La Prisionera de Roma (66 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

Decidió pasar el invierno en los puertos de Bitinia y preparar desde allí la marcha sobre Palmira. No cesó de enviar correos y embajadores a todos los gobernadores de las provincias de Asia Menor prometiéndoles que si se ponían del lado de Roma les serían perdonados todos sus desvaríos de sumisión a Palmira y conservarían sus riquezas y su rango.

Julio Placidiano, que ocupaba el cargo de prefecto de los
vigiles perfectissime
, el cuerpo policial encargado de la seguridad y el orden en las calles de Roma, fue nombrado prefecto del pretorio por Aureliano y lo colocó al frente de las seis cohortes pretorianas. Durante todo aquel invierno, el emperador no cesó de arengar a las tropas. Se movía de campamento en campamento, siempre escoltado por medio centenar de pretorianos, los más fornidos de esa guardia de elite, prometiendo a los legionarios que los que combatieran con mayor fiereza y arrojo serían promovidos tras la victoria sobre Palmira a ocupar un puesto en la guardia pretoriana en Roma, donde la paga duplicaba a la de un legionario.

Mientras aguardaban pacientes a que transcurrieran las semanas más frías del invierno y los caminos hacia el sur de Anatolia quedaran despejados de nieves y de hielos, los soldados romanos se ejercitaban en improvisadas palestras, mantenían su equipo y armas en buen estado y celebraban ofrendas a los dioses. Una vez a la semana, al amanecer del día dedicado al Sol, se sacrificaba un toro en cada uno de los campamentos, cuya carne era asada en grandes espetones y repartida a los legionarios.

En los altares de los templos de las ciudades de Bitinia se ofrendaban coronas de flores y de láudano y se quemaba incienso y mirra en honor a los dioses. Sacerdotisas vestidas al estilo de las doncellas atenienses de las fiestas de las Panateneas danzaban como peonzas al son de cítaras y rabeles, excitadas por los vapores del incienso y por brebajes que los sacerdotes preparaban a base de destilar licores de hierbas que las hacían sumirse en un vertiginoso trance.

Para mantener a los caballos y a sus jinetes en forma se organizaban carreras en las que los vencedores eran coronados con diademas de laurel y paseados en alzas como si se tratara de verdaderos campeones olímpicos.

Palmira, principios de 272;

1025 de la fundación de Roma

Sesenta mil hombres se pusieron en camino hacia Palmira. Impaciente por iniciar la marcha, Aureliano ni siquiera esperó a que se atemperaran los rigores del invierno. A comienzos del nuevo año, en cuanto los días comenzaron a alargarse, dio la orden de avanzar hacia Capadocia. Todas las unidades en las que se había dividido el ejército convergieron desde Bizancio, Heraclea, Amastris y Amisus hacia el centro de Asia Menor. Debían agruparse en la orilla oriental del lago Tuz para desde allí marchar juntas hacia Palmira.

—Se han concentrado en las llanuras al oeste de Cesarea de Capadocia y desde allí avanzarán por la calzada real hacia la ciudad de Tiana; luego atravesarán las montañas del Tauro y se dirigirán hacia Antioquía; nos atacarán desde el noroeste. —Zabdas acababa de recibir la información de los movimientos del ejército de Aureliano e informaba a Zenobia de la situación ante un plano de la región.

—¿Han encontrado alguna oposición por parte de nuestros aliados en Anatolia?

—De momento, ninguna.

—¿Qué propones?

—Mantener nuestros planes, acudir a su encuentro y esperarlo al norte de Antioquía. En las orillas del Orontes, cerca de la pequeña ciudad de Immas, existe una vaguada estrecha y larga por la que necesariamente tendrán que pasar. Allí nuestra caballería pesada puede maniobrar sin ofrecer un frente demasiado amplio. Si los sorprendemos, podemos corlarles el paso y vencerlos.

—¿Son más de los que habíais calculado? —demandó Zenobia.

—Sí, mi reina. Aureliano dirige a sesenta mil soldados; entre ellos a cinco mil pretorianos.

—¿Pretorianos?

—Son los soldados de elite de su ejército. Se trata de las tropas que defienden la ciudad, pero Aureliano ha decidido que dos tercios de esas tropas se incorporen a esta campaña. Se caracterizan por su furia en el combate y su lealtad al emperador, aunque en ocasiones ha sido este cuerpo del ejército el que ha depuesto o nombrado emperadores por su cuenta. Tal es su poder.

—Y nosotros, ¿de cuántos soldados disponemos?

—Con las nuevas incorporaciones, de nueve mil infantes, la mayoría veteranos de las guerras con Persia y nuevos voluntarios palmirenos, algunos legionarios romanos renegados, mercenarios armenios y auxiliares árabes, además de casi cuatro mil catafractas, tres mil jinetes ligeros y cuatro mil arqueros.

En ese momento entró Giorgios en la estancia.

—Mi señora, general, uno de nuestros espías acaba de comunicarnos que Aureliano ha ocupado la ciudad de Tiana.

