La piel del cielo (17 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

A los tres meses cuando tuvo que pasar frente a la casa de Lucerna vio un letrero colgado: «Se alquila». Sin habitantes era sólo una más, igual a todas las de la colonia Juárez, gris y más bien pequeña. No parecía darle el sol. Se había enfriado de tanto abandono. No tenía ya fuerza gravitacional, se esfumaba. Eran ellos quienes le daban sentido, los De Tena. Lorenzo supo que algo también se apagaba dentro de él. No quería ni que le llegara el eco de ese espacio sin luz, ese gas sin elementos pesados que alguna vez configuró su estrella.

13.

Así es que ésa había sido la vida de Juan, préstame y luego te pago, aquí traigo la factura del carro en garantía, deudas, trampas, pleitos callejeros, trancazos, encuentros con la policía, mira nada más qué idiota soy, dejé que me agarrara la tira, violencia y cárceles, maldita sea, otra vez, la última de seis meses en el negro Palacio de Lecumberri. Irascible, tenían que apresarlo entre cuatro porque si no nadie podía con él, quién sabe de dónde le salía tanta fuerza, quizá de la rabia. Se defendía como un león, pero nunca de sus socios abusivos y tramposos, que lo convertían en chivo expiatorio para salvar el pellejo. Juan tenía que responder a la demanda y era él, el más joven, quien iba a dar al bote. «Basta de socios», dijo al salir de una de sus cárceles y puso una pequeña fábrica de refrigeradores de gas en la avenida Observatorio. Al año, una serie de problemas con el fisco, los obreros, los veladores del terreno lo obligaron a cerrar. Ahora, malvivía en un cuarto de azotea.

—Hermano, ¿quieres venir a trabajar a Tonantzintla, Puebla? Luis Enrique Erro está montando un observatorio astronómico.

Erro detectó de inmediato las posibilidades de Juan, también la inquietud que lo atenazaba; por algo era hermano de Lorenzo.

Desde el edificio principal sobre cuya fachada Luis Enrique Erro mandó grabar en griego una frase del
Prometeo
de Esquilo: «Dios liberó a los hombres del temor a la muerte dándoles quiméricas esperanzas», la vista del valle de Cholula era insuperable, los volcanes podían contemplarse casi todo el año. Y contemplarse era la palabra porque nada más propicio a la meditación que ese paisaje que enlazaba el valle y la montaña, asentándolos sobre la tierra para dar un peso y una razón de ser a la vida de los habitantes. Pocos iban a Puebla a la fábrica de Talavera en bicicleta a trabajar ocho horas diarias. La vida transcurría al son de las campanas. Su tañido hacía pensar en López Velarde y en su lenta conversación con el campanero. Las campanas eran trescientas sesenta y seis, una para cada día del año y una más para los años bisiestos, alojadas en los campanarios de trescientas sesenta y cinco iglesias. ¿Cómo tañerían cuando repicaban al unísono? Abajo despuntaba la milpa, mugían las vacas y algún burro rebuznaba haciéndolos mirarse: «La burra de Emilia», añoraban. Quizá pensaron en Florencia pero no lo dijeron.

—Lo que está buscando, amigo De Tena, quizá lo encuentre aquí —dijo el director—. Vivimos tiempos difíciles, sé que usted los vive. Le ofrezco una disciplina que se basa en el rigor y en el ejercicio de la razón.

—¿Razón en un país donde todo es escapismo? —ironizó Juan de Tena tal como lo habría hecho su hermano.

—Sí. Aquí usted observará y estudiará una fracción de lo que hay más allá de nuestro entendimiento. Necesito buenos matemáticos. Su hermano Lorenzo es un observador, usted tiene dotes para la abstracción, comentan sus mayores.

Juan se sorprendió.

—Yo he descubierto estrellas variables y sigo buscando, amigo De Tena. Creo en la especie humana.

—Yo no.

