La piel del cielo (3 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

Lo peor que Florencia pudo hacerles a sus cinco hijos fue morirse. Una noche, sin más, una mariposa negra voló dentro de la recámara y, a los diez minutos, Florencia ya no respiraba. Eso le dijo doña Trini a Lorenzo. Los niños, sin entender, pasaron a verla a su cama, su cabello desatado sobre lo blanco, sus manos cruzadas, un rosario negro y triste entre sus dedos. Nunca antes la habían visto rezar. Dormir sí, y lo parecía, una sonrisa sobre sus labios. Atónito, Lorenzo le pidió que despertara. Entonces los sacaron de la pieza. Nadie lloró. En la noche, Amado y Trini prendieron veladoras y un rezo monótono taladró los oídos infantiles. En la madrugada, aún sin entender, Lorenzo salió a caminar de un lado a otro, entre el establo y el jardín de las hortalizas, ida y vuelta. Doña Trini gritaba a través de los árboles: «Lorenzo, ven a desayunar». El niño no acudía. «Lorenzo, ven a comer», tampoco. «Lorenzo, ven a merendar». Amado fue a buscarlo. Quién sabe qué vio en sus ojos que regresó sin él. «Es mejor dejarlo solo», le dijo a la vecina. Por fin, Lorenzo se presentó en la cocina y doña Trini, sin una sola pregunta, puso un plato de sopa en la mesa.

A las ocho de la mañana del lunes, en un coche de alquiler y con una maleta que contenía la ropa de los cinco, viajaron de Coyoacán a la ciudad.

Jamás volvieron a ver a Amado ni a Trini.

Lorenzo escuchó a doña Cayetana ordenarle a Tila, la cocinera: «Suba usted con los huérfanos a enseñarles su recámara, las dos niñas juntas, los dos pequeños juntos, el grandecito hasta arriba, en la buhardilla». A partir de ese día la tía Tana se referiría a ellos como los huérfanos, como si tampoco tuvieran padre. En verdad, no lo tenían. A don Joaquín, distante como siempre, lo saludarían una vez al día, besándole la mano.

—Alístense, mañana van a la escuela —ordenó la tía Tana—, gracias a mi prima hermana Carito Escandón, pude conseguir que los maristas los admitieran.

El infierno no fue el edificio ni la multitud de niños en el patio de recreo, ni los religiosos, ni los vigilantes, ni los pupitres viejos, ni las letrinas sucias, el infierno fue el «Apúrense, córranle» de la tía Tana, que dio instrucciones a Tila para que pusiera en el borde de la ventana que daba a la calle cuatro vasos de leche, cada uno tapado con un pan que los niños debían tomar a las volandas, un pie en la puerta. «Para afuera, anden, para afuera, córranle que se les hace tarde». Al último momento pescó a Santiago del cuello: «Tú no, tú te quedas aquí». Juan y Leticia, pasmados, salieron con su concha en la mano. Al tercer día Lorenzo aventó la suya a una alcantarilla, nada podría aceptar de esa mujer.

Orgullosos, Lorenzo y Emilia jamás preguntaron qué había sido de la huerta, de los animales, de Amado, de doña Trini, de Coyoacán. Alguna vez Emilia subió a la buhardilla de Lorenzo a inquirir tímida: «¿Cómo crees que esté mi burrita?». «Yo no sé nada de esa burra», le respondió Lorenzo con rabia. Entonces Emilia lloró todo lo que no había llorado desde la muerte de su madre hasta que oyó la voz aguda y distinguida de la tía Tana ordenar que bajaran los huérfanos mayores, porque sólo ellos faltaban para el rosario.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesúuuuus…

La voz cantante de la tía Tana terminaba siempre en interrogación para que contestara la pequeña comunidad de Lucerna 177. Tila, otras dos sirvientas, don Joaquín y sus cinco huérfanos y don Manuel, un marido alto y casi inexistente, al que Tana dominaba por completo. Algún invitado a tomar el té era inmediatamente requerido al rosario. Incluso míster Buckley, un banquero norteamericano, presenció esa costumbre de las buenas familias mexicanas que igualaba a patrones y a sirvientes frente a la Virgen de Guadalupe y a un crucifijo de marfil. La autoridad de míster Buckley, en la casa de Lucerna, hacía que doña Tana les ordenara a los cinco que lo recibieran a coro en la puerta: «Welcome, welcome, Mister Buckley». A Lorenzo le parecía humillante semejante ceremonia, pero no por ello dejó de observar a míster Buckley para descubrir qué lo hacía tan singular.

