La Prisionera de Roma (16 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

—Puede que tengas razón, pero si cayese todo el norte de Siria en sus manos persas, sus ejércitos envolverían esta provincia siguiendo el curso del Orontes, desde Antioquía hacia Emesa, y luego seguirían hasta Damasco y Bosra. En ese caso Palmira estaría completamente cercada y ya no sería necesario un ataque directo a través del desierto porque caería como un higo maduro. La fortificación de esos castillos en la llanura que rodea Palmira es fundamental. Los que ahora existen deben ser reforzados y construiremos algunos nuevos donde sean necesarios y donde lo requiera la visibilidad. Si queremos estar seguros, hemos de establecer una red de fortines entre Dura Europos y Palmira, ubicados a una distancia de unas veinte millas unos de otros y con torres y atalayas desde las cuales puedan comunicarse de manera ininterrumpida, de modo que si un ejército persa fuera vislumbrado a orillas del Eufrates, en muy poco tiempo esa noticia se conociera en Palmira. Para ello tenemos un sistema eficaz de señales de humo o de fuego con un sencillo código que es capaz de interpretar hasta el soldado más lelo de la última de las legiones.

—Mantener ese sistema de fortalezas y de comunicaciones cuesta mucho dinero.

—Palmira es una ciudad rica, puede permitirse esos gastos —puntualizó Giorgios.

—Cada día cuesta más sostener cuanto necesita para su defensa. De todos modos insistiré ante Odenato para que tenga en cuenta tu proyecto, pero te aseguro que a diario son decenas los que se presentan en el palacio del dux para pedirle algo, y todo cuesta dinero, mucho dinero.

Zabdas expuso el plan de fortificaciones que había propuesto Giorgios ante su señor; el ateniense estaba presente pero se mantuvo en silencio mientras habló el general en jefe. A la reunión también asistían los principales magistrados del Consejo de la ciudad y del Senado.

—Hoy tenemos varios temas urgentes y cruciales que tratar. El primero no admite más demora —afirmó Odenato—. Como sabéis bien, Palmira ha crecido y lo sigue haciendo. En los últimos años han buscado refugio entre nosotros varios centenares de judíos que vivían en Dura Europos y que se vieron obligados a abandonar sus casas ante la destrucción de su ciudad por los persas. A ellos se han sumado algunos comerciantes, artesanos y grupos de cristianos que se sentían perseguidos por las autoridades locales de algunas ciudades del sur de Siria. El aumento de población y el de las caravanas que atraviesan nuestro territorio ha provocado una mayor demanda de agua. Con el sistema de abastecimiento que ahora está en marcha apenas tenemos caudal suficiente para cubrir a diario la que se requiere. He comentado este problema con un ingeniero griego y ha llegado a la conclusión de que es necesario abordar la construcción de un nuevo canal y dos grandes aljibes, además de abrir al menos dos nuevos pozos en la zona de los manantiales.

—¿Ha calculado ese ingeniero cuánto costaría esa obra, señor? —le preguntó uno de los magistrados.

—Sí. Casi un millón de sestercios.

Un murmullo de asombro se extendió entre los asistentes. El portavoz de la influyente corporación de mercaderes de la seda pidió la palabra.

—Nuestra corporación estima que esos gastos deberían ser abonados por el tesoro de la ciudad. Según el último informe que nos presentó el tesorero, hay fondos por más de cinco millones de sestercios. El botín obtenido en la última campaña contra los persas fue muy cuantioso, podría destinarse a esa obra.

En contra de esa opinión, varios magistrados no estaban dispuestos a que el erario público corriera con todos los gastos y propusieron que una parte del coste de las obras, al menos la mitad, fuera sufragada por los comerciantes, pues ellos eran los principales beneficiarios del aumento del tráfico caravanero.

Representantes de los mercaderes y de los magistrados se enzarzaron en una encendida discusión sobre a quién le correspondía pagar las obras, que fue subiendo de tono hasta que Odenato impuso su poderosa voz y conminó a los contendientes a que se callaran.

—Estas obras las pagarán los persas —adujo.

El magistrado de mayor rango entendió que con esas palabras Odenato estaba confirmando que el erario público correría con los gastos.

—Señor, perdona mi intromisión, pero creo que los comerciantes deberían aportar algún dinero a estos trabajos —terció—. El tesoro de la ciudad no está carente de recursos pero debemos mantener un ejército operativo y, para ello necesitamos reservas que garanticen sus pagas; además, se ha presentado el proyecto de construir nuevos castillos y fortines. Si…

—No me has entendido; lo que he querido decir es que saldremos de nuevo en campaña contra Sapor y lo haremos en dos semanas. Con el botín que consigamos en esta nueva ocasión pagaremos esas obras. La construcción de los castillos y atalayas que ha propuesto el general Zabdas a instancia del general Giorgios se sufragará con el botín del año pasado.

