La Prisionera de Roma (24 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

—Dices que ha derrotado con sus argumentos a esos teólogos llegados a Antioquía desde otras ciudades —terció Zenobia.

—Con suma facilidad, mi señora. Yo mismo asistí a los debates que tuvieron lugar en un sínodo celebrado en el templo donde se reúnen, al que llaman
ecclesia
. —El delegado pronunció esta palabra en griego—. Un tal Firmiliano, obispo, creo, de Cesarea y hombre que goza de mucho prestigio entre ellos, intentó rebatir la tesis de Pablo de que Jesús no fue Dios, ni tan siquiera hijo de Dios, sino un hombre extraordinario pero sólo un hombre, y éste le respondió con tal contundencia que hasta sus más iracundos detractores dudaron sobre si no tendría razón. Incluso Himeneo, a quien los cristianos de Siria consideran investido de la máxima autoridad teológica, pues no en vano es patriarca de Jerusalén, fue derrotado por Pablo en cada uno de sus envites dialécticos.

—¿De qué acusaron esos clérigos cristianos a Pablo? —preguntó Zenobia.

—Heleno de Tarso, un hombre tan vehemente y locuaz como poco inteligente, le reprochó que explicara en sus sermones cosas de Jesucristo contrarias a las enseñanzas de los auténticos cristianos. Y Gregorio Taumaturgo, un obispo a quien consideran santo en vida, acusó a Pablo de insultar a Jesús al considerarlo un ser de naturaleza ordinaria y humana y no divina.

—¿Y qué les replicó el patriarca Pablo? —Zenobia parecía interesada en el debate.

—En un discurso brillante, documentado con decenas de citas pero emotivo a la vez, rebatió una a una las acusaciones que se le imputaban; acusó a la jerarquía episcopal de haber destruido algunos de esos textos porque no eran conformes a los postulados de los más ortodoxos, y de seguir a ciegas las enseñanzas erróneas de Pablo de Tarso. Citó de memoria algunos, rechazados y censurados por sus opositores, a los que tildó de hipócritas, falsarios y manipuladores de la verdad. Continuó afirmando que en el único y verdadero Dios sólo puede existir una única persona, pues es la unicidad lo que constituye la esencia divina. Luego afirmó que Jesús fue un hombre, aunque engendrado por obra del Espíritu Divino en el vientre de María, una mujer mortal, y que, por tanto, en Jesús habitó el Logos, es decir, la sabiduría de Dios, pero no fue Dios mismo.

—Pero si fue el mismo Dios quien preñó a María, su hijo sería hijo de Dios…

—Eso aseguran los defensores de la ortodoxia cristiana, mi señora, pero Pablo de Samosata arremetió contra ese aserto asegurando que Jesús fue concebido de una manera impersonal.

—¿Y cómo explicó esa aseveración?

—Aseguró que fue el Logos, o el Verbo, quien se apoderó del cuerpo humano de Jesús a través de una fuerza divina que Pablo denominó
dinamis
—el enviado de Odenato, que estaba hablando en palmireno, pronunció esta palabra en griego—, y que fue esa energía celestial la que se introdujo en Jesús y lo impulsó a cumplir su misión en el mundo como Redentor, así lo llaman los cristianos, de todo el género humano. De este modo, Jesús fue elevado en dignidad por encima de todos los demás profetas y de todos los hombres, pero no fue Dios, porque esa unión del Logos con Cristo, el Ungido, como también lo llaman los cristianos, fue de carácter externo.

—¿Y en cuanto a los milagros? ¿Cómo justifica Pablo que Jesucristo, si no era Dios, resucitara a los muertos, como dicen que hizo en alguna ocasión?

—Eso también lo evidenció el patriarca de Antioquía. Lo aclaró explicando que cuando Jesús fue bautizado en el río Jordán por su pariente Juan, otro de los innumerables santones a los que veneran los cristianos, alcanzó la perfección moral y Dios le confirió el poder de hacer milagros y de redimir de sus pecados al género humano; así es como podría cumplir su misión en la tierra. Y aquí, Pablo de Samosata refirió algo que no entendí bien. Aseguró que tras su pasión y muerte, Jesús se había convertido en juez de vivos y muertos y se había unido con Dios, pero no de forma personal, sino sustancial, de modo que, por ello, sí podía ser designado como Dios desde el momento de su sacrificio, aunque antes de su muerte no lo fuera.

—Eso es difícil de comprender hasta para los más reputados teólogos. ¿Cómo acabó aquello? —Zenobia se mostraba casa vez más interesada en tanto Odenato comenzaba a aburrirse ante el pormenorizado relato sobre aquel debate.

—Pablo culminó su intervención explicando que Jesús había sido predestinado por Dios y anunciado a los profetas. Fue Dios quien lo eligió y quien le insufló esa fuerza vital o
dinamis
. Por ello, aunque Jesús no fue Dios por naturaleza, tras su martirio sí alcanzó una especie de grado divino a causa de su virtud.

—Por lo que respecta a la función política que ejerce Pablo, ¿tienes alguna queja? —preguntó Odenato a su legado.