—¿Ya está ahí? ¿La ha destruido?

—No. Al parecer, un sabio y venerable anciano llamado Apolonio, hombre de gran prestigio y autoridad entre los suyos, lo ha convencido para que permita que la ciudad siga existiendo. Según se cuenta, el emperador estaba planeando arrasar Tiana porque sus habitantes habían decidido no abrirle las puertas.

—¿Entonces…? —se sorprendió Zenobia.

—Ha habido un traidor, un tipo llamado Heraclamón…

—Maldito canalla; era nuestro gobernador allí —explicó Zabdas—. Kitot me dijo que ese individuo se cagó de miedo cuando le pidió que ratificara su lealtad a Palmira y que juró que sería fiel y que lucharía a nuestro lado hasta derramar su última gota de sangre.

—Pues se ha puesto de inmediato al servicio de Aureliano y ha preparado el plan para rendir la ciudad. Junto a sus murallas se alza un monte desde el cual puede verse todo el interior del caserío, y a él se subió Aureliano vestido con la clámide púrpura imperial para que todos los habitantes lo vieran como si hubiera ganado la batalla decisiva. Entonces, los legionarios atacaron las murallas, el traidor les dijo a sus conciudadanos que los romanos ya estaban dentro de la ciudad y éstos, atemorizados, se entregaron.

—¿Así de fácil? —se extrañó Zabdas.

—Aureliano había anunciado que si se veía obligado a tomar la ciudad al asalto no dejaría ni un perro vivo. Aquella amenaza debió de asustar a los daneses y se rindieron.

—Dices que la salvó Apolonio.

—Sí. El viejo filósofo, el hombre más influyente y prestigioso de su ciudad, se presentó ante Aureliano y le pidió que no la destruyera. Se plantó a la puerta de su tienda y le dijo que si quería vencer en esta guerra no debía derramar sangre inocente, y si quería vivir con honor debería actuar con clemencia. Algunos de los consejeros imperiales le recordaron su promesa de no dejar vivo ni un perro y entonces el emperador ordenó matar a todos los perros que se encontraran en las calles pero perdonar la vida a los hombres.

—¿Y qué ha ocurrido con Heraclamón? —se interesó Zenobia.

—Los soldados romanos querían saquear Tiana, pero Aureliano, a instancias de Apolonio, lo impidió. A cambio dejó que ejecutaran al gobernador, alegando que no se podía fiar de un traidor que había vendido a su pueblo. Después repartió sus bienes entre sus hijos para que nadie lo acusara de matar a un rico para quedarse con sus posesiones. Ha prometido inmunidad a todos los que sean fieles a Roma; así es como se ha ganado a las gentes de Capadocia y de Cilicia.

—Aureliano ha mostrado dos de sus principales rasgos como soberano: ha sido severo y benigno a la vez. La clemencia es, según el filósofo romano Séneca, una de las principales virtudes que ha de tener todo buen príncipe —comentó Giorgios.

—El avance de los romanos está siendo mucho más rápido de lo que suponía —dijo Zabdas.

—Saldremos de inmediato hacia Antioquía —anunció Zenobia—; yo misma encabezaré las tropas.

—No puedes hacerlo, señora; es muy peligroso —intervino Giorgios.

—Claro que puedo: soy la reina.

CAPÍTULO XXXVI

Valle del Chontes, norte de Siria, principios de primavera de 272;

1025 de la fundación de Roma

El sol lucía brillante pero el aire era fresco. Un viento frío del septentrión barría el desierto al norte de Siria y levantaba remolinos de polvo ocre al paso del ejército palmireno, que avanzaba presto a enfrentarse con las legiones romanas de Aureliano.

Zenobia encabezaba la marcha. Vestida con su coraza de metal dorado y su casco con las plumas rojas de halcón parecía una amazona legendaria al frente de un ejército invencible. Los exploradores enviados por delante iban informando del avance de Aureliano. El emperador había atravesado sin oposición las montañas del Tauro a finales del invierno y había entrado victorioso en la ciudad de Tarso, la capital de la provincia de Cilicia, cuyos magistrados, enterados de lo que había hecho en Tiana, la habían entregado sin resistencia.

Los palmirenos salieron del desierto y alcanzaron el valle del Orontes, que se abría hacia el norte recorrido por la calzada romana enlosada que unía Damasco con Alejandría. En aquellos primeros días de primavera el valle semejaba una ancha y verde cinta rodeada de colinas ocres y grises.

Por fin dejaron el valle evitando la gran curva en la que el río cambia de dirección para tomar rumbo sur y alcanzaron la ciudad de Antioquía, que no había logrado recuperar el esplendor que tuviera antes de que fuera saqueada catorce años atrás por el ejército de Sapor. El ejército palmireno acampó a orillas del Orontes, a tres millas de la ciudad.

—Ni los magistrados ni los habitantes de Antioquía, antaño tan opulenta, parecen entusiasmados con nuestra presencia. Nadie diría que hace unos años este mismo ejército los libró de nuevos saqueos y matanzas al derrotar a los persas y mantenerlos a raya en Mesopotamia —lamentó Zabdas.

