—Lo necesitaremos en la batalla.
—Estará dispuesto.
—¿Hay noticias de Egipto?
—No, pero estoy seguro de que Anofles no ofrecerá resistencia a los romanos y, si necesita un chivo expiatorio, entregará la cabeza de Timagenes, porque Firmo es demasiado listo como para asumir culpa alguna. Imagino que ese desdichado general será el que cargue con todo el castigo.
Y así fue. El ejército enviado por Aureliano para recuperar Egipto se presentó en Alejandría y Teodoro Anofles salió a recibir a los legionarios como a los libertadores del yugo de Palmira. Firmo, por su parte, sobornó con una cuantiosa cantidad a los oficiales romanos para que no se cuestionara su lealtad a Roma. Timagenes, acusado por sus propios hombres de haber traicionado al Imperio, fue ejecutado y clavado en una cruz en las afueras de Alejandría y sus restos los devoraron las alimañas. Anofles siguió al frente del templo de Apis y se encargó de celebrar sacrificios en honor de Aureliano, que fue venerado como un nuevo dios de Egipto.
Aquella noche era propicia para una emboscada. Los espías de Palmira que controlaban la marcha del ejército romano a través del desierto habían informado de que varias cohortes de legionarios estaban asediando un poblado fortificado ubicado en lo alto de un cerro en el camino entre Emesa y Palmira.
Los romanos habían requerido a los defensores que se rindieran y que reconocieran la autoridad de Aureliano, pero los del pueblo les habían respondido que su única soberana era Zenobia y que no tenían intención de entregar aquella fortaleza.
Giorgios salió de Palmira al frente de un escuadrón de caballería ligera con el que había planeado atacar a los romanos de noche, mientras se mostraban confiados en el asedio de la fortaleza.
En cuanto los oteadores le describieron cómo se habían instalado los romanos en su campamento, Giorgios reunió a sus hombres y les comentó su plan.
—Caeremos sobre ellos por sorpresa en mitad de la noche. Los romanos están convencidos de que nos hemos refugiado en Palmira, de cuyas murallas no osaremos salir. Si no me equivoco, estarán atentos al poblado sitiado, pero no esperarán que se produzca un ataque desde el exterior, pues nos imaginan muertos de miedo tras sus murallas.
»Tendremos que obrar en sigilo y con la mayor precisión si queremos darles un buen escarmiento: llegar por sorpresa, golpear con contundencia y retirarnos deprisa entre las sombras.
Eran cincuenta de los mejores jinetes de Palmira y cincuenta arqueros, que cabalgaron hasta las cercanías del lugar asediado por los romanos.
Ocultos en una hondonada podían atisbar el campamento de la vanguardia romana y el despliegue de al menos seis cohortes alrededor del cerro sobre el cual se erigía la fortaleza que se mantenía fiel a Palmira. Todo parecía en calma. En lo alto de los muros, no demasiado elevados, ardían unas antorchas que iluminaban las laderas del cerro a fin de observar si en la oscuridad de la noche se acercaban los romanos.
En el campamento romano, los legionarios de guardia estaban sentados, pese a la calurosa noche, en torno a varias hogueras que alumbraban las tiendas de los soldados.
—Será difícil sorprenderlos —bisbisó Giorgios a sus hombres—. Nos arrastraremos entre los matojos hasta que estemos junto a las tiendas. En ese momento los arqueros abatirán a los legionarios que descansan junto al fuego y nos protegerán con sus flechas de los que se den cuenta del ataque y salgan a combatir. Los que vengáis conmigo utilizad las espadas cortas, golpead con contundencia y en cuanto el tumulto sea lo suficientemente alto como para despertar a los dormidos, retroceded hasta esta posición. Una vez aquí recordad dónde están vuestros caballos, brincad sobre sus lomos y salid a toda prisa hacia Palmira. Nos reuniremos al amanecer en el pozo de Bel.
Los hombres asintieron, se encomendaron a los dioses y comenzaron a arrastrarse hacia las posiciones de los romanos. Las llamas de las hogueras señalaban como un faro la situación de las tiendas de las cohortes legionarias y perfilaban los cuerpos de los soldados de guardia como siluetas de fantasmas.
Los palmirenos lograron acercarse hasta unos veinte pasos de las primeras hogueras y se desplegaron en semicírculo ocupando un amplio frente. La señal convenida para el ataque era un peculiar silbido de uno de los soldados que avanzaba al lado de Giorgios atento a su orden.
La noche era oscura y aunque el cielo estaba despejado y titilaban las estrellas en lo alto, la carencia de luna impedía que fueran localizados entre las sombras.
Giorgios, que encabezaba el grupo, se colocó junto a la primera de las tiendas; unos ronquidos revelaban que varios soldados dormitaban en su interior ajenos a lo que se les venía encima.
—Ahora —musitó Giorgios a su ayudante.
El silbido fue la señal convenida. Los arqueros dispararon al unísono sobre los guardias, que cayeron fulminados.