Doña Cayetana, su marido y su hermano, hablaban francés en la mesa «à cause des domestiques». Lorenzo y Emilia eran los únicos que tenían derecho a sentarse con los mayores. «Yo nunca aprenderé francés —gritó un mediodía Emilia antes de abandonarla tapándose los oídos—, el francés me choca, prefiero el inglés». «Muchachita, no se hacen tacos con la comida». «Así me enseñó mi mamá». «Vas a tener que librarte de esa fea costumbre. Todos los que se sientan a mi mesa tienen buenos modales». «Emilia, ¿por qué no inclinas la cabeza a la hora de la elevación?». «¿Por qué he de esconderla si no sé lo que está pasando?» «Ya es hora de que ustedes vayan al catecismo. Su madre los educó como a salvajes». «No se meta usted con mi mamá, porque no respondo». Emilia la desafiaba. Su madre acostumbraba sentarse en el suelo y una vez que Emilia se acomodó en posición de loto en la alfombra de la sala, Tana le gritó: «¿Qué te pasa, te crees perro o qué? Ninguna señorita decente se cruza de piernas en el piso». El perpetuo arqueo de la ceja de Cayetana era una condena a las maneras de sus sobrinos.

—Túpanle al francés —aconsejó Tila en la cocina— y van a ver qué contenta se pone la señora.

En la escuela, los sacerdotes eran franceses, los prefectos venían de Francia. Al superior
Mon père
Laville, de Lyon, Tana y Carito lo encontraron en la Casa Armand, la más distinguida de todas las tiendas, escogiendo, entre un despliegue de telas suntuosas, el brocado para las casullas, porque desconfiaba del gusto de las monjas bordadoras.

—Lo selecciono personalmente —presumió.

La agraciada figura de Emilia muy pronto desapareció de la casa porque doña Tana resolvió procurarse, con la ayuda de una tómbola entre sus amigas de la obra de San Vicente, un pasaje de ida a San Antonio, Texas, donde su prima hermana, Almudena de Tena, vigilaría los estudios de enfermería de la joven. «Recógete el cabello, Emilia, sólo las criadas se lo desatan para salir a la calle». El pelo de Emilia era una insolencia, parecido en su color al de El Arete, y en la calle incendiaba las miradas. Los peatones y los conductores se chiflaban por la pequeñez de su cintura, sus piernas largas, sus pechos dos manzanas, ¡ay, mamacita! ¡Intolerable, una De Tena a la merced de los pelados! Por eso cuando Emilia manifestó su interés por la enfermería, doña Cayetana Escandón de Tena recordó a Almudena en San Antonio, casada con un médico, y pensó que nada mejor podría sucederle que enviar allá a su indomable sobrina.

Emilia partió con una pequeñísima maleta, su pelo suelto hasta la cintura, contenta de dejar la casa detestada y triste de abandonar a sus hermanos, pero con la secreta esperanza de triunfar en América, «The Land of Success», como decía el viejo Buckley, y mandar traer, por lo menos, a Santiago, el que más la necesitaba. Podría trabajar en un banco como míster Buckley. «Sure, I’ll be glad to help the little fellow once he’s over here», dijo el banquero en alguna ocasión.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús…

Más que en la Virgen María, la figura en cuya cabeza crecían las flores era Florencia.

—Hermano, cuando tiras una piedra al aire y se mueve en línea recta frente a ti, ¿por qué cae al suelo? —preguntó Juan.

