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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (3 page)

Asintió puerilmente para subrayar hasta qué punto respetaba el secreto profesional del doctor Jacobsson.

—Y tan joven como era. Desde luego que una se pregunta qué puede haber detrás de todo. Personalmente, siempre he pensado que la muchacha parecía un tanto sobreexcitada. Yo conozco a Birgit, su madre, desde hace muchos años y sé que es una mujer que tiene los nervios a flor de piel, y esas cosas, ya se sabe, son hereditarias. Y creída también se volvió, me refiero a Birgit, cuando a Karl-Erik le dieron ese buen puesto de director en Gotemburgo. A partir de entonces, Fjällbacka dejó de ser lo bastante buena. No, ya sólo contaba la gran ciudad. Pero te digo una cosa, el dinero no le da la felicidad a nadie. Si la chiquilla hubiese tenido la oportunidad de crecer aquí en lugar de desarraigarla y llevarla a la capital, seguro que no habría terminado así. Incluso me atrevería a creer que enviaron a la pobre criatura a una escuela suiza, y ya se sabe cómo son las cosas en esos sitios, son experiencias que marcan el alma para toda la vida. Antes de marcharse era la niña más alegre y desenvuelta que había por aquí. Vosotras jugabais de niñas, ¿no? Eso es, bueno, yo no tengo más remedio que pensar que…

Elna continuó su monólogo y Erica, que no veía el fin del desastre, empezó a buscar febrilmente una excusa para zafarse de la conversación, que comenzaba a cobrar un tinte cada vez más desagradable. Y vio su oportunidad en el momento en que Elna hizo una pausa para recobrar el aliento.

—Ha sido un placer hablar contigo, pero, por desgracia, debo irme ya. Comprenderás que tengo muchas cosas que hacer.

Adoptó un gesto de máximo patetismo y deseó con todas sus fuerzas haber logrado tentar a Elna para que se diese por vencida y siguiese su camino.

—¡Por supuesto, querida! ¿En qué estaré pensando? Todo esto debe de ser muy duro para ti, justo después de la tragedia que le sobrevino a tu propia familia. Te ruego que disculpes la falta de tacto de esta anciana.

A aquellas alturas, Elna se había conmovido a sí misma hasta el punto de que casi se echa a llorar, por lo que Erica asintió benevolente y se apresuró a despedirse. Con un suspiro de alivio, prosiguió su paseo hasta el súper de Evas rogando no encontrarse con más señoras ávidas de información.

Pero no la acompañó la suerte. Varios habitantes de Fjällbacka, inmisericordes, la frieron a preguntas, de modo que la joven no se atrevió a respirar tranquila hasta que no vio la fachada de su casa. Sin embargo, uno de los comentarios que había oído le hizo mella. Los padres de Alex habían llegado a Fjällbacka la noche anterior, ya tarde, y vivían en casa de la hermana de Birgit.

Erica dejó las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina y empezó a colocar su contenido. Pese a sus buenos propósitos, las bolsas no estaban tan llenas de alimentos sanos como ella había planeado antes de entrar en la tienda. Pero ¿cuándo, si no en un día tan penoso como aquél, podría permitirse el lujo de comprarse unas golosinas? Muy a propósito, ya le rugía el estómago, de modo que colocó en un plato dos bollos de canela, como doce puntos rojos en la ficha de
El peso ideal
, que se sirvió acompañados de una taza de café.

Era muy agradable sentarse a mirar el familiar paisaje que se extendía al otro lado de la ventana, pero aún no se había habituado a la tranquilidad de la casa. Cierto que había estado sola allí con anterioridad, pero no era lo mismo. Entonces había una presencia, la conciencia de que alguien podía entrar por la puerta en cualquier momento. Ahora, en cambio, era como si se hubiese esfumado el espíritu mismo de la casa.

Allí, junto a la ventana, estaba la pipa de su padre, esperando que la cargasen. El aroma aún impregnaba la cocina, pero Erica tenía la sensación de que se atenuaba cada día.