—La memoria de la gente es flaca y lo que no interesa se olvida demasiado pronto. Los rostros de esos hombres reflejan el desasosiego de la incertidumbre —comentó Giorgios.

Los dos generales conversaban con sendas copas de vino rojo en la mano cuando apareció Zenobia.

—Salimos de inmediato hacia el norte. Los ojeadores han atisbado a la vanguardia del ejército romano en la gran curva del Orontes.

—¡Eso está a menos de treinta millas de aquí! —exclamó Zabdas sorprendido.

—A una jornada de marcha; si partimos ahora mismo los alcanzaremos mañana antes del atardecer. —Zenobia parecía como iluminada.

—Deberíamos estudiar la situación, mi reina. Parte de nuestras tropas de infantería todavía se encuentra a dos días de aquí y los arqueros deberían conocer el terreno…

—Lo conocen de sobra. Vamos, no hay tiempo que perder. Debemos detenerlos antes de que crucen el río.

—Pero mi reina, no tenemos un plan de batalla y no podemos hacerlo sin conocer cuántos hombres forman la vanguardia romana. —Zabdas hablaba en vano, pues Zenobia había decidido actuar.

La reina se retiró a descansar antes de emprender la marcha hacia el norte; Zabdas y Giorgios se quedaron solos.

—Nos estamos precipitando —comentó Zabdas apesadumbrado.

—Tiene miedo. La reina tiene miedo por primera vez en su vida o al menos desde que la conozco. Desea ocultarlo tomando decisiones que parezcan valerosas e intrépidas a los ojos de los demás, pero está temerosa, y en esas condiciones no se pueden adoptar las medidas más adecuadas para solventar tan graves problemas como los que se avecinan.

—Habla con ella.

—No me hará ningún caso.

—Eres el único que en estos momentos puede lograr que recapacite.

—Yo siempre le he dicho que cumpliría sus órdenes y hasta el más nimio de sus deseos. Nunca le he dado ningún consejo. Si lo hago ahora, recelará de mí y puede ser contraproducente.

—Inténtalo.

—De acuerdo, pero será inútil.

Giorgios se dirigió hacia el pabellón de la reina y solicitó verla. Tuvo que esperar un buen rato, pero al fin le permitieron entrar.

Zenobia estaba vestida con su equipo de combate. Sentada en una silla de tijera, sostenía sobre sus rodillas su casco de guerra mientras una esclava le cepillaba la melena de cabello brillante como el azabache pulido. Sus ojos negros refulgían con su característica luz interior, pero su mirada vagaba como perdida en un abismo insondable.

—Mi señora. —Giorgios hincó la rodilla en tierra y agachó la cabeza.

—¿Qué deseas, general?

—Nunca te he pedido nada, pero en esta ocasión debo hacerlo.

—¿Y bien?

—Creo que no es conveniente salir de manera tan precipitada al encuentro con los romanos.

—¿Por qué dices eso?

—Porque no sabemos cuál es su táctica de combate ni cómo han desplegado sus tropas, ni siquiera cuántos efectivos forman su vanguardia. Se nos han adelantado y han ocupado las posiciones donde deberíamos haber estado nosotros hace una semana. Es necesario trazar un nuevo plan de combate.

—No podemos esperar más. Tú mismo lo has dicho: por no salir antes a su encuentro se nos han adelantado. Debimos detenerlos en Tiana, pero les hemos dejado avanzar hasta las puertas de Antioquía. No deben seguir adelante. Los pararemos en Immas; de ahí no deben pasar. Si los vencemos ahora, los ciudadanos de Antioquía sabrán a quién deben obedecer; si dejamos que sigan progresando hasta nuestras narices, toda Siria dudará de nuestra determinación, y eso es lo peor que le puede ocurrir a un soberano.

—Mi reina…

—Puedes retirarte.

—Es un error salir al encuentro de Aureliano sin tener un plan de combate y sin conocer las intenciones del enemigo —insistió Giorgios.

Zenobia cogió el casco, se levantó de la silla y ordenó a la esclava que se retirara.

—Que te haya permitido compartir mi cama en algunas ocasiones no te autoriza a cuestionar mis órdenes. Si no tienes algo mejor que ofrecerme, sal de inmediato y prepara el ejército para el combate. Mañana nos espera una dura batalla.

—Sabes que en ella moriré por ti si es necesario, pero…

Zenobia dio dos pasos y selló la boca de Giorgios con un beso.

—Calla. Lo último que deseo es que mueras. Pero no tengo más remedio que acudir al encuentro de mi destino.

Cerca de Immas, en la gran curva del río Orontes, primavera de
272
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1025 de la fundación de Roma

Dos mil catafractas, dos mil jinetes ligeros, tres mil infantes y dos mil arqueros partieron de Antioquía a medianoche, a toda prisa, siguiendo aguas arriba la corriente del Orontes.

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