La princesa de hielo (8 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Sintió que el labio volvía a temblarle y respiró hondo para calmarse y no romper a llorar otra vez. Al otro lado de la ventana, el hielo volvía a relumbrar en la bahía tras los últimos días de deshielo seguidos de las temperaturas nocturnas, por debajo de los cero grados. Un gorrión se posó sobre el alféizar de la ventana y recordó que tenía que comprar una bola de sebo para los pájaros. El gorrión ladeó la cabeza, como intrigado, y picoteó levemente la ventana. Tras cerciorarse de que no sacaría de ella nada comestible, desapareció alzando el vuelo.

—Como ya sabes, yo soy especialista en derecho fiscal y poco sé de derecho de familia, así que no puedo darte una respuesta inmediata. Pero haremos lo siguiente, le preguntaré a uno de los expertos del bufete y te llamaré mañana. Erica, recuerda que no estás sola. Te prometo que voy a ayudarte.

Fue un alivio oír las tranquilizadoras palabras de Marianne y, cuando ya había colgado el auricular, la vida le parecía más halagüeña, pese a que no sabía nada que no supiese antes de llamar.

El desasosiego la abordó de repente. Se obligó a retomar el trabajo con la biografía, pero se le resistía. Le quedaba más de la mitad del libro y la editorial empezaba a mostrar su impaciencia, pues aún no habían recibido el primer borrador. Tras haber llenado casi cuatro folios, leyó lo escrito, lo clasificó como basura y eliminó sin titubeos varias horas de trabajo. La biografía la aburría terriblemente y hacía ya tiempo que había perdido las ganas de trabajar. En cambio, se aplicó a terminar el artículo sobre Alexandra y lo metió en un sobre dirigido a la familia de Bohuslän. Después, sintió que era el momento ideal para llamar a Dan y meter el dedo en la llaga, casi mortal, que su alma parecía haber recibido como consecuencia de la espectacular derrota de Suecia en el partido de la noche anterior.

E
l comisario Mellberg palmoteaba ufano su enorme estómago mientras sopesaba lo oportuno de dar una cabezada. Después de todo, no había casi nada que hacer y lo poco que había no le parecía demasiado importante.

Decidió que sería estupendo dormitar un rato para digerir el copioso almuerzo con la debida tranquilidad, pero apenas si había cerrado los ojos cuando un resuelto golpeteo en la puerta le anunció que lo buscaba Annika Jansson, la secretaria de la comisaría.

—¿Qué coño pasa? ¿No ves que estoy ocupado?

En un intento de parecer ocupado, revolvió sin ton ni son los papeles que tenía amontonados sobre el escritorio, pero lo único que consiguió fue volcar la taza de café que se derramó sobre los documentos, de modo que tomó para secarlo lo primero que encontró a mano: el faldón de la camisa, que rara vez veía el interior de la cinturilla del pantalón.

—¡Maldita sea! ¿Quién coño me manda ser jefe en este sitio? ¿No has aprendido a mostrarle algo de respeto a tu superior llamando a la puerta antes de entrar?

La mujer no se molestó en señalar que, de hecho, había llamado a la puerta. Sabía como era, por su edad y su experiencia, aguardó sin más, tranquilamente, a que pasara lo peor.

—Supongo que tienes algo que preguntar —masculló Mellberg.

Annika respondió con voz mesurada.

—La unidad forense de Gotemburgo ha estado buscándote. En concreto, el patólogo forense Tord Pedersen. Puedes localizarlo en este número.

Annika le tendió un papel con un número de teléfono cuidadosamente anotado.

—¿Ha dicho de qué se trata?

La curiosidad le cosquilleaba a la altura del diafragma. La unidad forense no llamaba todos los días a pueblos perdidos como aquél. Quizás ahora, por una vez en la vida, hubiese ocasión y lugar para un trabajo policial brillante.

Ahuyentó abstraído a Annika al tiempo que se encajaba el auricular entre la papada y el hombro antes de ponerse a marcar ansioso el número anotado.

Annika retrocedió presurosa y salió del despacho cerrando la puerta enérgicamente. Después, se sentó ante su escritorio y maldijo, como en tantas otras ocasiones, la resolución que envió a Mellberg a la pequeña comisaría de policía de Tanumshede. Según los rumores que circulaban en la comisaría, se había hecho odioso en Gotemburgo por maltratar a conciencia a un refugiado que retenían allí bajo arresto. Y, al parecer, no fue ése el único paso en falso de su carrera, aunque sí el más grave. Sus superiores se cansaron. La investigación interna no demostró nada, pero todos temían que Mellberg organizase otro escándalo, de modo que lo trasladaron con efecto inmediato a un puesto de comisario en Tanumshede, todos y cada uno de cuyos doce mil habitantes, la mayor parte de ellos observantes de la ley, constituían un recordatorio constante de su humillación. Sus antiguos jefes de Gotemburgo contaban con que allí no podría causar ningún daño digno de mención. Y dicha previsión había sido correcta hasta el momento. Por otro lado, su presencia tampoco era de ninguna utilidad.