Siempre le había encantado el olor a tabaco de pipa. Cuando era pequeña, solía sentarse en el regazo de su padre, con los ojos cerrados y la cabeza contra su pecho. El humo del tabaco se infiltraba en sus ropas y su olor fue, durante su niñez, símbolo de seguridad.

La relación de Erica con su madre había sido infinitamente más compleja. No era capaz de recordar un solo momento de su niñez y adolescencia en que su madre le hubiese dado una muestra de cariño, un abrazo, una palmadita, una palabra de consuelo. Elsy Falck era una mujer dura e intransigente que mantenía un orden impecable en el hogar pero que no se permitía a sí misma la menor alegría en la vida. Era profundamente religiosa y, como tantos de los habitantes de los pueblos costeros de Bohuslän, había crecido en uno que seguía marcado por las enseñanzas del pastor Schartaus. Desde niña le había tocado aprender que la existencia era un sufrimiento sin fin y que recibiría su premio en la otra vida. Erica se preguntaba qué habría visto en Elsy su padre, hombre de carácter apacible y de excelente humor y en alguna ocasión, en un arrebato de ira adolescente, había soltado la pregunta. Su padre no se enfadó. Simplemente, se sentó y le pasó el brazo por los hombros antes de hacerle ver que no debía juzgar tan duramente a su madre. Hay personas a las que les cuesta más que a otras mostrar sus sentimientos, le explicó acariciándole las mejillas, aún encendidas por la indignación. Pero ella no lo escuchó y siguió convencida de que su padre había intentado encubrir lo que para Erica era una evidencia: su madre no la había querido jamás y ella debería arrastrar tal realidad el resto de su vida.

Tuvo el impulso de ir a visitar a los padres de Alexandra y decidió seguirlo. Era difícil perder a los padres, pero, pese a todo, así eran las leyes de la naturaleza. En cambio, perder a un hijo, debía de ser terrible. Además, Alexandra y ella fueron en su día las mejores amigas. Cierto que hacía cerca de veinticinco años, pero gran parte de sus felices recuerdos de la infancia estaban íntimamente relacionados con Alex y su familia.

L
a casa parecía desierta. Los tíos de Alexandra vivían en la calle de Tallgatan, a medio camino entre el centro de Fjällbacka y el camping de Sälvik. Las casas se alineaban en la cima de una colina y el manto de césped de los jardines en hilera descendía abrupto hasta la calle, por la parte que daba al mar. La puerta estaba en la parte trasera de la casa y Erica dudó un instante, antes de llamar al timbre. El sonido retumbó hasta desaparecer. No se oía nada en el interior de la casa y ya estaba a punto de darse media vuelta cuando la puerta empezó a abrirse poco a poco.

—¿Sí?

—Hola, soy Erica Falck. Yo fui quien…

Dejó el resto de la frase en el aire. Se sentía ridícula por haberse presentado con tanta formalidad. Ulla Persson, la tía de Alex, la conocía perfectamente. Ella y su madre participaron activamente en la asociación parroquial durante muchos años y, algunos domingos, Ulla iba a su casa a tomar café.

La mujer se hizo a un lado para que Erica entrase en el vestíbulo. No había en toda la casa una sola lámpara encendida. Claro que no anochecería hasta dentro de unas horas, pero ya empezaba a caer el ocaso y las sombras se alargaban proyectadas en las paredes. Desde la habitación que quedaba justo enfrente del vestíbulo se oían apagados sollozos. Erica se quitó los zapatos y el abrigo y se sorprendió intentando moverse sin hacer el menor ruido y con delicadeza, pues el ambiente que reinaba en la casa no propiciaba otra cosa. Ulla entró en la cocina y le indicó a Erica que continuase hasta la sala de estar. Una vez dentro, cesó el llanto. En el sofá colocado ante un gran ventanal de vista panorámica, estaban sentados Birgit y Karl-Erik Carlgren, que se abrazaban con gesto desesperado. Los dos tenían el rostro ajado y bañado en llanto y Erica sintió que estaba irrumpiendo en una esfera de absoluta privacidad. Un ámbito en el que tal vez no debiera entrometerse. Sin embargo, ya era demasiado tarde para lamentaciones.