—He podido comprobar que es cierto que se comporta de modo altanero en el ejercicio de su cargo y se muestra encantado con los símbolos de su poder como procurador
ducenviro
, pero administra bien sus competencias en la ciudad de Antioquía, consigue recaudar abundantes tributos y goza de gran influencia entre los que no son cristianos. Cumple con sus funciones y es fiel a Palmira y a tu persona, mi señor.

—En ese caso, Pablo de Samosata seguirá ejerciendo su cargo —dispuso Odenato ante la mirada complacida de Zenobia.

CAPÍTULO XIV

Palmira, primavera de 265;

1018 de la fundación de Roma

Transcurrieron un otoño y un invierno lentos y cálidos y llegó la primavera; en las primeras semanas el calor fue tan elevado que las calles de Palmira estaban desiertas en las horas de mayor insolación, pues las piedras abrasaban calentadas por un sol inmisericorde, como si se tratara del más tórrido de los estíos. Los magistrados de la ciudad ordenaron que las hojas de palma con las que se alfombraban las vías principales para cubrir la tierra y evitar que se levantara polvo fueran regadas al menos tres veces cada día con abundante agua, para mitigar con ello la elevada temperatura.

Palmira no desmerecía en monumentalidad a otras grandes ciudades de Siria como Damasco, Bosra o Apamea, pero, a diferencia de ellas, las calzadas centrales de sus calles eran de tierra. La gran avenida central de Bosra, la vía augusta de Damasco o el larguísimo cardo máximo de Apamea estaban pavimentados con enormes losas de basalto o de caliza y su limpieza era fácil de ejecutar. Las calles sin pavimentar de Palmira se alfombraban periódicamente con hojas de palmera recién cortadas, que cubrían la tierra pisada a modo de una alfombra vegetal siempre verde. Cuando se secaban y se tornaban amarillentas o cuando acumulaban suciedad procedente de los seres humanos o de las deposiciones de las numerosas bestias de carga que las atravesaban, unos operarios a sueldo de la ciudad recogían los desechos en unas carretas a la vez que reponían una nueva cobertura de hojas de palma verdes y frescas. Lo que se retiraba se transportaba a una explanada en las afueras de la ciudad, donde se dejaba secar por completo para ser utilizado como combustible para calentar el agua de los baños o para alimentar las fraguas de los talleres, los hornos de pan y las cocinas domésticas.

Aquella primavera la frontera con Persia se mantenía tranquila, y las caravanas habían circulado con fluidez por Palmira durante todo el otoño y el invierno anteriores. Entre tanto, el emperador Galieno parecía ganar terreno a los rivales que pretendían disputarle el trono, de modo que Giorgios pudo descansar unas semanas antes de volver a su puesto en el ejército. Aprovechando aquella calma y con un permiso militar en su bolsa, decidió visitar Damasco y allí pasó algunos días en los que no hizo otra cosa que descansar en sus magníficos baños y recorrer sus afamados burdeles para copular con cuantas prostitutas pudo. Cualquier excusa era buena si con ello podía olvidar, siquiera por un momento, a Zenobia, cuya hermosa figura volvía una y otra vez a su pensamiento hasta provocarle un verdadero tormento. Seguía sin saber si aquello significaba el verdadero amor entre un hombre y una mujer o se trataba de una atracción carnal irresistible; pero fuera lo que fuese aquella comezón que lo angustiaba, Afrodita y Eros, los dioses griegos del amor, estaban siendo muy crueles con él.

A su regreso a Palmira a comienzos de la primavera, Zabilas informó a Giorgios de que Odenato había ordenado preparar una nueva campaña militar contra Persia. Las arcas del tesoro de la ciudad rebosaban de oro y de plata y con una parte de lo que contenían se podía costear la formación de un nuevo ejército. Algunos espías destacados en Ctesifonte habían informado que Sapor I se había planteado contraatacar para vengarse de los palmirenos y como única manera de demostrar a su pueblo que no temía a Odenato y que su victoria sobre Valeriano, cuyo paradero en Persia permanecía desconocido a pesar de las decenas de espías romanos y palmirenos que lo buscaban por todas partes, no había sido una afortunada casualidad. El todopoderoso rey de reyes, señor de un centenar de pueblos y naciones, había sido humillado por un vulgar sicario a sueldo de Roma y no estaba dispuesto a seguir siendo el hazmerreír de sus súbditos, algunos de los cuales ya lo cuestionaban en secreto como soberano.

—En los próximos días comenzaremos el reclutamiento de nuevos soldados. Odenato ha impartido las órdenes oportunas para que los veteranos de las campañas anteriores se incorporen al ejército. Además quiere aumentar los efectivos casi hasta el doble; en esta nueva ocasión seremos veinte mil —le explicaba Zabdas a Giorgios.

—Eso son dos legiones completas; pero ni siquiera bien manejadas suponen una fuerza suficiente como para ocupar Ctesifonte.

—No es ésa su intención. De momento debemos ocuparnos de formar un nuevo ejército más eficaz si cabe que los dos anteriores.

