Algunos jeques, para justificar su cambio de actitud ante Palmira, alegaron que Zenobia se había mostrado altiva con ellos y que su actitud había sido demasiado displicente hacia los orgullosos jefes tribales árabes, a los que sólo importaba el dinero.
Ormazd de Persia respondió enviando una avanzadilla formada por varios regimientos de infantería y dos escuadrones de caballería ligera. Pero se comprometió a ayudar a Palmira con un gran ejército en el cual formarían los temibles catafractas persas. Cuando esa noticia llegó a la ciudad, los sitiados estallaron de júbilo.
—Ormazd enviará en nuestro auxilio a su ejército con los catafractas —informó Zabdas a Zenobia.
—¿Cuándo ocurrirá eso? —preguntó la reina.
—Su mensajero no lo ha precisado, pero imagino que necesitará algún tiempo para reunirlo y salir hacia Palmira; tal vez uno o dos meses. Podemos resistir hasta entonces.
Zabdas ignoraba que en ese mismo momento, a dos mil millas al este, Ormazd agonizaba. El hijo de Sapor, el que se llamaba a sí mismo «rey de Irán y de lo que no es Irán», murió de un acceso de fiebre cuando apenas llevaba un año sentado en el trono de los monarcas sasánidas. Su hermano, el taimado Bahrain, decidió que aquella guerra que se libraba en el desierto de Siria no tenía el menor interés para él, de manera que ordenó al ejército que regresara a sus cuarteles y se olvidara de las órdenes dictadas por su hermano y del tratado militar de ayuda mutua entre Persia y Palmira, que seguía en vigor.
Durante dos semanas los palmirenos aguardaron la llegada de los catafractas persas; sus antiguos enemigos eran ahora sus aliados y su única esperanza de vencer a Roma.
Los destacamentos enviados por Ormazd poco antes de morir fueron desbaratados por los romanos con facilidad y pronto se supo que Bahrain, el nuevo monarca persa, no cumpliría el tratado firmado por su hermano.
—Los persas no vendrán. Cualquier esperanza de socorro se ha esfumado; ahora sí estamos solos, completamente solos —lamentó un abatido Zabdas en presencia de Giorgios.
—Ese Kartir no era de fiar; estoy seguro de que ha sido él quien ha decidido incumplir el tratado. Habrá manejado a su antojo al nuevo rey, como ya lo hiciera con su hermano Ormazd.
—¿Crees que deberíamos rendir la ciudad? —Zabdas parecía desorientado.
—No; debemos seguir resistiendo —respondió Giorgios, aunque lo hizo como si todo estuviera irremediablemente perdido.
—Nos rodean más de cincuenta mil soldados seleccionados entre los mejores legionarios del Imperio. Nosotros sólo disponemos de seis mil combatientes. No hay esperanza. Si nos rendimos, ¿qué será de ella? —Zabdas sollozó como un niño; amaba en silencio a Zenobia y sólo Giorgios lo sabía.
—Saquémosla de aquí. Si conseguimos que escape podremos rendir la ciudad y evitar que los romanos la destruyan. Aureliano ha dado muestras de que puede ser piadoso con los vencidos. Si logramos que Zenobia llegue a Persia, se encontrará a salvo. Entre tanto, tenemos que aguantar sus envites y ganar tiempo hasta que pueda llegar a Ctesifonte.
—Aureliano no nos perdonará.
—Me refería a la gente de esta ciudad. Sé bien que tú, yo, Longino, Nicómaco y el resto de consejeros seremos ejecutados, pero el emperador perdonará a la mayoría de los ciudadanos, sobre todo si encuentra el tesoro repleto de oro y joyas. Roma seguirá necesitando de esta ciudad, y a sus ciudadanos.
—¿No deseas huir?
—No podría vivir sin ella, ya lo sabes —sentenció Giorgios.
—Entonces huye con ella, griego. Si la acompañas y la proteges yo estaré más tranquilo.
—No. El destino me ha deparado que muera peleando en esta ciudad.
—¿Conoces tu destino? No sabías que hubieras consultado a un oráculo.
—No lo necesito. Cuando era estudiante de filosofía en la Academia de Atenas uno de mis maestros me enseñó una máxima del sabio Quilón que nunca he olvidado: «Acudir más rápido a las desgracias de los amigos que a los éxitos.» Llega un momento, general, en el cual cada hombre descubre lo que le depara el futuro; no hace falta ser adivino para entenderlo.
Giorgios extendió su mano y Zabdas la abrazó por la muñeca, al estilo de los soldados romanos.
—Será un honor compartir tu destino y morir peleando a lu lado —dijo.
—Tal vez sea cierto que exista un paraíso después de la muerte; si así fuera, me gustaría encontrarte allí.
—Si existe, no te quepa duda de que allí nos veremos.
Palmira,
mediados de verano de 272
;
1025 de la fundación de Roma
Las calles de Palmira estaban en calma. Desde la terraza del palacio real, Zenobia contemplaba sn ciudad bañada por la última luz del atardecer. El sol acababa de ocultarse tras las rocosas colinas y en los alrededores de la ciudad los romanos comenzaban a encender las hogueras en los campamentos que desde hacía dos meses asediaban la ciudad de las palmeras.