Se sentó despacio en el sofá que había enfrente, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Nadie había pronunciado una sola palabra desde que entró en la habitación.

—¿Qué aspecto tenía?

En un primer momento, Erica no oyó bien a Birgit, que habló con la voz de una niña. Y no sabía qué responder.

—Sola —se oyó decir finalmente para arrepentirse enseguida—. No quería decir… —la frase quedó a medias y murió en el silencio reinante.

—¡Alex no se quitó la vida!

La voz de Birgit sonó de repente fuerte, decidida. Karl-Erik tomó la mano de su esposa asintiendo conforme. Probablemente, advirtieron la expresión de escepticismo de Erica, pues Birgit insistió:

—¡Alex no se quitó la vida! La conozco mejor que nadie y sé que jamás recurriría al suicidio. Jamás habría tenido el valor necesario para hacer tal cosa. Tú también debes saberlo. ¡Tú también la conocías!

La mujer se erguía cada vez más, subrayando cada sílaba y Erica vio una chispa de esperanza en sus ojos. Birgit cerraba y abría las manos convulsamente, una y otra vez, y miraba a Erica fijamente a los ojos, hasta que una de las dos tuvo que apartar la mirada. Fue Erica quien cedió primero y echó una ojeada a la habitación. Cualquier cosa, con tal de no tener que ver el dolor en el rostro de la madre de Alexandra.

La habitación era acogedora, aunque de decoración algo recargada para el gusto de Erica. Las cortinas, colgadas con un sistema complejo y adornadas con grandes volantes, estaban coordinadas con los cojines del sofá, confeccionados con el mismo estampado de grandes flores. Cada superficie aparecía cubierta de adornos y figurillas. Centros de madera artesanalmente tallada colocados sobre tapetes a punto de cruz compartían el espacio con perros de porcelana de ojos siempre llorosos. Lo único que salvaba la habitación era el enorme ventanal que ofrecía una vista extraordinaria. Erica deseó poder congelar el instante y seguir mirando por la ventana en lugar de verse arrastrada al dolor de aquellas dos personas. Pese a todo, volvió de nuevo el rostro al matrimonio Carlgren.

—La verdad, Birgit, no sé qué decir. Alexandra y yo fuimos amigas hace veinticinco años. En realidad, no sé cómo era. A veces no conocemos a la gente tan bien como creemos…

Erica oyó lo patético que aquello sonaba y dejó la frase inconclusa. Entonces, Karl-Erik tomó la palabra. Tras liberarse de la mano nerviosa de Birgit, se inclinó hacia delante, como si quisiera asegurarse de que Erica no se perdiese una sola de las palabras que pensaba decir.

—Sé que suena como si nos negásemos a aceptar lo sucedido y es posible que, en estos momentos, no demos una imagen de sosiego, precisamente; pero sabemos que, aunque Alex hubiese pensado quitarse la vida, jamás lo habría hecho de ese modo. Tú misma recordarás que se ponía histérica de miedo cuando veía sangre. Si se hacía un corte, por pequeño que fuera, perdía los nervios hasta que no le ponían una tirita. ¡Si hasta era capaz de desmayarse con tan sólo ver la sangre! Por eso estoy completamente seguro de que más se habría atrevido a tomar somníferos, por ejemplo. No existe la menor jodida posibilidad de que Alex lograse cortarse a sí misma con una cuchilla de afeitar, primero en un brazo y luego en el otro. Y luego, mi mujer tiene razón, Alex era frágil, no era una persona valiente. Y, para quitarse la vida, es preciso tener cierto grado de valentía, de la que ella carecía.