Zabdas miró a Giorgios sorprendido. En las últimas semanas Odenato les había ordenado que intensificaran los ejercicios militares y que reclutaran un millar más de mercenarios, pero nada había comentado sobre una inmediata expedición militar. Ambos habían supuesto que se trataba de reforzar las defensas en espera de una contraofensiva persa. Se habían equivocado: Odenato pretendía tomar otra vez la iniciativa.

Zabdas y Giorgios cenaban juntos en la taberna de Tielato. La tarde era cálida, el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y las estrellas todavía no brillaban en el cielo sereno.

Un olor a carne asada aderezada con especias inundaba todo el establecimiento, a cuyas mesas se sentaban ricos mercaderes en tránsito en Palmira, algunos escultores griegos que estaban trabajando en unos nuevos relieves para el templo de Nebo y media docena de altos oficiales del ejército.

Tielato, que a Giorgios le pareció todavía más gordo que cuando lo conoció, contemplaba la buena marcha de su negocio apoyado en el quicio de la puerta de la cocina, de donde continuamente salían sirvientas portando humeantes platos.

—Ese fue el primer tipo que conocí al llegar a Palmira. —Giorgios señaló con un gesto de su cabeza a Tielato.

—Es un tipo repelente, un saco de grasa rancia que sería capaz de cocinar la carne de sus propios hijos y servirla a sus clientes si con ello ganara algunas monedas. Pero las salsas de su cocina son las mejores de todo Oriente, tal vez de todo el Imperio. ¿Has probado esa agridulce que elabora con dátiles, pistachos, miel, varias especias de la India y leche fermentada? Asegura el muy cabrón que la inventó él, pero dudo que un cerdo de ese porte haya sido capaz de idear un condimento tan delicado.

—Sí, la he probado: exquisita, en verdad.

—¿Y también te ofrecería a sus «chicas»? Solo las putas de Tielato son de mayor calidad que sus salsas.

—En aquellos días no tenía ganas de estar con una mujer.

—Hiciste bien, las mujeres no arrastran sino complicaciones.

—¿Por eso no te has casado?

—Nunca tuve oportunidad de hacerlo; el ejército ocupa todo mi tiempo.

—¿No echas de menos una esposa? —le preguntó Giorgios a Zabdas.

—Mi verdadera esposa es Palmira —contestó el general.

—Palmira sólo es una ciudad.

—A ella me debo.

—¿Y en cuanto a las mujeres?

—Dispongo de las que me apetecen y cuando me apetecen. ¿Y tú? Según vuestras costumbres, un griego debe casarse y fundar una familia. A tus años ya deberías haberlo hecho.

—Sí, eso señala nuestra tradición. La familia es esencial en nuestra sociedad, pero no he tenido ocasión de formar una todavía. Mientras estuve destacado en el
limes
del Danubio mi única obsesión era matar bárbaros… En esa época apenas tuve tiempo para pensar en una esposa y, cuando me lo planteé, surgió la posibilidad de alistarme aquí. Espero atesorar el dinero suficiente como para poder comprar una pequeña hacienda, tal vez en la campiña de Atenas o en la llanura de Tesalia, y entonces sí, entonces formaré mi propia familia. Algún día quiero tener hijos y nietos a los que contar cómo vencimos a los persas.

Una mesonera les sirvió una bandeja con dos piernas de cordero asadas y aderezadas con la salsa agridulce, de las que dieron buena cuenta.

—¿Te gusta Zenobia? —Zabdas soltó la pregunta de improviso y desorientó a Giorgios.

—Se trata de una mujer casada…

—Vamos, he observado cómo la miras. Cada vez que aparece, tus ojos se iluminan.

—Es una mujer hermosa.

—Muy hermosa.

—¿A qué hombre no le gustaría una mujer así? ¿Has visto cómo la mira Meonio?

—No me refiero a Meonio, sino a ti.

—Zenobia pertenece a otro hombre, a cuyas órdenes sirvo —Giorgios balbucía al referirse a ella.

—Es la única mujer por la que traicionaría a Palmira; en eso tal vez yo no sea muy diferente a Meonio —se sinceró Zabdas de repente.

—Tú eres muy distinto a ese tipo. Si yo fuera el gobernador de Palmira y el esposo de Zenobia dejaría que las custodiaras sin el menor recelo, porque sé que tu lealtad se halla por encima de tus deseos y de tus ambiciones.

»Pero en cuanto a ese Meonio… Odenato debería andar con cuidado con él. Una mujer puede hacer perder la cabeza de un hombre, y un reino como Palmira es lo que ambiciona un tipo como ése. Si se incluyen Palmira y Zenobia en un mismo lote, la atracción puede ser irrefrenable. En cuanto a ti…

—No te preocupes. Sé que, para mí, Zenobia es tan inalcanzable como esas luminosas estrellas. —Zabdas señaló hacia el cielo; fuera de la posada el sol se había ocultado y comenzaban a intuirse los primeros astros—. Siempre están ahí; noche tras noche vuelven a aparecer en el firmamento oscuro, las podemos observar, admirar, deslumbrarnos por su brillo y su belleza, incluso soñar con poder alcanzarlas, pero jamás serán nuestras. Para mí, Zenobia es una de ellas, la más rutilante y hermosa, pero la más lejana e inaccesible. Lo único que puedo hacer es dar las gracias a los dioses por saber que existen y admirarlas.