Annika siempre había estado a gusto en su trabajo, pero eso terminó tan pronto como la comisaría quedó bajo las órdenes de Mellberg. El tipo no sólo era un maleducado, sino que además se veía a sí mismo como un don de los dioses para las mujeres y Annika era la que más oportunidades tenía de sufrirlo. Sugerencias equívocas, pellizcos en el trasero y comentarios ambiguos no eran más que una mínima parte de lo que, en la actualidad, tenía que soportar en su puesto de trabajo. Sin embargo, el rasgo que más repulsivo le resultaba era el horrendo peinado que el hombre se había ingeniado para ocultar su calva. En efecto, se había dejado crecer el resto del pelo hasta alcanzar longitudes que sus empleados sólo podían intuir, para después enrollarlo sobre la calva en una disposición que más parecía un nido de cuervos abandonado.

Annika se estremecía ante la sola recreación mental de su aspecto con el pelo suelto, pero tenía el firme convencimiento de que jamás se vería obligada a observarlo.

También ella se preguntaba qué querría la unidad de medicina forense. Pero, en fin, ya lo sabría en su momento. La comisaría era tan pequeña que, en menos de una hora, toda la información de interés era del dominio público.

B
ertil Mellberg se quedó oyendo las señales de llamada mientras observaba la retirada de Annika.

Terriblemente guapa la señora. Firme y bonita, aunque rellena donde conviene estarlo. El cabello largo y rubio, el pecho alto y un generoso trasero. Una lástima que siempre llevara faldas largas y camisas anchas. Tal vez él debiera advertirle de lo adecuado de una vestimenta algo más ceñida. Como jefe que era, debía poder opinar sobre el vestuario del personal. Treinta y siete años tenía; eso lo sabía él porque lo había mirado en los datos del personal. Poco más de veinte años más joven que él, es decir, precisamente lo que a él le gustaba. De las señoras mayores que se encargase otro. Él era lo bastante hombre para jóvenes talentos. Maduro, con experiencia, pretendiente vistoso, y ni el más avispado podía figurarse que había perdido algo de cabello con los años. Se tanteó la coronilla con cuidado. Sí, el pelo estaba donde tenía que estar.

—Aquí Tord Pedersen.

—Sí, hola. Soy el comisario Bertil Mellberg, de la comisaría de Tanumshede. Me han dicho que querías hablar conmigo.

—Así es. Se trata del fallecimiento que me llegó de vuestro distrito. Una mujer llamada Alexandra Wijkner. Parecía un suicidio.

—Ajá.

La respuesta se hacía esperar. Mellberg estallaba de curiosidad.

—Pues le hice la autopsia ayer y no cabe la menor duda de que no puede tratarse de un suicidio. Alguien la mató.

—¡Cojones!

En su excitación, Mellberg volvió a volcar la taza de café y las gotas que aún quedaban en el fondo se derramaron sobre el escritorio. Volvió a recurrir a la camisa, que recibió una nueva serie de manchas.

—¿Cómo lo sabéis? Quiero decir, ¿qué pruebas tenéis de que fue asesinato?

—Puedo enviaros por fax el informe de la autopsia ahora mismo, pero no sé si os enteraréis de algo. Lo que sí puedo hacer es daros en síntesis los hallazgos más importantes. Espera un momento que me ponga las gafas —dijo Pedersen.

Mellberg lo oyó leer murmurando mientras él no se aguantaba la curiosidad por escuchar la información.

—Veamos, aquí lo tenemos. Mujer, treinta y cinco años, buen estado físico general. Pero eso ya lo sabéis. Lleva muerta una semana, aproximadamente, y aun así el cuerpo está en muy buen estado. Sobre todo, gracias a la baja temperatura de la habitación en que se encontró el cuerpo. El hielo que rodeaba la parte inferior del cuerpo también contribuyó a conservarlo.

»Cortes definidos en las arterias de ambas muñecas, practicados con una cuchilla de afeitar que se encontraba en el lugar del hallazgo del cadáver. Y eso fue lo que me hizo sospechar. Ambos cortes tienen exactamente la misma longitud y profundidad, lo que es bastante inusual; incluso me atrevería a decir que inexistente en casos de suicidio. Ya sabes, puesto que somos o diestros o zurdos, las heridas en la muñeca izquierda resultan mucho más precisas y profundas, en el caso de un diestro, que las que se hace en el brazo derecho, cuando se ve obligado a utilizar la mano «mala», por así decirlo. Examiné entonces los dedos de ambas manos y vi confirmada mi sospecha. La hoja de una cuchilla de afeitar es tan afilada que, al usarla, deja en la mayoría de los casos heridas sólo visibles al microscopio. Y Alexandra Wijkner no presentaba ninguna herida de este tipo. Lo que también es indicio de que fue otra persona la que le cortó las venas, probablemente con la intención de que pareciese un suicidio.