El hombre habló con convicción y, pese a que seguía persuadida de que aquello era la última esperanza de dos desesperados, Erica no pudo por menos de dejarse afectar por la duda. Bien mirado, había algo anómalo ayer en aquel baño. No porque, bajo ninguna circunstancia, pueda resultar normal encontrar un cadáver, pero había algo en el ambiente de la habitación que no acababa de encajar. Una presencia, una sombra. No sabía describirlo mejor. Seguía creyendo que Alexandra Wijkner se había visto abocada al suicidio, pero no podía negar que las insistentes observaciones de la pareja Carlgren habían suscitado sus dudas.

De repente, cayó en la cuenta de hasta qué punto Alex había llegado a parecerse de adulta a su madre. Birgit Carlgren era pequeña y esbelta, con el cabello rubio de su hija aunque, en lugar de la abundante y larga melena de Alex, ella lo llevaba con un elegante corte con flequillo. Ahora iba totalmente vestida de luto y, pese a su dolor, parecía consciente del llamativo efecto que producía el contraste del negro con el rubio de sus cabellos. Algunos de sus movimientos desvelaban cierto grado de vanidad. Una mano que mesaba a conciencia el flequillo, el movimiento al colocarse el cuello de la camisa, hasta dejarlo perfecto… Erica recordaba que su armario había sido una auténtica Meca para dos niñas de ocho años en edad de disfrazarse y su joyero era, sin duda, lo más parecido al reino de los cielos en aquella época.

A su lado, su esposo presentaba un aspecto bastante corriente. No porque careciese de atractivo, en absoluto, sino porque, simplemente, no estaba a la altura. Era un hombre de rostro alargado con rasgos definidos y el nacimiento del pelo rezagado en la coronilla. También él vestía de negro, pero, a diferencia de su esposa, ese color le daba un aspecto más triste aún. Erica intuyó que había llegado el momento de marcharse mientras se preguntaba qué era lo que había pretendido conseguir con aquella visita.

Se levantó, pues. Y otro tanto hicieron los Carlgren. Birgit miró acuciante a su marido, como exhortándolo a decir algo. Evidentemente, algo de lo que ya habían estado hablando antes de que llegase Erica.

—Nos gustaría que escribieras un panegírico sobre Alex. Para publicarlo en el diario
Bohusläningen.
Algo sobre su vida, sus sueños…, y sobre su muerte. Un recordatorio de su vida y su persona. Significaría mucho para Birgit y para mí.

—Pero ¿no preferís que lo publique el diario
Göteborgs Posten
? Después de todo, ella vivía en Gotemburgo. Y vosotros también.

—Fjällbacka siempre fue y será nuestro hogar. Y Alex pensaba lo mismo. Podrías empezar por entrevistarte con Henrik, su marido. Ya hemos hablado con él y dice que está dispuesto. Ni que decir tiene que te pagaremos el trabajo.

Era evidente que, con aquello, daban por concluida la negociación. Y, sin haber llegado a aceptar el trabajo realmente, cuando la puerta se cerró a su espalda, Erica se encontró en la escalera con el teléfono y la dirección de Henrik Wijkner en la mano. Pese a que, sinceramente, no sintió el menor deseo de aceptar el encargo al oír la propuesta, en la mente de la escritora que llevaba dentro empezó a bullir una idea. La desechó, llena de remordimientos por haberla pensado siquiera, pero resultó ser una idea pertinaz, que parecía dispuesta a no darle tregua. En efecto, tenía ante sí lo que tanto tiempo llevaba buscando, la base para su nuevo libro. El relato del trayecto recorrido por una persona hasta encontrar su destino. La explicación de lo que había llevado a una mujer joven, hermosa y a todas luces privilegiada hacia la opción de la muerte. Claro que no daría el nombre de Alex, por supuesto, pero sí una historia basada en lo que pudiese averiguar sobre su camino hacia la muerte. Erica había publicado hasta el momento cuatro libros, todos ellos biografías de grandes escritoras suecas y aún no había tenido el valor de crear una narración propia. Pese a todo, sabía que, en su interior, había libros que esperaban que ella los plasmase sobre el papel. Y este cometido tal vez le diese las alas, la inspiración que había estado esperando. El hecho de haber sido amiga de Alex en el pasado sería, desde luego, una ventaja.

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