La piel del cielo (4 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

—¿Se va usted a ir?

—Estoy aquí para atenderlo en todo lo que se le ofrezca.

El niño se encogió.

—¿Me van a llevar a la cárcel?

—Así tendrás la conciencia —terció Diego Beristáin, que se veía perfectamente a gusto.

Al niño Braniff le hizo reír el comentario de Juan y al final de la comida —un pastel de chocolate que se derretía en la boca— se dirigió como un príncipe benevolente a su nuevo amigo.

—¿Quieres subir a mi coche eléctrico?

—No, porque no es peligroso.

—¿Peligroso?

—¿Qué chiste tiene dar vueltas a veinte kilómetros por hora en un jardín, cuando me he ido de mosca en cargueros que van a sesenta?

Tomasito lo observó con admiración. Los meseros se miraron y Lorenzo pidió una segunda ración de pastel Selva Negra. Al dejar la mesa, Juan de Tena condescendió a subirse en el Fordcito rubí, único en México, y paseó orondo por el parque familiar.

Tomasito se inclinó sobre la rebeldía de Juan —fenómeno nuevo en su vida— y a Diego Beristáin lo atrajo Lorenzo. De Tena, tan serio en el salón, tan reflexivo, tan amarrado a sus pensamientos, a la hora del recreo lanzaba sus dados locamente y se volvía de una audacia suicida. «No toleras que alguien te gane —le dijo Diego—, por eso te atreves». El día de su Primera Comunión, la tía Tana, Tila y las sirvientas lo previnieron: tenía que pasarse la hostia con gran suavidad, acariciándola con la lengua, porque si la masticaba le saldrían sapos y culebras de la boca. «No sólo le encajé los dientes sino que la escupí y la pisé». Diego se espantó: «¡Qué bárbaro!». «Me min-tie-ron, nos mien-ten, Diego, tú haz la prueba, no me salió nada». «No, Lorenzo, con que tú la hayas hecho basta». Diego lo desconcertaba la carga de rabia de su amigo. ¿Por qué tanto odio si era uno de ellos? Discutía los dogmas de fe, el misterio de la Santísima Trinidad, el de la Inmaculada Concepción, la utilidad de los sacramentos, el Cielo prometido. Para él los grandes misterios eran el universo y los fenómenos llamados naturales. Al igual que Dios, los misterios de la fe podían ser producto de la invención humana. ¿Cómo racionalizarlos?

Diego armó caballero a Lorenzo, quien con ese aval pasó a formar parte de la pandilla. Era una clásica pandilla, el gordo, el flaco, el rico, el pobre, el de la cachucha, el que llega tarde y el petimetre. Además del mendigo Víctor Ortiz, los otros cuatro, La Pipa Garciadiego, el gigante Gabriel Iturralde, el chaparro Salvador Zúñiga, el gordito encachuchado Javier Dehesa, quien hablaba a todas horas de la tortilla española que hacía su madre, todos seguían al poderoso Diego Beristáin y a su inseparable filósofo Lorenzo de Tena.

La falta de dinero era tolerable porque todos andaban brujas, ni Diego tenía para el café de chinos. Lorenzo sugirió:

—Vamos a quitarle los anteojos a Víctor Ortiz para que se vea más fregado de lo que está y él que tienda la mano.

—Una limosnita, por amor de Dios, para este pobre tullido.

Con unos cuantos centavos entraban al café de chinos. Si Víctor Ortiz —el de las negras ojeras— andaba de suerte les alcanzaba para ir al cine. Si no, caminaban por la avenida Juárez echando relajo y entraban al Sanborn’s de Los Azulejos, pero sólo al baño. Una tarde de suerte, en la función de las cuatro, Lorenzo y Diego vieron, al mismo tiempo, una pluma Eversharp en el pasillo. Diego le pegó una patada para que Lorenzo no la alcanzara y se tiró al suelo cuan largo era; Lorenzo también se aventó, pero demasiado tarde porque Diego la tenía bajo su vientre:

—Es mía, yo la descubrí —arguyó Diego.