—¿A los veintiocho años? Volverá a creer, amigo De Tena, volverá a creer. Mientras más estudie lo que antes se creía divino y más se acerque a los sistemas planetarios, más importancia le dará usted a nuestro cerebro. Lo que verá allá arriba le hará creer en los hombres y se dará cuenta de que entre los procesos químicos y físicos de su cerebro y los del cielo hay comunicación. Su cerebro puede resolver enigmas. El nuestro es el cielo de abajo. Aquí vivimos lo que sucede arriba. Por este telescopio, usted verá a distancias de diez millones de años luz o más, y allá lo esperan galaxias que van a influir en su evolución biológica.

¿Así que este cerro pelón era el Observatorio? Juan miró el pueblo que parecía deshabitado como casi todos los de México, y la loma en la que Erro mandó construir el Observatorio, hongo solitario. A su lado, ni un asomo de milpa. «Allá arriba sólo se dan los guijarros que la lluvia hace rodar para abajo», habría de decirle días más tarde don Crispín el de la miscelánea. Su velicito le pesó. ¿En dónde viviría si ninguna puerta se abría, si nadie se asomaba a su paso aunque en los corrales se oyera el cacarear de las gallinas? Alguien debía alimentarlas. De pronto, a la vuelta de la curva vio el pino. Se lo diría a Erro: «Arriba pueden sembrarse árboles puesto que ya hay un pino». Probablemente le respondería que él había venido a hacer astronomía, no reforestación.

Empezaba el invierno de aire transparente, noches largas y madrugadas heladas. «Es la mejor época del año para observar, hermano», le dijo Lorenzo contento de verlo.

Esa tarde Erro tomó té con los dos hermanos.

—¿No le parece un sitio ideal, amigo Juan? Miren ustedes, allá al este, el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl, al oeste, La Malinche y más allá el Pico de Orizaba, aquí el paso de Cortés. ¿Qué más podrían pedir en este escenario grandioso? ¿Ya notó la calidad del aire, condición fundamental para la observación del cielo, amigo Juan? Al norte puede distinguirse la pirámide de Cholula, ¿la ve usted rematada por una iglesia colonial? Más abajo está Chipilo, donde unos italianos hacen la mejor mantequilla y el mejor queso. Así que, amigo Juan, tiene el privilegio de trabajar en uno de los sitios más notables de México.

En la loma sólo destacaba el edificio de las oficinas con una gran escalera de «proporciones griegas —presumió Erro sonriente—, porque quisiéramos que el nuestro fuera el Partenón de la astronomía mexicana. Atrás instalamos el equipo, un telescopio Zeiss, un cuarto oscuro, un archivo de placas».

De pie junto a Erro, Lorenzo miró hacia Puebla de los Ángeles, cada vez más extendida.

—¿No teme usted, señor, que pase con Puebla lo mismo que en la ciudad de México y nos invada con su iluminación cada vez más intensa? —preguntó sin dejar de entrecerrar los ojos para ver más lejos.

—¡Con razón tiene fama de pesimista, amigo Tena! Graef dice que falta mucho para que advenga semejante desgracia.

Erro dependía de la sabiduría de Carlos Graef Fernández. Graef tenía, asimismo, una gran capacidad de convocatoria. Apenas se oía reír en el pasillo, la gente sabía: «¡Allí viene Graef!». Barajas decía: «¡Graef es una gran risa!». Su tendencia al sobrepeso le daba la cordialidad de los gordos; el único en Tonantzintla con grado de doctor en matemáticas del Tecnológico de Massachusetts, alumno de Sandoval Vallarta en el mismo MIT; seguía a Luis Enrique Erro, a quien quería entrañablemente, pero no más que a Alberto Barajas. Erro había ido a buscarlo a Massachusetts para que le ayudara al proyecto de Tonantzintla. Formaban una pareja disímbola. Erro, delgado y elegante con un aparato contra la sordera que le mordía parte de la oreja; Graef, pequeño, redondo, dispuesto a una cordialidad que lo volvía entrañable.

