La Prisionera de Roma (20 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

—Sabes mucho de ellos para no prestarles importancia —intervino de nuevo Odenato.

—Mi señor, es necesario conocer a los enemigos para combatirlos en igualdad, y te aseguro que los cristianos consideran como enemigos de todos a cuantos no siguen a ciegas sus absurdos dogmas.

—Está claro que no te gustan —constató Zenobia.

—No me gustan todos cuantos desean imponer sus creencias religiosas, ni los que se consideran portadores de la verdad única e inalterable. Si los romanos han logrado construir un imperio tan enorme y mantenerlo unido durante tanto tiempo ha sido, además de por su fuerza militar, por haber permitido que cada uno de los pueblos que han ido conquistando pudiera practicar su propia religión y sus ritos peculiares. Ningún dios ha quedado excluido de los altares de Roma; en el mismo centro de esa ciudad existe un templo circular dedicado a todos los dioses y en él han reservado un ara «al dios desconocido». Lo construyeron para dejar constancia de que admitían a todas las divinidades, del tipo que fueran y vinieran de donde viniesen. No creo que ningún gobierno mundano haya consentido algo semejante jamás.

—Te hemos preguntado por los cristianos porque tenemos un grave problema con uno de ellos —dijo Odenato—. Ya imaginas que las quejas se refieren a Pablo de Samosata.

—Mi esposo aceptó proteger a Pablo y lo designó para ese importante cargo porque admiró que hubiera hombres dispuestos a morir por sus ideas, pero ahora se ha convertido en un estorbo. ¿Qué crees que deberíamos hacer con él?

—Conozco bien el caso, mis señores. Entre la comunidad de los cristianos no todos piensan lo mismo con respecto a sus sagrados dogmas. Las diferencias fundamentales entre ellos estriban en la concepción de la naturaleza de Jesucristo, el rabino judío fundador de la secta.

—En una ocasión, Pablo de Samosata nos confesó a mi esposo y a mí que él creía que Dios era uno solo y no trino, y que consideraba a Cristo como al más excelso de los profetas, pero no como al mismo Dios. Entonces no entendí lo que pretendía explicarme.

—Por eso lo han denunciado la mayoría de sus feligreses de Antioquía, porque consideran que las ideas que defiende Pablo son propias de la peor de las herejías, y que con ellas se aleja del seno de la mayoría de la Iglesia cristiana.

—¿Estimas entonces que deberíamos deponerlo de su cargo como procurador y de su dignidad como patriarca? —le preguntó Odenato.

—Los pocos cristianos que viven aquí, en Palmira, tampoco están de acuerdo con las ideas de Pablo, y me temo que eso puede convertirse en un foco de conflictos —supuso Zenobia.

—En ese caso, yo no me fiaría de Pablo de Samosata y le ordenaría que se abstuviera de promover nuevos enfrentamientos en Antioquía —aconsejó Longino.

Pocos días después, Odenato envió una carta a Pablo de Samosata en la que le ordenaba que tratara de evitar conflictos públicos a causa de su credo religioso, pero lo ratificó como procurador ducenviro porque ejercía el cargo con autoridad y firmeza.

A finales del verano arribaron a Palmira dos grandes caravanas en una misma semana; una procedía del sur, del reino del Yemen, una región feraz y próspera que los romanos denominaban la Arabia Feliz, y otra del este, de la lejanísima China, la región donde se fabricaba el hilo de seda según una técnica que sólo allí se conocía. Hacía mucho tiempo que no entraba en la ciudad una cantidad tan grande de riquezas y productos a la vez.

Los mercaderes procedentes de China, que destacaban por sus ojos tan rasgados que parecían carentes de párpados, su cabello negro y lacio y su piel pálida, de color pajizo, conducían camellos que portaban numerosísimos fardos de los más lujosos tejidos de seda, telas de fina lana y del más delicado lino, sacos cargados de especias aromáticas como clavo y canela, perfumes y esencias embriagadores como sándalo y lavanda, y piedras semipreciosas como jade, ónice y ágata.

Los camellos árabes cargaban cestas de dátiles dulcísimos y almibarados de los oasis del sur de Mesopotamia, que pese a ser territorio sasánida comerciaba con Palmira de manera regular, sacas de cardamomo y pimienta, perlas del mar de Persia, rubíes y diamantes de la India y perfumes de algalia y áloe, y sacos de mirra e incienso; tras ellos, encadenados unos a otros, caminaban recuas de esclavos negros capturados en las misteriosas regiones interiores de las costas africanas del mar índico, al sur del cual decían que se acababa el mundo.

Giorgios fue convocado de inmediato al palacio del
dux.

—General —Odenato señaló al griego una silla de tijera para que se sentara a su lado—, como bien sabes, los almacenes del mercado de Palmira están llenos de los productos más caros y lujosos de la Tierra. Esta ciudad debe su prosperidad, su misma existencia, al comercio de esos productos y al abastecimiento y a los peajes que pagan las caravanas que atraviesan este territorio, de manera que si queremos que Palmira siga siendo un emporio de riqueza debemos asegurarlos convenientemente. Nada aleja más a los comerciantes de su camino y de los negocios que la inseguridad y la duda. Por ello, debemos organizar un sistema de protección de esas ricas mercancías.