Los cincuenta palmirenos se lanzaron sobre las tiendas de los confiados romanos, que apenas tuvieron tiempo para incorporarse y ofrecer resistencia a los atacantes. Varias decenas cayeron atravesados por las espadas cortas de los atacantes, que arrojaban estacas ardiendo sobre las tiendas, en cuyo interior los legionarios que dormitaban comenzaban a despertarse por el ruido del ataque.
Los arqueros protegían la retirada de los hombres de Giorgios hacia la oscuridad, abatiendo con su acostumbrada precisión a los desorientados legionarios que salían de las tiendas en llamas.
Reagrupados en la vaguada y en plena oscuridad, montaron a caballo y partieron a la carrera para perderse en la profunda noche del desierto.
Al amanecer, la mayoría acudió al pozo de Bel. En el recuento sólo faltaban cinco hombres, que o habían caído en la escaramuza o se habían perdido en la noche.
Esperaron a que la luz del día inundara las colinas cercanas por si alguno de los compañeros regresaba y al fin partieron hacia Palmira. Estaban seguros de que habían liquidado en su emboscada a dos centenares de romanos al menos. Giorgios había ensartado a cuatro de ellos con su espada.
Tres días después, ya tras la protección de las murallas de Palmira, se enteraron de que el general romano que dirigía el asedio al poblado fortificado había ordenado el asalto. Los legionarios, airados por la celada, habían formado varias tortugas y habían abordado la fortaleza hasta lograr entrar por uno de los bastiones. Todos los defensores habían sido ejecutados y sus cuerpos expuestos al sol y a los carroñeros.
Pese a los constantes ataques de los palmirenos y de los beduinos del desierto, que se mantenían fieles a Zenobia a base de cuantiosas bolsas repletas de monedas y no cesaban de hostigar a los romanos, Aureliano decidió avanzar hacia Palmira, pero con mayor cautela.
El ataque de los arqueros, de los veloces jinetes beduinos y de la caballería ligera palmirena constituía un incordio permanente para el avance romano. Considerados los mejores del mundo, la puntería de los arqueros era extraordinaria. Montados en los corceles más veloces y resistentes y formados en escuadrones se desplazaban por el desierto hasta las inmediaciones de los campamentos romanos; aparecían por sorpresa, cargaban sus arcos y disparaban contra los legionarios, que se veían impotentes para repeler este tipo de ataques. En cuanto descargaban varias andanadas de saetas y antes de que pudieran darles alcance los jinetes romanos, huían a toda prisa sin recibir el menor daño y se perdían en el desierto para desesperación de Aureliano, que no encontraba remedio alguno para paliar aquellos asaltos.
—¡Hemos herido al emperador! ¡Lo hemos alcanzado en el hombro!
Uno de los arqueros daba cuenta a Zenobia de lo ocurrido durante una de sus incursiones al campamento imperial. Una partida de veinte arqueros se había acercado a una distancia de cien pasos a la vista de una enorme tienda desplegada a unas treinta millas al oeste de Palmira. Uno de ellos atisbo la insignia que ondeaba a la puerta del pabellón y la identificó como el emblema de Aureliano.
Y en efecto, así era. El propio emperador, a fin de transmitir ánimo a sus tropas, entre las que comenzaba a asentarse cierto abatimiento ante las fulgurantes cargas de los arqueros a caballo, se había puesto al frente del ejército y había instalado su tienda en medio de la vanguardia. Los arqueros esperaron ocultos a ver si identificaban a la figura del emperador y cuando lo hicieron le dispararon. Estaba demasiado lejos para un impacto pleno, pero una de las saetas golpeó en el hombro de Aureliano, que se contorsionó de dolor y cayó al suelo. El grosor de las placas de su coraza impidió que la herida fuera más grave y profunda, pero el virote logró atravesar la chapa y rasgar la carne.
—Esa herida retrasará algunos días su asalto; así dispondremos de más tiempo para la fortificación de la nueva muralla —comentó Zabdas.
—Pero lo hará más peligroso. Aureliano es un animal herido, y las fieras heridas no se detienen ante nada —dijo Giorgios.
—Mientras se recupera, haremos acopio de víveres. Para resistir el asedio, que presumo que será largo, necesitaremos alimentos al menos para seis meses.
—¿Confías en resistir tanto tiempo?
—Hemos almacenado alimentos suficientes como para mantenerlos a raya durante ese tiempo, tal vez más. Si resistimos todos esos meses, los que tendrán dificultades de intendencia serán los romanos, y se verán obligados a levantar el asedio. Aunque nos parapetemos tras nuestras murallas no permaneceremos quietos; nuestros aliados, los beduinos del desierto, atacarán sus convoyes de suministros para evitar que les lleguen alimentos y armas. Si desbaratamos sus líneas de aprovisionamiento y conseguimos cortar sus fuentes de suministro ellos serán los que pasen escasez. Y si se retiran los acosaremos de tal manera que no saldrá ni uno vivo del desierto. Pero entretanto debemos seguir con las obras de fortificación.