Yarai acababa de llevarse a Vabalato para acostarlo y la reina estaba sola. Zabdas le había comunicado aquella misma mañana que el nuevo rey de Persia había replegado todas sus tropas y que no llegaría ninguna ayuda. Bahram, el rey de reyes, había nombrado a Kartir supremo juez del Imperio sasánida; el mago era quien decidía todo cuanto sucedía en Persia, y sólo atendía a su propio interés.
Tras acostar al augusto Vabalato, Yarai regresó ante su señora.
—Tu hijo ya duerme, mi reina.
—Tú también puedes retirarte a descansar.
—Señora, quiero pedirte un favor.
—Dime.
—El comandante Kitot desea que sea su esposa…
—¡No sigas! Esa absurda cuestión ya la dejé resuelta cuando Kitot me propuso tu compra. Mi decisión fue clara en ese momento y no la voy a cambiar. Además, Yarai, tú y ese gigantón no seríais felices juntos. Tal vez ahora te creas enamorada porque ha sido el primer hombre con el que te has acostado. Lo entiendo, pero no confundas la pasión con el amor.
—Mi señora, yo amo en verdad a ese hombre, y él me corresponde. Queremos ser esposos, y para ello es preciso que deje de ser tu esclava. Te lo pido por tu hijo, mi señora, permite que nos casemos.
—No. No insistas, Yarai. Este asunto quedó zanjado.
—Te he servido fielmente desde que era una niña, he cuidado de tu hijo como si fuera el mío propio, te lo ruego, señora, permíteme que sea feliz al lado de Kitot.
Yarai se puso de rodillas, suplicando entre sollozos.
Palmira no dormía. Sobre los bastiones de los muros los guardias nocturnos comenzaban a encender antorchas y pebeteros con betún para iluminar la zona de muro que debían defender.
Zenobia se acercó hasta la baranda de piedra y se apoyó con las dos manos. Observó la ciudad, invadida por las primeras sombras, y se giró hacia Yarai, que seguía de rodillas, con la cara cubierta por las manos. La muchacha hipaba a cada suspiro y lloraba su amargura y su desesperación.
—Levántate y vete a dormir. Lo que me pides no es posible, y además, quién sabe qué ocurrirá mañana. Ahí afuera están apostadas varias decenas de miles de soldados romanos esperando que llegue el momento propicio para conquistarnos, y cuando eso suceda…
—Señora, señora… —suplicó de nuevo Yarai sin poder articular otras palabras.
El jefe de los castrados de palacio, que siempre era el último en presentarse a Zenobia antes de que la reina se retirara descansar, apareció en la terraza y contempló a Yarai, abatida y postrada ante la reina.
—Mi señora —dijo el eunuco—, ¿necesitas alguna cosa?
—Sí. Llévate a Yarai; no se encuentra bien. Ordena que le preparen algún bebedizo para que pueda dormir sin sobresaltos.
El eunuco inclinó la cabeza ante su reina y ayudó a incorporarse a la joven esclava, que seguía sollozando y parecía agarrotada.
Los romanos intentaron un nuevo asalto a la ciudad. Hacía una semana que había llegado al campamento de Aureliano un
prefectura fabrum
, ingeniero militar que diseñó catapultas, ballestas, escorpiones, torres de asalto y parapetos móviles defensivos de madera, llamados
musculo,
, de lo que hasta entonces carecía el ejército sitiador.
Acababa de amanecer cuando cuatro cohortes de la V Macedónica, apoyadas por las nuevas catapultas, torres y
muscula
y dotadas de sólidas escalas de asalto, atacaron los bastiones de la muralla en la zona del ágora, cuyo muro sur se había convertido en un tramo de la nueva línea de defensa. Las trompetas de los vigías ubicados en ese sector de la muralla tocaron a alarma y toda Palmira se estremeció.
Giorgios había instalado su residencia en unas dependencias del teatro, muy cerca de esa zona, de manera que acudió en unos instantes.
Unos dos mil quinientos legionarios se habían acercado, protegidos bajo sus escudos y tras los parapetos, hasta unos cincuenta pasos de distancia de la muralla. Tras ellos habían traído varios carromatos cubiertos con gruesos cueros de buey y empapados de agua para evitar ser incendiados por las flechas ardientes de los palmirenos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Giorgios al oficial al mando.
—Los legionarios han aparecido con las primeras luces del día y han ocupado posiciones; parece que quieren establecer una especie de fortaleza avanzada desde la cual preparar un futuro asalto —informó el oficial—. Hemos respondido con flechas incendiarias pero sus carros están protegidos con cueros humedecidos y probablemente reforzados con chapas de metal, porque ni siquiera las lanzas que hemos disparado con los escorpiones ha sido capaces de atravesarlos.
—Preparad las catapultas. Lanzaremos bolas de betún ardiendo, a ver qué ocurre.