—Gracias a los dioses y a tu previsión ya disponemos de unas murallas para defendernos.

—Así es, general, pero las rutas de las caravanas hasta llegar a Palmira siguen siendo vulnerables y los mercaderes están expuestos en el camino a merced de cualquier osada banda de ladrones.

—No podemos levantar muros a lo largo de todas las rutas, mi señor.

—Muros de piedra y argamasa no, pero podemos dejar constancia de que estamos dispuestos a proteger a los mercaderes y a perseguir a los bandidos hasta el último rincón donde se escondan.

—¿Y qué pretendes que haga?

—Quiero enviarte a una misión. Irás hasta Arabia con algunos soldados palmirenos y varios guías para demostrar que defenderemos con nuestra presencia a lo largo de las rutas comerciales hacia el sur a nuestros mercaderes y a los de otras naciones que deseen venir hasta Palmira. Ya no somos una pequeña ciudad de comerciantes, ganaderos y campesinos de oasis. Nos hemos convertido en referencia y ejemplo para medio mundo por nuestras victorias ante los persas; somos admirados y debemos aprovechar que la gente nos contempla para aumentar nuestro prestigio y nuestra riqueza.

—¿A Arabia? ¿Y qué debo hacer en Arabia?

—Recorrerás la ruta de las caravanas hasta Bosra, y de allí, por la calzada que en su día construyeron los legionarios romanos entre Damasco y el Mar Rojo, seguirás hasta Eliat y Petra, la ciudad de los nabateos, desde donde continuarás hacia el sur, hasta las ciudades de Yathrib y La Meca, en la Arabia interior. Elige a una docena de soldados para la expedición; te acompañarán además tres guías caravaneros que conocen bien esos caminos y la ubicación de los pozos de agua. En cada ciudad en la que recales hablarás de las riquezas de Palmira, de nuestra hospitalidad, de nuestra firme voluntad de asegurar las rutas comerciales y de los enormes beneficios que aguardan a quienes acudan a comerciar con nosotros; y, si es posible, acordarás pactos y tratados previamente estipulados.

—Yo no soy un comerciante, mi señor, nada sé de productos, mercancías o negocios.

—No te será necesario, sólo deberás llevar nuestro mensaje a esas ciudades.

—¿Eso es todo? —preguntó Giorgios.

—Sí, eso es todo. A menos que desees romper tu contrato como soldado de Palmira y marcharte de aquí.

—Ya soy un palmireno más. Quedo a tus órdenes, mi señor.

El griego se retiró extrañado. Aquellas órdenes no eran nada concretas y no parecía necesario desplazar a una quincena de hombres a una expedición que tardaría meses en completarse.

Giorgios quiso comentárselo a Zabdas.

El gran general había salido a cazar a las montañas del norte, a las laderas del monte Rujmain, entre los bosquecillos de lentiscos, terebintos y arces en donde en aquellos días abundaban los osos, las gacelas y los jabalíes. A su regreso, Giorgios le explicó los planes de Odenato.

—No sabía nada —respondió el generalísimo de Palmira tras escuchar a su lugarteniente.

—No lo entiendo, general. ¿A qué crees que obedece semejante plan?

—Si Odenato lo hubiera pensado hace algún tiempo, supongo que me lo hubiera comentado… —Zabdas dudó—. No sé, tal vez haya ocurrido algo en mi ausencia que lo haya inclinado a tomar esa determinación. Puede haber sido idea de Zenobia.

—¿Zenobia? ¿Qué tiene que ver ella en todo esto? —le preguntó Giorgios.

—No te había dicho nada porque no le concedí ninguna importancia, pero corren algunos rumores entre los soldados…

—¿Rumores…? ¿Qué quieres decir?

—Algunos soldados vieron que te alejabas a solas con Zenobia el día que celebramos la fiesta de despedida de los mercenarios. Aseguran que os adentrasteis en el palmeral y que lardasteis algún tiempo en regresar.

—Vaya, de eso se trata… ¿Quién te lo ha contado?

—Meonio.

—Sí, es cierto. Yo estaba conversando con un grupo de oficiales de caballería cuando se acercó la señora. Me pidió que la siguiera y nos alejamos un centenar de pasos de allí.

—¿Los dos solos?

—Sí, los dos solos, pero te aseguro que no nos ocultamos.

—¿Y qué ocurrió?

—Nada, absolutamente nada. Hablamos de Atenas y de Palmira, de la belleza de nuestras dos ciudades…

—¿Y después?

—¿Es esto un interrogatorio, general?

—Es la conversación entre dos amigos, Giorgios, tan sólo eso.

—Después hablamos de mi soltería. Le expliqué que mi vida había estado dedicada al ejército y que ni siquiera había tenido tiempo para pensar en el matrimonio.

