va. Si termino en los próximos diez años me consideraré un hombre satisfecho.
Lorenzo y Lisa se miraron.
—He estado en Campeche, en Chiapas, en Tabasco, en Oaxaca, en Veracruz, ¡qué país, amigo mío, qué gran país! Me esperan muchos más viajes a México y a Centroamérica.
Cuando Lorenzo repitió que se dedicaba a la astronomía, El Caracol saltó en el aire como un chapulín y ya no tuvo cese hasta que pasó a la Casa de las Monjas. «Claro, ¿cómo no adiviné que usted era astrónomo? Tenía que ser. Los mayas predijeron eclipses, registraron el paso del tiempo y el movimiento de los cuerpos celestes, desarrollaron un calendario. Seguramente ustedes saben quiénes son John Lloyd Stephens y Frederic Catherwood».
Ambos negaron con la cabeza. Eso no amilanó a Thompson.
—Es lo malo de la especialización, pierde uno la idea del conjunto. Amigo, usted proviene de una civilización fabulosa a la que tiene que conocer a fondo. Stephens y Catherwood abrieron la brecha para Sylvanus y para mí. Seguramente le interesará, joven astrónomo, saber que el paso del tiempo fascinó a los mayas, el interminable flujo de los días deslizándose de la eternidad del pasado a la del futuro. Sus cálculos en una estela en Quiriguá nos remontan miles de años, otros sondean el futuro.
Thompson había dado en el clavo, el tiempo era el tema de la adolescencia de Lorenzo y la magnitud de las cifras astronómicas mayas cobró vuelo en su imaginación. Le preguntó si había escrito algún artículo al respecto y cuando Thompson le tendió una
separata
se la agradeció con un abrazo mexicano. ¿Qué le había pasado a la grandeza maya? El rostro de Thompson se ensombreció. Palenque se vació y las antiguas ciudades se secaron. ¿Una gran epidemia? ¿Un colapso? Lorenzo no tenía trazas de despedirse hasta que Lisa lo jaló de la manga.
Salieron con una canasta de manzanas y otra invitación: «Regresen cuando quieran, me alimenta hablar de México».
—Ya ves, si no vienes a caminar conmigo no lo habrías conocido.
Lorenzo la abrazó. El cielo de Harvard le daba felicidad y también la perfección de esta universidad en cuya biblioteca podría encontrar las obras de Stephens, repasar los grabados de Catherwood, leer a Leibniz y a Kant. Con sólo estirar la mano podía sacarlos de un anaquel como a Lisa. «Las universidades norteamericanas —presumió Lisa— tienen bibliotecas insuperables. Voy a enseñarte todo lo que hay acerca de tu país. Tiene más la Universidad de Austin que la nuestra, pero quién quite y hasta quieras leer a un autor mexicano».
Harlow Shapley lo mandó llamar a su oficina:
—Luis Enrique Erro me pregunta ansiosamente cuándo va usted a regresar. Han pasado casi dos años…
—De eso querría yo hablarle. Me gustaría mucho hacer el doctorado, si usted me lo permite…
—Mire, Tena, su tenacidad me devuelve la juventud, nada me gustaría más, pero por desgracia tengo que ser el abogado del diablo. Mi amigo Erro consideraría una puñalada en la espalda si usted se queda, porque hacer el doctorado le tomaría por lo menos dos o tres años más. Es su decisión. Si se queda contará con todo mi apoyo, pero mi obligación moral es decirle que Erro no está dispuesto a perder a su mejor elemento. Usted tiene una intuición notable y es un espléndido observador práctico.
—¿Y si no me recibo?
—La academia no lo es todo, amigo. Astrónomos que tienen doctorado no han logrado ni la cuarta parte de lo que usted ha hecho. Debe seguir con sus galaxias azules, sus objetos estelares azules y las nebulosas planetarias. Su investigación lo llevará a otras estrellas, otros hallazgos. Estamos orgullosos de usted. Ninguno antes había observado las horas que ha acumulado en estos veintisiete meses. Puede usted aprender teoría sobre la práctica. Galileo no nació astrónomo.
Lorenzo pasó la noche sin dormir porque sabía que regresaría a México.
Cuando decidió que había llegado el momento de partir, un pensamiento lo inquietó. Al llevarse a Lisa a México (así como paquete) tendría que ocuparse de ella. Su amante confrontaría problemas de idioma, de adaptación, pero independiente como era, salvaría los obstáculos. Sin embargo, al tener que regresar más temprano a casa, Lorenzo estudiaría menos. ¡Qué lata! ¡Pinches viejas!, pensó. Más por su sentido del honor que por convencimiento, mientras escuchaban una fuga de Bach, le propuso matrimonio a Lisa:
—No —respondió ella, lacónica.