—No se mueve en línea recta, hace una parábola y luego cae —respondió Lorenzo.

—¿Por qué cae?

—Por la gravitación, todo cae.

—¿La gravitación es la fuerza más importante de la Tierra? ¿Si quitamos todas las demás fuerzas permanece la gravitación?

—Supongo que sí, hermano.

—Pero ¿cómo se mueve la piedra en el aire? ¿Gira?

—No lo he pensado.

—Cuando lo pienses, ¿puedes decírmelo?

—Claro, Juan.

—¡Qué tonterías están diciendo! —interrumpía Tana—. ¡A quien le importan las piedras es a ti, Juan, que según me han contado, juegas batallas en la calle con una banda de pelados! Mejor dedícate a enseñarle algo de provecho a tu hermanita, que los mira con tamaños ojotes. ¡A ver, las tablas de multiplicar!

Como ambos hermanos se las sabían al dedillo enfadaban a Leticia, que se cubría los oídos con la gracia de sus manos llenas de hoyuelos.

—Cuando ya no les vengan los vestidos a tus hijas, dámelos para Leticia, ya ves que ella tiene muy bonito tipo —pidió la tía Tana a Carito Escandón por teléfono.

Leticia había crecido tan espigada como Emilia pero más libre, más desenfadada, mejor dispuesta a adaptarse a las circunstancias. Expansiva, giraba como trompo de colores. Cariñosa, abrazaba a sus mayores, que se dejaban porque la niña era blanquita, de pelo ondulado y grandes ojos verdes. Cayetana la presumía:

—Gracias a Dios, ésa salió a nosotros.

También Lorenzo caía en el encanto de la menor de sus hermanas. La niña lo seguía a todas partes. Inquiría cruzando los brazos como sargento a la hora de comer: «¿Ya te lavaste las manos, Lorenzo? Porque sólo te las lavas al levantarte». Una mañana, Lorenzo escuchó un chiflido y el pájaro lo golpeó en el pecho. Era su madre en Leticia. La recriminación de Tana saltó como gato negro: «¡Las niñas no chiflan!». «¡Ay tía, no seas mala, consígueme un canario, en esta casa hace falta un canario, tiíta!». Cantaba. Hacía reír, era la única en colgarse del cuello de su tía y, para el asombro de los demás, Tana le devolvía el abrazo. A la semana, Tila trajo el canario junto con las lechugas y la bola de ternera. «Me lo dieron barato en el mercado».

Juan, el segundo, tenía una vida misteriosa de la que doña Cayetana desconfiaba. No lo quería porque una noche, después de acusarlo del robo de tres ceniceros de plata, por toda respuesta, Juan se atrevió a una danza frenética en la penumbra del corredor, que como las sombras chinas se reflejó sobre el muro:

Bruja maldita
,

te vas a condenar
,

bruja inaudita
,

muy pronto apestarás
.

A veces, Lorenzo se preguntaba quién era Juan, qué hacía. Sacaba muy buenas calificaciones en la escuela pero nunca esperaba recompensa. A lo mejor él mismo se las daba, pero ¿cuáles? Salía a la calle solo. Ninguno de los cinco hermanos compartía su soledad, y ahora que Emilia se había ido Lorenzo subía corriendo a encerrarse en su cuarto. «No lo molesten, tiene que estudiar». En la calle, al ir a la escuela, Lorenzo visualizaba a Juan caminando para arriba y para abajo como él, en su mismo trance solitario, preparándose para reconocer a su madre en alguna figura presurosa que venía a su encuentro y que ahora mismo se inclinaría para abrazarlo. A veces, en su desesperación, Lorenzo acechaba hasta la silueta de su padre con bastón y sombrero y su voz diciéndole: «Vente, vamos a casa», pero el elegante pasaba a su lado, la realidad no se rompía y el joven De Tena escogía a otro posible padre entre los transeúntes. Nunca nadie le dirigió la palabra, lo mejor eran los perros que a veces lo seguían y bruscamente se iban corriendo a otro destino. ¿Era eso lo que le pasaba a su hermano? «¿Te sientes solo, Juan? ¿Qué haces cuando estás solo? ¿Adónde vas?». Ninguno de los dos era el niño de antes y los dos, taciturnos, pretendían demostrarle al otro su autosuficiencia.