Durante varias semanas acudieron a la llamada de Palmira centenares de mercenarios para alistarse. A los ya veteranos se unieron nuevos guerreros procedentes de las montañas del Líbano, de los altiplanos del interior de Anatolia y de las tierras quebradas de Armenia. También se alistaron varios escuadrones de caballería ligera procedentes de las tribus beduinas del norte de Arabia.

Los armenios estaban mandados por un formidable guerrero, altísimo y fornido, de músculos duros forjados como láminas de acero. Se llamaba Kitot y en otro tiempo había sido un afamado gladiador, vencedor en cuantos combates había participado. Gracias a sus victorias en la arena había conseguido la libertad y había regresado, ya libre, a su aldea natal, donde había comprado unas tierras. Pero Kitot no era un campesino ni le interesaba la monótona vida que marcaba el ritmo de las cosechas y de las estaciones. Al enterarse de que en Palmira necesitaban hombres para la guerra y de que se podía conseguir dinero abundante por ello, no lo dudó: convenció a varios vecinos de su aldea y de otras de su región y partió al frente de ellos hacia el sur para enrolarse en el ejército palmireno.

Zabdas, Giorgios y Hairam observaban el primer entrenamiento de los mercenarios recién llegados en la amplia palestra habilitada en el exterior de la puerta norte. El primogénito de Odenato no se separaba un momento de Giorgios y se mostraba atento a todos los consejos e indicaciones que el griego daba a sus hombres. Meonio, que merodeaba por allí como un hurón al acecho, se mantenía algo alejado, en posición indolente, intentando disimular su resquemor porque su sobrino Hairam prefería la compañía de Giorgios a la suya.

A lo largo del amplio campo de maniobras había desplegados más de tres mil hombres que practicaban con espadas de madera y escudos los golpes, fintas y defensas que los instructores iban marcando.

Giorgios no tardó en fijarse en la figura imponente de Kitot. El armenio destacaba por su enorme altura: sobrepasaba al menos en una cabeza al más alto de los mercenarios, y por el poderío de sus brazos parecía el mismísimo Hércules. Usaba la espada como si fuera una maza y golpeaba con tal fuerza sobre los escudos de sus oponentes que a cada golpe provocaba que su pareja en el combate doblara la rodilla.

—¿Has visto cómo lucha ese hombre? —preguntó Giorgios a Zabdas.

—¿Te refieres al gigante? He preguntado por él y sé que es armenio. Ha sido gladiador, invicto en más de un centenar de combates.

—Observa: maneja la espada como si se tratara de un martillo o un hacha. Es una técnica que he visto utilizar a algunos gladiadores: consiste en lanzar golpes de arriba abajo para que un oponente mantenga la guardia alta y después, al menor síntoma de flaqueza, atacar por los flancos con una finta lateral. Si se ejecuta bien y se mantiene la guardia centrada, casi nunca falla.

—¿Podrías enseñarme esa técnica? —preguntó Hairam.

—Tal vez lo pueda hacer ese gigante; por lo que veo, la ejecuta mucho mejor que yo. Vamos a verlo.

—Yo os dejo; nos veremos en el almuerzo —les dijo Zabdas, que siguió adelante inspeccionando los ejercicios militares.

Giorgios y Hairam se acercaron hasta el armenio, que acababa de derribar a un contrincante muy poderoso pero que a su lado parecía un alfeñique.

—¿Eres tú el gladiador armenio? —le preguntó Giorgios.

—¿Quién lo quiere saber?

—Mi nombre es Giorgios de Atenas y soy tu general. Me acompaña Hairam, el heredero del trono de Palmira.

—Sí, soy Kitot —bramó el gigante.

—Te he visto luchar y he comprobado que dominas varias técnicas de esgrima.

—En mi anterior trabajo o combatías bien o estabas muerto.

—En ese caso, si continúas vivo es que eres muy bueno.

—El mejor. ¿Deseas comprobarlo?

Kitot avanzó su brazo derecho y apuntó a Giorgios con la punta de su espada de madera en una clara señal de reto. Los hombres que los rodeaban miraron expectantes a su general. Giorgios comprendió que no tenía otro remedio que aceptar.

—Vamos a ver si luchas tan bien como presumes —dijo mientras desmontaba del caballo.

Giorgios cogió una espada y un escudo de entrenamiento y se dispuso a enfrentarse a Kitot. Los que estaban más cerca abandonaron sus ejercicios y formaron un corro alrededor de la pareja de formidables luchadores.

El armenio, confiado en su imponente altura y en su enorme fuerza, lanzó un poderoso golpe de arriba abajo, intentando desarbolar la guardia alta de Giorgios, que esperaba ese ataque. El impacto de la espada de madera de Kitot con el escudo del ateniense fue tremendo y el griego se tambaleó al recibir en su brazo izquierdo todo el poder de su oponente. Enseguida se dio cuenta de que sólo podría vencer a Kitot mediante la astucia, pues aquel primer golpe fue tan contundente que le dejó el brazo y el hombro doloridos.

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