Palmira, mediados de verano de 272;
1025 de la fundación de Roma
El hombro de Aureliano estaba dolorido por el impacto de la saeta, pero la herida no era demasiado profunda y, cosida por su cirujano, había cerrado bien. Su fortaleza era legendaria y la cultivaba evitando la asistencia de médicos. Siempre se curaba a sí mismo a base de dietas si tenía problemas estomacales, o de hierbas y empastes que él mismo se aplicaba en caso de heridas. Aquélla sólo sería una cicatriz más que añadir a la docena que surcaba su cuerpo, otro recuerdo de sus combates en defensa del Imperio. A pesar de la herida, decidió seguir hacia adelante para plantarse cuanto antes ante los muros de la ciudad que había osado desafiar el poderío de Roma.
Aquella mañana los oteadores anunciaron que las primeras columnas de legionarios romanos se encontraban a quince millas de Palmira y que avanzaban a buen ritmo a pesar del sofocante calor del verano.
Zabdas y Giorgios cabalgaron sobre dos camellos hasta la cima de una de las colinas rocosas al noroeste de la ciudad, sobre el valle de las tumbas. El sol abrasaba los guijarros y la arena; del palmeral emanaba una especie de calima que ascendía hasta desvanecerse en el cielo azul.
Atisbaron el horizonte y a lo lejos pudieron intuir el polvo ocre que levantaban las sandalias de suelas claveteadas de los legionarios.
—¡Allá están! —Giorgios señaló con su brazo hacia occidente.
—Sus primeros efectivos acamparán ante nuestras murallas antes del anochecer; ha llegado la hora decisiva. ¿Estás listo para morir, griego?
—No es mi intención hacerlo tan pronto.
—Los cristianos creen en la vida eterna. Dicen que si se muere en la gracia de su dios, el alma del difunto asciende al cielo, donde gozará de la felicidad perpetua.
—La muerte es el término; no existe otra vida después de esta vida.
—¿Has abandonado a los dioses?
—Hace tiempo que ellos me abandonaron a mí. Hubo una época en que creí en el poder de los dioses olímpicos y les ofrecí sacrificios; después me hice devoto de Mitra, pero ahora no siento otra cosa que una inmensa soledad y un vacío infinito. No, general, cuando se muere, el alma no viaja a ningún edén celestial, ni siquiera al averno oscuro y frío al otro lado de la laguna Estigia. La muerte es el término. —Giorgios repitió esta frase como una letanía.
—Los germanos creen que los guerreros que mueren en combate con una espada en la mano se reunirán en el cielo y asistirán a un eterno festín en compañía de los dioses y de las mujeres más hermosas que pueda imaginarse.
—El mismo paraíso en el que creen los árabes de La Meca. ¿Dónde has aprendido eso? —le preguntó Giorgios.
—Me lo contó un godo al que conocí en mi juventud. Era un esclavo que trabajaba como herrero en la fragua del ejército en la fortaleza de Dura Europos. Lo habían capturado en las costas del Ponto y lo dejaron vivir porque era un extraordinario artesano de espadas. Esta la forjó él mismo y la templó con las aguas del Eufrates. —Zabdas mostró su espada a Giorgios.
—¿Nunca pensó en escapar?
—No hubiera podido hacerlo; le faltaba una pierna. Se la cercenaron los romanos a la altura de la rodilla para que no huyera. Imagino que ahora estará disfrutando de los deleites del banquete celestial y de las mujeres en compañía de sus dioses.
—Si así fuera, si tras la muerte nos estuviera esperando un lugar dichoso en el que fuéramos eternamente felices, nadie querría seguir viviendo en este mundo donde el sufrimiento y el dolor son tan corrientes —supuso Giorgios.
—Mujeres hermosas y festines inacabables, ésa es la felicidad, amigo, el cielo que imaginan los germanos y los árabes, pero mientras no podamos alcanzar ese paraíso nuestro deber es defender esta ciudad. Vayamos de vuelta; hay que cerrar esas puertas y prepararse para el asedio, apenas queda un día para que los romanos se presenten aquí.
Dos días más tarde de lo calculado por Zabdas y Giorgios, el ejército de Aureliano se plantó ante los muros de Palmira. En cuanto llegaron a las puertas de la ciudad, las cinco legiones se desplegaron alrededor.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Zenobia a la vista del polvo que levantaban los zapadores legionarios. La reina contemplaba el despliegue de los romanos desde lo alto del muro, acompañada por sus dos generales.
—Sus ingenieros están cavando un foso para delinear el cerco; luego colocarán estacas de madera y levantarán una empalizada en torno a la ciudad, a doscientos pasos de las murallas, justo a la distancia donde nuestras flechas no sean efectivas. Es su manera de asediar una fortaleza; se trata de impedir que los sitiados puedan escapar —le explicó Giorgios.