—No, tú le pegaste una patada pero yo la vi primero.

Diego se la prendió en la bolsa de su camisa, presumiéndola, y cuando menos lo esperaba Lorenzo la sacó de un manazo.

—¡Es mía, ladrón!

—¡Hombre, Diego, deja ver la película!

Se distrajo Lorenzo y Diego se la quitó de nuevo. Otro manazo y Lorenzo la recobró. A punto del hartazgo, Mary Pickford y Douglas Fairbanks encontraron la solución con el beso final. Del cine, la pandilla regresó a casa de Diego y en un descuido Lorenzo reconquistó la pluma.

—Mira, hermano, esto ya va en serio, ¿eh? Aquí te quedas porque esa pluma es mía —amenazó Diego, más alto y musculoso que Lorenzo.

—Pues te vas mucho al carajo porque no te doy nada.

—En ese caso, vas a pasar la noche en la azotea. Yo me voy a dormir.

La pandilla vio cómo Diego amagó a Lorenzo, se lo echó al hombro con facilidad y subió la escalera hasta el techo.

A punto de conciliar el sueño, Diego escuchó que las macetas caían como bólidos estrellándose en el patio. Subió encolerizado.

—¡Estúpido! ¿Qué estás haciendo?

—Pues ya ves, perdí pero te amuelas.

—No, el que se va a amolar eres tú.

Lo amordazó y amarró a una de las columnas de la pérgola.

—Ahora sí, allí te quedas.

Bajó a su recámara a acostarse, pero tuvo pesadillas porque recordó que al irlo cargando en la escalera de servicio, si no lo aprieta, por poco y su amigo se va hasta abajo.

A la mañana siguiente, Diego se levantó corriendo a desatarlo:

—Te invito a desayunar.

Pidió a la cocinera un almuerzo monstruo, huevos rancheros, cecina, frijoles, quesadillas, pan dulce, café traído por el mozo José, que instaló una mesa primorosa: «¡Qué bruto, qué desayuno, hermano!». Después del jugo de naranja, Lorenzo le tendió la mano a Diego:

—Aquí está la pluma, tómala.

—¿Y esa pluma, pa’qué la quiero?

—Bueno, si no la quieres tú, yo tampoco.

—Entonces vamos a dársela a José.

—Oye, Lorenzo, ¿dormiste algo? —preguntó Diego apenado.

—Claro, de pie se duerme muy a gusto, me amarraste muy bien.

En la calle, Lorenzo confesó radiante:

—En realidad la pasé espléndidamente. El cielo estaba muy negro, vi las constelaciones, las reconocí, jamás me ganó el sueño, creo que por primera vez me sentí bien en la ciudad. No sabes lo que has hecho por mí, Diego.

Se emocionó al contarle que había recuperado una imagen sepultada en su memoria, el viaje en tren para ver dónde termina el mundo. Al concluir comentó:

—¿Viste lo que me has dado? Hace años que no era tan feliz.

—¿Vas a ir a tu casa ahora?

—¿A la pavorosa Casa de Usher? ¡Ni hablar! Mejor caminemos.

Diego iba a decirle que estaba loco de atar pero algo en los ojos de Lorenzo lo detuvo, una intensidad que le dio miedo, quizá la misma que Amado vio, en la huerta, la noche en que murió Florencia.

En el colegio, Claude Théwissen solicitó al padre Laville que Lorenzo fuera su asistente. «Está perfectamente capacitado para dar clase en mi ausencia. Los dos hermanos, Lorenzo y Juan, llegan a la clase sabiendo tanto o más que yo, no imagina usted,
mon père
, cómo se preparan».

Por eso fue grande la sorpresa cuando
Mon père
Laville anunció al final del año que el primer premio era para Fernando Castillo Trejo, el segundo para Lorenzo de Tena y el tercero se le había destinado a ese muchacho rozagante y adinerado, Diego Beristáin. Lo mismo le pasó a Juan en su clase. Le escamotearon el primer lugar. Lorenzo se indignó. «¡Pero qué perros! Han premiado al que no se lo merece!», reclamó a Théwissen. Resultó fácil averiguar que el progenitor de Castillo Trejo era uno de los benefactores de la escuela.