Dos catapultas de resorte fueron dirigidas hacia el bastión que estaban levantando los romanos; se cargaron con balas de betún, les prendieron fuego y las dispararon. Los cueros empapados de agua y las chapas de bronce que los sostenían resistieron bien los impactos.
De pronto, un agudo silbido precedió a un tremendo estallido, al que sobrevino una nube de polvo y gritos de dolor.
Giorgios giró la cabeza hacia el lugar de donde provenía el ruido y contempló, a unos veinte pasos a su izquierda, a dos hombres abatidos sobre el paseo de ronda de la muralla, a la que faltaba un buen trozo del pretil.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó confuso el oficial.
—¡Tienen catapultas! ¡Han disparado una!
Un nuevo silbido rasgó el aire sobre sus cabezas y un nuevo estallido restalló a sus espaldas, en uno de los pórticos del agora. El segundo proyectil había impactado en el patio porticado del ágora y había astillado una de las columnas. Zabdas apareció presuroso sobre la muralla justo cuando un tercero impactaba en el muro, que resistió bien.
—¿Qué está pasando, general? —preguntó.
—Los romanos ya disponen de máquinas de asedio; han instalado una catapulta en aquel enclave. Han disparado tres veces; han matado a un soldado y han herido a otro.
—¿Qué opinas?
—Creo que se trata de una catapulta de torsión. Dispara proyectiles del tamaño de un melón mediano; a esa distancia puede hacer boquetes en tejados y paredes no muy gruesas, pero no podrá abatir las murallas —explicó Giorgios—. Imagino que sus ingenieros militares la habrán construido aquí mismo o tal vez la hayan traído a través del desierto, porque hasta hoy no habíamos visto ninguna de ellas.
—Saldremos a destruirla —dijo Zabdas.
—La defienden cuatro cohortes de veteranos de la V Macedónica, más de dos mil hombres bien parapetados tras esos carros y pantallas. Para destruir esa catapulta deberíamos emplear a un tercio de nuestras fuerzas y salir a combatir a campo abierto, y ahí seríamos muy vulnerables. Mira, allá, tras la valla y el foso romanos, está acampada la otra mitad de la V Legión, presta a acudir en defensa de sus compañeros si fueran atacados desde la ciudad.
Un soldado se presentó corriendo ante los dos generales. Era un joven imberbe que jadeaba de cansancio.
—General Zabdas, general Giorgios, los romanos han disparado piedras de mediano tamaño contra la puerta de Damasco —informó.
—¿Han causado daños?
—Las batientes han resistido bien tras ser alcanzadas por los primeros proyectiles, pero están arrojando uno tras otro.
Instantes después se informaba de nuevos ataques con catapultas en el sector norte de la muralla, en la puerta del camino que salía hacia Dura Europos.
—Vaya, disponen de varias catapultas y han elegido tres puntos para su ataque simultáneo: las dos puertas principales y el centro del muro sur, sin duda nuestros puntos defensivos más débiles. No podemos contraatacar en los tres a la vez, no disponemos de fuerzas suficientes —adujo Giorgios.
—¿Cuántos impactos como ésos crees que resistirán nuestras puertas? —le preguntó Zabdas.
—Si los proyectiles son de este tamaño —Giorgios mostró una de las balas esféricas que acababa de traerle un soldado; estaba casi intacta porque había caído sobre el tejado de un improvisado establo y había rebotado sobre un montón de hierba seca— aguantarán varios días. No obstante habrá que sellar las puertas con un muro de mampuesto por el interior.
La bala de piedra tenía esculpido el número V de la legión.
—Malditos romanos, hasta en los proyectiles de su catapulta dejan impresa su marca —dijo Zabdas.
Miami trajo algunas noticias de los sitiadores. El mercader era el único que salía de la ciudad y que se paseaba impunemente por los campamentos romanos, para regresar a Palmira sin que nadie le pusiera impedimento alguno.
En el palacio real Zenobia, Zabdas, Longino y Giorgios escuchaban su informe.
—Los romanos están bien abastecidos. Las tribus beduinas les proporcionan suministros de manera constante y un ingeniero que llegó hace unos días ha fabricado varias catapultas, torres de asedio y parapetos de aproximación.
—¿Y los legionarios?
—Los más noveles están aterrados. Los que disponen de dinero no dudan en sobornar a sus oficiales para que los eximan de los servicios más peligrosos, una práctica bastante común en el ejército romano. Los más cobardes o los que carecen de dinero optan por desertar. Aprovechando la noche y con la excusa de una visita a las letrinas, que se suelen excavar alejadas de los campamentos, muchos han huido; saben que si los atrapan serán ejecutados mediante crucifixión o degollados, pero pese a ello se arriesgan porque creen que no pueden ganar esta guerra. Sin embargo el ejército romano no ha perdido efectivos, pues los desertores son reemplazados de inmediato por mercenarios eslavos. Están llegando por centenares desde los puertos de la costa mediterránea, adonde los traen navíos procedentes del litoral norte del mar Ponto, donde son reclutados por mercaderes romanos.