Lorenzo se angustiaba por él pero nada le decía. ¿Qué sería de ellos? ¿Cuál, su futuro? El inocente de Santiago seguía a don Joaquín como perro faldero y lo acompañaba hasta la portezuela del taxi cuando se iba al Ritz. En la noche, al verlo de regreso, le decía:

—Papá, ¿quiele sus panfufas?

No se le despegaba. En el momento de su
toilette
le tendía la camisa, el espejo de mano, los tirantes, las mancuernillas, el platito con medio limón con el que alisaba sus canas. Luego inspeccionaba su cabeza para ver si no había quedado algún minúsculo gajito verde que afeara la alineación de cada cabello acomodado escrupulosamente, porque don Joaquín estaba quedándose calvo. «Aquí, aquí, papá, mila, aholita te lo quito». Bajaba con él la escalera y lo acompañaba a desayunar, incluso suplía a Tila, ocupada en hacer las recámaras. Al año, don Joaquín admitió: «Ya tengo mi
valet de chambre
». Lo único que le había enseñado al niño era a contar sus pañuelos y sus camisas con monograma azul bordado por las monjas y a leer J. de T., el «de» en minúsculas mejor dibujado que la J y la T. También podía pronunciar en francés la marca de sus cuellos
Doucet, Jeune et fils
. Al atardecer, el niño reconocía el motor del automóvil que traería a su padre y corría a la puerta.

—¿Ya estás allí moviendo la cola? —preguntaba don Joaquín, divertido.

En la noche, el niño le besaba la mano y él le daba la bendición. Los demás hijos no se aparecían. El mundo los retenía afuera.

3.

El seminarista Claude Théwissen detectó la inteligencia de los De Tena y lo comunicó a su superior. Resolvían en escasos minutos problemas que a otros les tomaban horas. Proponían además temas novedosos y sorprendentes.

—Fíjese usted,
mon père
, a Juan de Tena lo puse a dividir el globo terráqueo, lo hizo con exactitud y después me preguntó por qué dos rectas nunca se encuentran. A media clase alzó la mano e inquirió: «¿Tiene el Sol un destino final?», y cuando le dije que enfriarse y dejar de emitir luz y calor por lo cual también nosotros moriríamos, tuvo esta respuesta sorprendente: «Maestro, creo que está usted dándonos una imagen parcial del universo, además de la Tierra hay otros soles, otros planetas y posiblemente haya vida en ellos». La verdad, el muchacho me dejó aturdido. Trabajar con gente así resulta fascinante. ¡Voy a hablarles del abate Lemaître! El mayor, Lorenzo, es más desdeñoso, pero se ha apasionado por los años luz, investiga por su cuenta y el otro día me dijo radiante: «Leí que la Tierra lleva girando en su órbita en torno al Sol más de cinco mil millones de años a la velocidad de treinta kilómetros por segundo o ciento diez mil kilómetros por hora».

El seminarista belga no cabía en sí del entusiasmo. ¡Qué suerte la suya con esos dos cerebros!

—¿Cómo dice usted que se llaman? —preguntó el padre Laville—. Voy a dar sus nombres a los papás de Tomasito Braniff, que me encargaron buscarle amigos inteligentes a su hijo.

A Lorenzo y a Juan les intrigó la casa de los Braniff porque el niño tenía un cochecito eléctrico al que sólo él podía subirse y se paseaba por las veredas del jardín. Cuando los sentaron a la mesa junto a otro invitado, Diego Beristáin, un mesero se detuvo tras el asiento de cada uno de los comensales. A Juan ni le sabía la comida de tan vigilada, y volvió la cabeza hacia el grandulón:

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