—Yo los habría premiado pero sólo soy un maestro —se avergonzó Théwissen—. Les prometo resarcir esta injusticia que vivo en carne propia concentrándome en ustedes.

—¿Es lo único que va a hacer en contra de esta fregadera? —gritó Juan.

—Por desgracia la justicia no es de este mundo, pero les aseguro que dentro de algunos años, cuando ambos sean abogados, los demás se inclinarán ante su superioridad.

—¡Está usted contradiciéndose! ¿Cómo van a inclinarse si la justicia no es de este mundo? —ironizó Lorenzo.

—Lo que quiero asegurarles es que mientras permanezca en México los protegeré.

—¡Acabamos de ver su protección, muchas gracias! —protestó de nuevo Juan.

Lorenzo y Juan no le creyeron. Théwissen regresaría a Bélgica abandonándolos, como había hecho Florencia.

Al poco tiempo pusieron a prueba la solidaridad del seminarista. Apasionados por la historia de México, los hermanos De Tena y Diego Beristáin promovieron un juicio a Maximiliano. El doctor Beristáin les había contagiado su juarismo. La pandilla, Chava Zúñiga, Javier Dehesa y Gabriel Iturralde, decidieron enmendarle la plana a los maristas y convertirse en abogados del Benemérito. Un alumno del bando contrario defendería a Maximiliano y representarían el juicio en el salón de actos.

—Ese juicio no puede ser —intervino Claude Théwissen—. Si insisten, corren el riesgo de ser expulsados.

—Todos somos juaristas en la clase.

—Todos no, siento contradecirte. Tampoco yo. Les confirmé en clase la nobleza de Maximiliano, quien dijo el día de su fusilamiento: «Soldados, disparen al corazón», y al ver el cielo azul sobre el Cerro de las Campanas comentó que era bueno morir en un día tan bello. ¿Tan pronto lo olvidaron?

—Usted porque es belga, pero nosotros nos reunimos en la biblioteca del doctor Beristáin, la consultamos y nos dimos cuenta de las falsedades que nos enseñan. ¡Qué asesinato ni qué asesinato! El juicio fue perfectamente legal y vamos a demostrarlo caiga quien caiga. Bazaine declaró que los generales mexicanos eran una punta de salvajes que mataban sin juicio, pero Juárez siempre tuvo la ley en la mano. ¡Qué ganas de publicar alguna gaceta juarista para divulgarlo!

Los maristas contaban que el arzobispo de México, don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, en el momento de elevar la hostia al decir misa, tuvo una visión profética. «Acabo de ver el alma de Juárez descender a los infiernos». Poco tiempo después se confirmó la noticia: Juárez había muerto exactamente en el momento de la elevación. ¿No les bastaba eso a Diego y a sus amigos? ¿No entendían que estaban jugando con fuego? Los muchachos le dieron la espalda a Théwissen.

Diego, que nunca perdía el entusiasmo, decidió representar el juicio en el gimnasio de su casa en la calle de Bucareli. Uno de los compañeros de mayor estatura encarnó al emperador Maximiliano, fusilado entre Miramón y Mejía. Las voces de Diego, Lorenzo, Salvador Zúñiga y la del doctor Beristáin convertido en Benito Juárez, inflamaron el fervor patrio. Al final, el doctor Beristáin repartió la sentencia en volantes, contento de ver que sus enseñanzas no habían caído en el vacío.

Enardecidos por el éxito, del que los maristas tuvieron eco, los De Tena, Beristáin, Zúñiga, Dehesa, Ortiz, Iturralde y Garciadiego decidieron fundar una revista:
El Esfuerzo
, que los religiosos alentaron porque otro grupo quiso rivalizar con los liberales llamando a la suya:
El Pujido
.