—¿No? —repitió Lorenzo estupefacto por el rechazo.
—No.
—Pero ¿por qué no? ¿Qué será de ti? ¿Qué vas a hacer sin mí?
—Lo mismo que tú sin mí. Voy a sobrevivir, no te preocupes. Me acostumbré a tu presencia y lo haré con tu ausencia.
Lorenzo entonces se derrumbó. Nunca imaginó semejante respuesta. Éste era un fenómeno extragaláctico aún sin explicar, si él había sido capaz de descubrir las líneas de emisión de objetos estelares, cómo podían habérsele escapado los de esta criatura que era parte de su vida cotidiana. La mujer debía estar loca, pobrecita, era una inconsciente. ¿Qué sería de ella? Sin embargo, de lo más hondo de su ser salió un lamento que tampoco había previsto.
—Lisa, yo no te quiero dejar.
—Pero te vas, y yo no podría vivir en otro país que el mío.
—Imposible quedarme, imposible traicionar a mi país, no podría verme la cara en el espejo. Te llevo conmigo —se violentó Lorenzo.
—No quiero ir.
—No entiendo, Lisa. Jamás imaginé que me harías esto.
—Ni yo que fueras tan ingenuo.
—Tu tono me resulta muy hiriente, Lisa.
—El que se va eres tú y resulta que la que hiere soy yo.
—Te he ofrecido matrimonio, te propuse irnos juntos.
—Tú eres un macho mexicano, Lorenzo, yo soy anglosajona, me costaría demasiado adaptarme…
—¿Yo macho? —la interrumpió indignado.
—Lo eres hasta en tu forma de coger. Gracias a mí te has compuesto un poco, pero a lo largo de cien mil meses luz, sigues corriendo al baño a lavarte concienzudamente después del amor. La que me podría embarazar soy yo, carajo, no tú. ¿De dónde tanto asco?
—¿Qué? ¿Por qué no me lo dijiste?
—No soy prostituta, no tengo infección alguna y en vez de abrazarme corres a desinfectarte.
—Me lo hubieras dicho.
—Te lo dije pero es una reacción de Pavlov, lo haces automáticamente. Somos distintos tú y yo, a mí me gusta andar desnuda por toda la casa, me atrapa la libertad, a ti te atrapan las obligaciones. Siempre te debes a algo, yo no me debo a nada.
Conmocionado, Lorenzo escondió su rostro.
—No entiendo, no entiendo nada.
—Claro, porque lo único que entiendes es salir derrapando todas las noches a tu telescopio. No hay más. Ése es tu verdadero falo, el que sabes manejar porque el que traes colgando no sirve. No te voy a extrañar. De todos modos nuestra vida sexual no es lo que debería ser.
¡Cuánta brutalidad y cuánta indecencia! ¿A poco ésta también era una Leticia? Lorenzo se tambaleó.
—Hablas con mucha crudeza para una mujer.
—No me salgas con eso, Lorenzo, vivimos en mi país, no en el tuyo donde las mujeres son esclavas. Aquí los dos sexos somos iguales. Los espermatozoides y los óvulos son el resultado de una evolución primitivamente idéntica, recuérdalo.
Lorenzo sintió que la odiaba. Lo que él buscaba en una mujer era que no le creara problemas, por eso la había odiado cada vez que lo contradecía. «No seas conflictiva, déjame trabajar». Odiaba su feminismo. Odiaba su crítica. Mientras era su cómplice la aceptaba, pero en el momento en que le hacía frente, la vivía como una amenaza.
Por otra parte, era imposible vivir en Harvard sin Lisa.
Lorenzo se cambió al sofá de la sala. No logró conciliar el sueño. En un momento dado entreabrió la puerta de la recámara y vio que ella dormía plácidamente. «Creo que hasta sonríe», se dijo, helado, «a lo mejor es un marciano, a lo mejor sólo alcanza los grados más débiles en la escala animal». La vio salir en shorts a su partida de tenis y la siguió de vista por la ventana. ¿La habría querido inmóvil, esperándolo, él, el ágil, el impaciente, el creador, el trascendente? Según el canon, ella era la inmanencia, pero en su caso los papeles habían cambiado. Quería dominarlo, eso es, le quitaba la paz necesaria a la investigación, era malcriada, igualita que Leticia, sus caprichos lo sacaban de quicio. Sin embargo, cuando Lisa llegó a la hora indicada para preparar la cena y puso la mesa con primor, no tuvo ganas de salir corriendo a Oak Ridge como era su costumbre. Se entretuvo en el último bocado. Ella hablaba poco, pero en su actitud no había un solo indicio de la discusión de anoche. «¿Y si me quedo?», caviló Lorenzo.