Pobre general, pensó Giorgios, un hombre de apariencia tan dura y sobria en el fondo no era sino un desdichado enamorado de aquella hermosa muchacha de dieciséis años a la que jamás podría conseguir.

Tras la cena, en la soledad de sus aposentos en el cuartel general, donde se había trasladado cuando fue nombrado general de los catafractas, Giorgios pensó en Zenobia; intentó recordar cada rasgo de su rostro hermoso y claro, su sonrisa fresca, sus dientes blanquísimos, su pelo negro y brillante, su cuerpo de amazona, aparentemente frágil pero flexible y fuerte, y supo que su corazón también estaba siendo atrapado por aquella mujer inalcanzable.

CAPÍTULO X

Mesopotamia, verano de 262;

1015 de la fundación de Roma

A finales de primavera, justo antes de que las primeras cosechas fueran recolectadas, Odenato lanzó una nueva ofensiva contra los sasánidas. Si la del año anterior fue inesperada, en esta ocasión el ejército persa todavía estaba menos preparado si cabe. Sapor I había pasado todo el invierno refugiado tras las murallas de Ctesifonte, sin mostrar reacción alguna para evitar un segundo ataque de los palmirenos. El que Odenato se hubiera retirado de Ctesifonte el año anterior, sin probar siquiera un intento de asalto a la ciudad, había convencido al soberano sasánida de que la intención del palmireno no era otra que obtener un cuantioso botín. Por ello lo consideró poco más que un bandido, uno de aquellos jefes de las tribus árabes que se dedicaban a organizar partidas de bandoleros con las cuales asaltar pequeñas caravanas o saquear aldeas indefensas.

Pero Sapor se equivocó. Odenato no era un bandido y sus acciones no eran equiparables a las de los ladrones de caravanas. Un bandido se limitaba a saquear, a robar y a escapar corriendo para vivir de su rapiña. Odenato controlaba su ejército y mantenía la administración de miles de personas. Sus antepasados habían convertido una aglomeración de cabañas y tiendas de campesinos, pastores y camelleros en una ciudad magnífica, con sus magistraturas, su hacienda y su gobierno propio. Odenato había obtenido títulos que nadie había ostentado hasta entonces y era el único hombre en todo el Imperio que se codeaba de igual a igual con el emperador de Roma. Al frente de un puñado de palmirenos y con el refuerzo de algunos mercenarios había derrotado al gran emperador de Persia, había destruido sus principales fortalezas en Mesopotamia y había puesto en jaque al vencedor de las siete legiones romanas de Valeriano. No, no era un vulgar bandido sino un gran general, un audaz y valeroso soldado y un habilidoso estratega.

Por consejo de Giorgios, los soldados del ejército palmireno fueron provistos con un equipo de utensilios similar al de los legionarios. Cada soldado debía portar, además de sus armas, un petate en el que cupieran una capa y una manta de lana, un cazo y una sopera para la comida, una cantimplora con agua suficiente para tres días, comida para el mismo período de tiempo y, además, media docena de estacas de madera de seis palmos de largo, una soga de veinte pasos de longitud y un pico y una pala pequeños.

En apenas dos semanas desde que saliera de Palmira, el ejército de Odenato se plantó de nuevo, como el año anterior, en el corazón de Mesopotamia.

Cuando el soberano sasánida se enteró de la nueva cabalgada de Odenato, él mismo se instaló, con algunas de sus esposas, en un campamento que ordenó levantar a unas pocas millas al norte de su capital, dispuesto a hacer frente desde allí a la acometida de los palmirenos. No quería que sus súbditos lo tildaran de cobarde, como ocurriera el año anterior, cuando se refugió en la ciudad y no ofreció combate abierto a Odenato. Sin embargo cometió el error de salir de Ctesifonte antes de que sus generales pudieran desplegar y hacer operativos los regimientos de catafractas.

Gracias a sus espías, Odenato se enteró de que la caballería pesada sasánida seguía acuartelada en Ctesifonte. En cuanto llegaron a la vista del campamento del rey sasánida, ordenó atacar el pabellón de Sapor antes de que los catafractas estuvieran listos para el combate. Los palmirenos cayeron sobre los persas como un huracán. Sapor, que no esperaba el ataque, dispuso en primera línea de combate varios destacamentos de infantería integrados por campesinos inexpertos en la batalla, reclinados a toda prisa y a la fuerza. Apenas sabían combatir, carecían de temple y se arrugaron de miedo cuando vieron aparecer ante sus ojos a los fieros jinetes acorazados que encabezaba Giorgios, cuyo casco estaba adornado con unas garras de águila.

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