Entrenado con los norteamericanos, Graef se acostumbró a las discusiones en grupo y algunas noches permanecía con Erro hasta altas horas. La puerta abierta de su oficina permitía que se oyeran las voces acaloradas, como si estuvieran peleando. Cuando Lorenzo se detuvo en la puerta, Erro lo llamó: «Pase, Tena, pase, jálese una silla, lo necesitamos. Hablamos de la gravitación». A raíz de esa primera noche, incluyeron a Lorenzo en el grupo. Fernando Alba Andrade, tranquilo, reflexivo, inspiraba confianza. Recién casado, vivía en Puebla y sólo en contadas ocasiones pernoctaba en Tonantzintla. Cuando Alberto Barajas venía de México a ver a su amigo Graef, las discusiones se volvían aún más candentes. Graef jalaba la paleta de un mesabanco y tomaba notas en hojas sueltas. Como su letra era grande, llenaba la hoja con una o dos ecuaciones hechas en voz alta. Barajas se estiraba, cuan largo era, los pies sobre el escritorio de Graef y así, echado para atrás, miraba al techo. Graef dictaba sus ecuaciones hasta que de repente oía:

—¡No!

—¿Por qué no? —rugía poniéndose de pie.

Barajas condescendía a enderezarse, explicaba, volvía a su postura inicial y Graef a sus hojas sueltas.

A Lorenzo lo sacaba de quicio que en ciencia hubiera siempre dos posibilidades y las dos fueran buenas. Antes que los otros, Graef disparaba sus ideas hacia campos en los que él no había reflexionado. Graef le enseñaba cómo hacer física. Fernando Alba Andrade compartía sus conocimientos. A veces, Erro tenía destellos de genio pero respetuoso ante los académicos, ésos sí doctores en forma, daba sus hipótesis sin esperar que los sabios las discutieran. Tena sí, Tena levantaba hacia él ojos emocionados y esa sola mirada lo gratificaba más que mil palabras. «Habría sido bueno tener un hijo así», se decía Erro, pero por nada del mundo se lo habría dicho al orgulloso aprendiz, que mostraba más aptitudes para confrontarlo que para someterse. Graef, con su acostumbrada bonhomía, inquiría curioso: «Vamos a ver qué piensa nuestro amigo De Tena», y Lorenzo, abiertas las compuertas, se enfrascaba en una discusión violenta. «Eso no puede ser, amigo, porque el electrón avanza por el tiempo y por el espacio». Cuando Erro indicaba que por su sordera algo se le escapaba, hablaban más despacio pero un instante después sus ideas cabalgaban atropellándose. Ya Lorenzo era uno de ellos. Su taza de café negro se enfriaba. Cuando al cenicero no le cabía una colilla más, Erro iba a tirar su contenido y ninguno lo notaba.

Lorenzo pidió autorización para que su hermano Juan asistiera a las improvisadas discusiones y Graef y Fernando Alba, que le daban clase, aprobaron de inmediato. «Ha hecho progresos espectaculares. En tres meses sabe más que un estudiante de segundo año en la Facultad de Ciencias. Tráigalo usted, ¿qué está esperando?», se entusiasmó Alba. Esa noche, el que se llevó la sorpresa fue Lorenzo. Juan se metió en la contienda como quien se tira al ruedo. ¿Cómo sabía tanto? ¿Dónde lo había aprendido? A diferencia de Lorenzo, que esperó más de cinco días para intervenir estimulado por Graef, a ver, a ver, amigo, no se quede callado, a usted le brillan los ojos, Juan desconocía el respeto por sus mayores.

La fogosidad de los dos hermanos les hacía bien a él, a Alba, a Erro y a Barajas cuando venía de la ciudad de México. Juan echaba mano de su intuición y casi siempre llegaba a las mismas conclusiones que Barajas. «¿Cómo llegó usted a ese resultado, De Tena?, dígamelo, apúnteme aquí sus ecuaciones», y le quitaba una hoja a Graef para dársela a Juan, que no podía ponerlas en papel. Sin embargo, su resultado era el bueno. Alba entonces se echaba para atrás, complacido. La ciencia en México tenía futuro si contaba con semejantes cerebros.

«Sport is very good for scientists», decía Shapley en Harvard y Erro siguió su consejo al pie de la letra. En la tarde, descargaban energía en algún partido de basquetbol. Erro brincaba como chapulín. Consumado deportista, Graef también jugaba y como el director lo hacía sin su aparato para la sordera, imposible enterarse de las mentadas de madre que iban y venían con el balón.

