La Prisionera de Roma (34 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

Vabalato recibió los títulos de augusto, emperador, corrector de Oriente y rey de reyes, y fue llamado Lucio Julio Aurelio Septimio Vabalato Atenedoro.

Hubo espléndidas fiestas por toda la ciudad, se organizaron espectáculos en el teatro y grandes banquetes públicos y privados; en el exterior se organizaron carreras de caballos y de camellos; en todos los templos se ofrecieron ritos y ceremonias en honor de los soberanos de Palmira y en los pebeteros de los santuarios ardieron grandes cantidades de incienso y de mirra que impregnaron el aire de un embriagador aroma dulzón.

La gente bailaba por las calles al son de los atabales, las cítaras y los laúdes, compartía la comida y el vino, reía y cantaba; todos eran felices porque les habían dicho que su ciudad se había convertido en la capital de un imperio, en igualdad con Roma y con Persia, y que Zenobia y Vabalato eran sus soberanos. Y todos lo creyeron porque Zenobia así lo había proclamado.

Zenobia y los generales Zabdas y Giorgios salían del teatro escoltados por un retén de soldados que capitaneaba Kitot. Acababan de presenciar una representación de
Medea
, una tragedia escrita por el griego Eurípides que había interpretado una compañía de actores recién llegada de Apamea, donde había cosechado un notable éxito en su gran teatro.

—Aunque reconozco que Melpómene, la musa de la tragedia, inspiró con acierto a Eurípides, yo prefiero la comedia —comentó Zabdas—. Aristófanes, ése sí que sabía entretener al público; Thalia, la musa de la comedia, hizo bien su trabajo inspirando a ese autor. Recuerdo que hace unos años unos comediantes de Antioquía representaron
Lisístrata
aquí mismo.

—Conozco el argumento: atenienses y espartanos libran una sangrienta guerra hasta que sus mujeres deciden que no harán el amor con ellos en tanto no se restablezca la paz. La trama es ingeniosa pero parece imposible que una situación semejante pueda ocurrir en la realidad —dijo Giorgios.

—Tal vez el mundo sería menos cruel y habría menos guerras si las que gobernaran fueran las mujeres —terció Zenobia.

—Las amazonas son mujeres, y son audaces guerreras —adujo Zabdas.

—¿Amazonas? Nunca ha existido un reino en el que los soldados fueran exclusivamente mujeres; ésos son cuentos para incautos. Y acabamos de asistir a una representación en la que Medea se comporta con una enorme crueldad y, arrebatada con sangrienta sed de venganza, acaba con todos cuantos se le ponen por delante, incluidos sus dos hijos, con tal de hacer daño a su esposo, Jasón, por haberla repudiado. Si se lo proponen, las mujeres pueden ser tan crueles y tan sanguinarias, o más si cabe, que nosotros, los soldados —intervino Giorgios.

—Tal vez nos hayamos precipitado. Roma no consentirá nuestra declaración de independencia —reflexionó de pronto Zenobia.

—No ha sido tal —replicó Zabdas.

—Claro que lo ha sido, general, y tú lo sabes —insistió Zenobia.

—Lo que hemos hecho ha sido convertir a Palmira en cabeza de un nuevo imperio, y Roma no admite en el firmamento otro sol que el que ella representa —añadió Giorgios.

—Entonces, ¿crees que vendrán contra nosotros? —le preguntó la reina.

—Con todas sus legiones si es posible, mi señora.

—En ese caso seremos nosotros los que iremos contra ellos antes de que puedan organizar un ataque sobre Palmira.

—¿Cómo dices, señora? —exclamó Zabdas sorprendido.

—Esta pasada noche no he podido dormir y he tenido mucho tiempo para meditar qué hacer ahora. Tienes razón, Giorgios, los romanos jamás reconocerán Palmira como un imperio independiente y en relación de igualdad con el suyo y creo que, en cuanto estén en condiciones de hacerlo, intentarán derrotarnos. Una Palmira independiente sería para otras ciudades y provincias del Imperio un peligroso ejemplo que seguir. Galieno lo sabe, y por ello procurará someternos y reducirnos a la obediencia de Roma. Por ello, he decidido conquistarla.

—¿Conquistar qué? —preguntó Zabdas asombrado.

—Conquistar Roma, por supuesto.

—¿Todo el Imperio? —Zabdas estaba asombrado ante la audacia de aquella mujer.

—Bueno, al menos la mitad oriental. Escuchad mi plan: antes de que Galieno pueda reorganizar sus legiones y venga a por nosotros, nuestro ejército ocupará todas las provincias de Oriente; Siria primero, Egipto después y, por último, Anatolia y Grecia quedarán incorporadas al imperio de Palmira. Nombraremos gobernadores fieles en cada una de ellas y colocaremos al frente de las ciudades más importantes a magistrados eficaces y competentes. Pero antes tenemos que ratificar la paz con los persas. Quiero hacer realidad el sueño de mi esposo: un imperio unido y fuerte, encabezado por Tadmor, entre el mar Mediterráneo y Mesopotamia, donde se imponga la paz, florezca el comercio, prosperen los negocios y reine la sabiduría.