Pedersen hizo aquí una pausa, antes de proseguir:

—Mi siguiente duda fue cómo puede nadie conseguir que una persona se preste a tal cosa sin oponer resistencia, duda que despejó el informe toxicológico: la víctima presentaba restos de un fuerte somnífero en sangre.

—Y eso, ¿qué demuestra? ¿Acaso no podría haberse tomado los somníferos ella misma?

—Por supuesto que podría haber sucedido así. Pero, por fortuna, la ciencia moderna ha puesto a disposición de la medicina forense una serie de herramientas y métodos indispensables. Una de esas herramientas es la posibilidad de calcular el tiempo exacto de descomposición de diversos fármacos y sustancias tóxicas. Realizamos la prueba con la sangre de la víctima varias veces, para llegar otras tantas a la misma conclusión: es imposible que Alexandra Wijkner se cortase las venas a sí misma, puesto que para cuando el corazón se detuvo a causa de la abundante pérdida de sangre, ella debía de llevar ya bastante tiempo inconsciente. Por desgracia, no puedo facilitarte datos cronológicos exactos, que no nos ha llevado tan lejos la ciencia, por ahora, pero sí que no cabe la menor duda de que se trata de un asesinato. Espero de verdad que seáis capaces de encargaros de esto. No creo que tengáis muchos asesinatos por esos andurriales, ¿no?

La voz de Pedersen ponía de manifiesto sus dudas, lo que Mellberg interpretó en el acto como una crítica personal.

—Sí, tienes razón, aquí en Tanumshede no tenemos gran experiencia en este tipo de casos. Por suerte, mi destino aquí es provisional; mi plaza está en la policía de Gotemburgo y la larga experiencia que allí acumulé nos ayudará, de forma incuestionable, a hacernos cargo de una investigación de asesinato, aunque sea aquí. Además, será una oportunidad para los policías rurales, que podrán ver cómo se desarrolla el verdadero trabajo policial, de modo que no cuentes con que tardemos mucho en tener el caso resuelto. Recuerda lo que te digo.

Con aquella ostentosa exposición, Mellberg dio por supuesto que le había dejado bien claro al forense Pedersen que no se las estaba viendo con un pardillo. Los médicos siempre andaban dándose importancia. En cualquier caso, Pedersen había terminado su parte del trabajo y ahora le tocaba entrar en escena a un profesional.

—¡Ah, se me olvidaba! —el forense había enmudecido ante la soberbia de que hacía gala el policía, por lo que estuvo a punto de dejar en el tintero dos hallazgos que consideraba importantes—. Alexandra Wijkner estaba embarazada de tres meses y ya había tenido hijos con anterioridad. Ignoro si eso puede ser relevante para la investigación, pero siempre es mejor tener información de sobra, ¿no?

Mellberg respondió con un resoplido y, tras un par de escuetas frases de despedida, dieron por concluida la conversación. Pedersen embargado por la duda de hasta qué punto era competente la persona que iba a perseguir al asesino y Mellberg con reavivado impulso vital y renovada energía. Ya se había efectuado un primer examen del baño inmediatamente después del hallazgo del cadáver; ahora, se ocuparía de que inspeccionasen al milímetro la casa de Alexandra Wijkner.

2

C
alentó un mechón de su cabello entre sus manos. Los diminutos cristales de hielo se derritieron mojando las palmas. Fue lamiendo el agua, con deleite.

Apoyó la mejilla contra el borde de la bañera y sintió cómo el frío le mordía la piel. Era tan hermosa. Allí, flotando en la superficie del hielo.

Los lazos que los unían aún seguían vivos. Nada había cambiado. Nada era diferente. Dos de la misma naturaleza.

Tan sólo con un mínimo esfuerzo podía darle la vuelta a su mano para unir las dos palmas. Trenzó sus dedos con los de ella. La sangre estaba reseca y coagulada y se adhirió en pequeños fragmentos a su piel.

El tiempo jamás había sido importante cuando él estaba a su lado. Años, días o semanas, todo se confundía en una mezcolanza en la que sólo importaba aquello: la palma de ella contra la suya. Por eso había sido tan dolorosa la traición. Ella había hecho que el tiempo recobrase su importancia. Y por eso la sangre jamás volvería a correr cálida por sus venas.

Antes de marcharse, volvió a colocar la mano en suposición original, con sumo cuidado.

No se volvió a mirar.

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