—Cometiste un error. Los árabes, y Odenato es el más insigne de todos nosotros, entendemos que un hombre no debe entrometerse con una mujer casada.

—Yo no hice otra cosa que acatar la voluntad de Zenobia. Fue ella la que me pidió que la acompañara en ese inocente paseo. Te juro por la memoria de mis padres que no hice nada de lo que deba arrepentirme. Esa mujer es hermosa, muy hermosa, y cualquiera se volvería loco por ella; pero sé respetar la propiedad de otro hombre. Créeme; ya hemos hablado de ello en alguna otra ocasión.

—Procuraré enterarme de qué es lo que ha motivado esta expedición; te mantendré al corriente.

—Gracias, general, yo también te transmitiré cuanto sepa —concluyó Giorgios.

Tal cual Giorgios imaginaba, había sido Meonio quien había planteado a Odenato la conveniencia de enviar una expedición diplomática a Arabia y también fue idea suya que la dirigiera el ateniense. Zabdas informó a Giorgios de la conversación que acababa de mantener con Odenato.

—¿Qué supones que ha motivado esa decisión? —le preguntó Giorgios.

—Creo que Meonio desea alejarte de Palmira, al menos por algún tiempo.

—¿Como represalia? No me cae bien, pero yo no le hecho nada a ese hombre.

—No, como represalia no, más bien como forma de eludir la tentación.

—Yo no…

—Tu tentación no, me refiero a la de Zenobia. Meonio es un tipo sagaz y muy listo. Se ha dado cuenta de cómo te mira cuando coincides con ella en alguna ceremonia. Yo también he percibido esas miradas, porque no lo hace de la misma manera con los demás hombres de Palmira. —Zabdas observó a su alrededor y bajó la voz. Los dos generales caminaban por la gran calle porticada; atardecía pero todavía quedaban algunos mercaderes retrasados recogiendo sus tiendas mientras otros consumían los últimos bocados de sus cenas en los mesones—. Júrame que no dirás nada de esto a nadie, júramelo por todos los dioses de tu Olimpo.

—Lo juro.

—Escucha entonces y cree cuanto te digo: Zenobia no eligió a Odenato como esposo. Fue él quien se prendó de ella cuando ésta era todavía una adolescente. Odenato la tomó como segunda esposa pero la convirtió en la principal y obligó a la primera, la madre de su primogénito y heredero Hairam, a exiliarse de Palmira y a recluirse en una perdida aldea cerca de Damasco. Odenato podría disponer de un harén con las más bellas mujeres de Oriente, pero desde que se casó vive apasionado con su joven esposa, que lo tiene absolutamente obnubilado y rendido. Para ello, Zenobia utiliza a su conveniencia los delicados atributos que los dioses han otorgado a las mujeres.

—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Giorgios.

—La seguridad de esta ciudad depende de mí, y Odenato es el primero al que debo proteger. Estoy al corriente de cuanto le sucede; dispongo de informadores en cada rincón del palacio, donde nada ocurre sin que yo me entere de inmediato. Zenobia no se entrega a svi esposo todas las noches, ni siquiera aquellas en las que él la requiere, que son casi todas. La señora administra sus dosis de amor con preciso cálculo. Así, deja a Odenato dos y hasta tres semanas sin acostarse con ella y sólo cuando ella lo desea le permite poseerla. Pero luego vuelve a mantenerlo en abstinencia de su cuerpo durante varios días de nuevo, con lo cual controla los deseos y la voluntad de su esposo a su antojo. Una de sus criadas me confesó que Zenobia suele aguardar a que pase el período de la menstruación y entonces copulan un par de días seguidos, tres o cuatro a lo sumo, y sólo durante aquellos en los que es más fértil y propensa a quedarse encinta. Con esa actitud da la impresión de que sólo desea de Odenato que la deje preñada.

—Ese comportamiento resulta extraño en una mujer tan hermosa y que debe sentirse tan deseada por tantos hombres.

—Pues así es. Sus doncellas la califican como una mujer extremadamente casta, a la que no le atrae el sexo. Uno de los eunucos de servicio en palacio me ha confesado que de no haber sido por Odenato y su matrimonio, probablemente Zenobia se hubiera mantenido virgen, como esas jóvenes sacerdotisas que dicen que se consagran a la diosa Vesta en Roma. Al parecer, no siente deseos carnales hacia los hombres… o al menos no los sentía hasta ahora.

—¿A qué te refieres?

—A tu presencia, estúpido. Desde que estás aquí su comportamiento ha cambiado. Está más hermosa, más radiante si cabe, pero a la vez sus ojos rezuman una melancolía como jamás antes habían mostrado. Ella era fría y distante, pero desde que te conoce su mirada se ha tornado más cálida, más humana. Además, vuelve a estar embarazada; porta en su vientre el tercer hijo que le dará a Odenato este invierno.

—Pero si hace unas pocas semanas que acaba de parir a su segundo retoño.

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