4.

Sin que Lorenzo tuviera conciencia de ello, Juan se había apartado cada vez más de la escuela. Y de la casa. Todavía hablaban en el camión de la luz y del calor emitidos por las estrellas y de ir al Observatorio de Tacubaya a verlas por el telescopio, pero sus tres años de diferencia los separaban y aunque Juan, gracias a Lorenzo, participaba con «los grandes», en alguna ocasión le advertían: «A esto sí no podemos llevar a tu hermanito».

—No tengo tiempo que perder, hermano, hoy no voy a ir con ustedes —se adelantaba Juan al rechazo.

—¿Y qué vas a hacer?

—Trabajar.

Era verdad, componía radios aquí y allá y le pagaban los tenderos, los panaderos del barrio. ¿Qué hacía con su dinero? ¡Quién sabe! También dejó de ir a dormir a Lucerna y a Cayetana no le preocupó mayormente. «Déjalo, es hombre», dijo Tila dándole a Lorenzo unas palmaditas en el hombro. «Anda por allí, no te preocupes, en el barrio todos lo quieren». «¿Y su secundaria?», gritó Lorenzo. «No hay mejor escuela que la de la vida», filosofó Tila. «Mira qué tranquilo está tu papá y él es el de la responsabilidad». Desde luego, don Joaquín jamás se dio por enterado.

Aunque Lorenzo empezara el día con una declaración de odio a doña Cayetana y llegara a la noche rumiando la ira acumulada durante el día, la hermana de su padre lo atraía. Alguna vez escuchó decir al doctor Beristáin: «Cayetana Escandón de Tena es todo un personaje». Y lo era. Imposible no reconocerlo. Tana habría dicho lo mismo de su sobrino. Recurría a su consejo y desde hacía tres años le pedía que la acompañara a las distintas dependencias de gobierno con la esperanza de recuperar su hacienda en Morelos, incautada por la Revolución.

La familia De Tena no era rica, vivía como rica. Por nada del mundo habría cambiado su tren de vida; que no se notara que Tila volteaba los cuellos y los puños de Joaquín y de Manuel, y que a ella le debían tres meses de sueldo. Para eso estaban las tómbolas, las kermesses, las ventas de caridad, las amigas de infancia. «¿No tienes ropa que no le quede a tus hijos y me pases para los huérfanos?».

Cayetana y Lorenzo iban en tranvía a sus diversas diligencias y doña Tana no perdía un ápice de dignidad deteniéndose del pasamanos con su mano enguantada. En la otra llevaba paraguas o bastón, según la temporada, y manejaba ese adminículo como un cetro que la distinguía del vulgo. Impresionó a Lorenzo el día en que dio un paraguazo sobre la imponente mesa de trabajo del gerente del Banco de México porque éste no se levantó a recibirla con suficiente premura:

—Un caballero se pone de pie ante una dama —dijo con una voz que la engrandecía.

El banquero se deshizo en excusas.

Tana mantuvo su tono airado, y por supuesto consiguió el préstamo. En la escalinata de bajada a la calle Venustiano Carranza dijo altanera:

—Así hay que tratar a los lacayos.

Para ella, los mexicanos se dividían en señores y en lacayos, pero un proveedor bien podía ser un señor si ella lo decidía. «Los valores cristianos son los de la aristocracia», decía sostenida del brazo de su sobrino. Olía a polvos de arroz, a violetas, y Lorenzo asociaría ese aroma con la vejez.

—Pruébate mis zapatos, Lorenzo, ¿verdad que te vienen?

—Son de mujer, tía, tienen tacón.

—Un taconcito de nada, ahorita voy a ordenarle al zapatero que se los quite. Mira, para no gastar, pídele el martillo a Tila y tú mismo los eliminas. Con una remozadita quedan como nuevos. Yo, apenas si gasto mis zapatos.

—Pero tía…, de mujer.

—Te acostumbras. Nunca tendrás zapatos más finos, te lo digo yo, Lorenzo.

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