Feliz por el reencuentro con su hermano, Juan no dejaba de asombrarlo. Su presencia desataba un sinfín de imágenes, la película enterrada de su infancia; Juan tras él en la escuela, Juan bailando frenético frente a la tía Tana llamándola «Bruja maldita», Tila tapando cada vaso de leche con una blanca concha de vainilla.

Puebla también los asombraba pero más aún la colina de Tonantzintla, a escasos trece kilómetros.

—Su hermano puede llegar a ser un matemático notable, Graef y Alba lo calaron. Le falta teoría, pero no hay quien le gane en la práctica. Aquí, su capacidad ha suscitado algunas envidias —le comunicó Erro.

De los cuatro, Juan era el hermano más desconocido y ahora competían en el terreno de las matemáticas. Delgadísimo, el rostro de Juan conservaba rastros de sufrimiento. Como en la infancia, no se abría, sólo bromeaba, nada decía de sí mismo, evadía todo salvo las matemáticas. La vida de Emilia o de Leticia lo tenían sin cuidado, del único que quería tener noticias era de Santiago. Del pasado hacía escarnio y a Lorenzo lo desafiaba. El hermano mayor reconocía en él rasgos de su propio carácter. Iniciaba cualquier conversación con un reto a muerte: «¡A que no puedes!…», y poco a poco Lorenzo tuvo la certeza de que nadie tomó en cuenta a Juan, ni siquiera el padre Théwissen y que ninguno, ni siquiera él, supo hacerle justicia. Juan era un estudiante superior a lo normal, pero como Lorenzo también destacaba, el talento de su hermano pasó desapercibido.

En la casa de Lucerna, la ciencia o la cultura valían menos que las buenas maneras. Cayetana firmaba las boletas de calificaciones sin verlas. Jamás felicitó a sus sobrinos, a la única que reconocía era a Leticia. Al repartir las monedas de los domingos, Joaquín de Tena se saltaba a Juan. «Ese niño es malo», concluía doña Cayetana. ¡Qué solo debió sentirse el pequeño Juan! Con razón se la vivía en la calle.

«A tu hermano Juan le tengo una enorme y bien fundada desconfianza. Nunca sé lo que hace y mucho menos lo que está pensando». Cayetana de Tena poseía la crueldad de la inconsciencia.

A Juan, sus maestros lo rechazaron en la escuela porque cuestionaba sus planteamientos, les hacía preguntas que no sabían responder e insistía en que tal o cual problema tenía otra solución. Cada vez que levantaba la mano, los maestros lo ignoraban porque temían que los pusiera en evidencia. «Eres taimado y mañoso», lo agredió la maestra de geografía cuando Juan le demostró ante treinta y siete alumnos que no sabía dónde estaba el ecuador. Se propuso dañarlo y la comunidad hizo causa con ella para aislar al sobresaliente.

Al llegar al sexto de primaria, Juan, sin decírselo a nadie, decidió buscar otro mundo, el que había atisbado en la calle. Se hizo amigo de los de la miscelánea, la tlapalería, la farmacia, aquellos que veía en el recorrido de su casa a la escuela, pedía alambre en un lado, alcohol en otro y en un traspatio se lanzó a experimentos que en la calle causaron sensación. «Voy a fabricar el primer refrigerador mexicano». Un día compuso el radio del dueño de la farmacia. Otro, inventó un automovilito al que se le prendían los faros para la hija de la encargada de la miscelánea. «Farol de la calle, oscuridad de tu casa», Juanito era un héroe en todas partes menos en Lucerna 177 y en la escuela. ¿Cuál había sido la adolescencia de Juan? Misterio. Lorenzo se separó de él porque no devolvía jamás los cinco, diez y hasta veinte pesos emprestados. Más tarde, Leticia le contó que en la madrugada Juan recogía a las prostitutas de San Juan de Letrán para devolverlas a su casa: «¡¿Quéeeeeee?!». «Sí, él es el que les hace el favor de acompañarlas». «¿En qué?» «Juan tiene coche, hermano». «¿De dónde?» «Él se lo compró, es listo. Tú vives ensimismado, no te das cuenta de nada».

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