—Mi señora, esos objetivos son muy ambiciosos, pero apenas disponemos de veinte mil soldados; carecemos de fuerza suficiente como para conquistar tantos territorios, y mucho menos para mantenerlos después bajo nuestro dominio —razonó Zabdas.

—Recluta a cuantos soldados consideres necesarios. Las arcas del tesoro están repletas y si es preciso estableceremos un impuesto especial a los comerciantes de la ciudad para obtener nuevos recursos.

—Tal vez no estén dispuestos a contribuir a ello; sabes bien de su avaricia y de su egoísmo —terció Giorgios.

—Claro que lo estarán; tienen sus bolsas tan llenas de oro que no saben en qué gastarlo. Además, si Palmira se convierte en la capital de un nuevo imperio, sus bolsas seguirán creciendo y creciendo.

La muerte de Odenato animó a los detractores de Pablo de Samosata, patriarca de Antioquía, a renovar sus ataques contra el que consideraban un contumaz e irreducible hereje. Tras los dos intentos frustrados para deponerlo en sendos concilios celebrados años atrás, sus enemigos veían ahora, desaparecido su protector, la ocasión propicia para sustituirlo como patriarca y obispo.

Seis obispos de la provincia de Siria firmaron una carta pastoral en la que exigían a Pablo que abandonase sus postulados erróneos y aceptara el dogma sobre la Trinidad que defendían los patriarcas de Roma y de Jerusalén. Los seis obispos convocaron un nuevo concilio en Antioquía y encargaron a un exaltado presbítero llamado Malquión, natural de la propia Antioquía y acérrimo enemigo del patriarca, la defensa de sus propuestas.

Malquión, hombre de convicciones rocosas y verbo contundente, aunque escasamente refinado, intervino en el concilio como portavoz de los obispos firmantes de la carta. Había sido elegido para enfrentarse a Pablo porque era un reputado maestro y el director de retórica en la escuela helenística de Antioquía; había demostrado además una extraordinaria sinceridad en su fe en Jesucristo, por lo que había sido elevado al cargo de presbítero de la comunidad de cristianos. Pablo creyó que ese tercer intento de derrocarlo al frente del patriarcado de Antioquía fracasaría, como los dos anteriores, pero esta vez, sin la protección de Odenato, los obispos consiguieron su objetivo.

El tercer sínodo contra Pablo de Samosata, convencido por la retórica encendida y categórica de Malquión, concluyó que la doctrina del patriarca merecía ser condenada como herética por la Iglesia de Siria y, en consecuencia y comoquiera que no se retractaba, Pablo debía ser depuesto de su cargo episcopal, expulsado del patriarcado, excomulgado y arrojado del seno de la Iglesia por defender principios tan desviados de la verdadera fe cristiana.

Los padres conciliares reunidos en aquel sínodo condenaron a Pablo de Samosata y rechazaron su tesis de que Jesús era
homousion
, es decir, de parecida naturaleza al Padre, para asentar que era
homousios
, de la misma naturaleza y consustancial con el Padre. Denunciaron por erradas y falsas las ideas de Pablo de que el Hijo y el Padre eran de naturaleza distinta y de que sus personas eran también diferentes para aseverar que Padre, Hijo y Espíritu eran tres personas distintas pero unidas en una sola naturaleza divina, y asentaron la creencia en el dogma de la Trinidad como esencial en la doctrina cristiana.

Yenviaron una carta firmada por todos ellos, de común acuerdo, a Dionisio, obispo de Roma, y a Máximo, patriarca de Alejandría, exponiéndoles las resoluciones del concilio y la condena de Pablo de Samosata.

Aprovechando la confusión tras la muerte de Odenato, los obispos de Siria lograron que Dionisio, el patriarca de Roma a quien llamaban papa y que era reconocido por la mayoría de los obispos y fieles cristianos como la máxima autoridad de la Iglesia y sucesor de Pedro, el primero de los apóstoles, ratificara la destitución de Pablo de Samosata y nombrara a Domno como nuevo patriarca y obispo de Antioquía. El emperador Galieno no se opuso a esa decisión y Zenobia dejó que los acontecimientos se precipitaran sin intervenir en ellos.

Zenobia regresaba a palacio tras haber asistido a una ceremonia celebrada en el templo de Bel en recuerdo de su esposo. Pablo de Samosata había huido de su ciudad y estaba aguardando a su señora a las puertas de palacio.

—¡Mi señora, mi señora; aquí, soy Pablo, procurador ducenviro y patriarca de Antioquía! —gritó y agitó los brazos para llamar su atención.

Kitot, que mandaba la escolta, echó deprisa mano a su espada y se dispuso a alejar a aquel impertinente.

—¡Alto, Kitot! —le ordenó Zenobia—. Deja a ese hombre que se acerque; no es peligroso.

Pablo de Samosata se presentó e inclinó la cabeza sumiso.

—Mi señora, he sido tu más fiel servidor y el de tu esposo en estos años, pero ahora me he visto relegado de mi cargo de patriarca y he tenido que abandonar mi puesto como procurador de Palmira en esa ciudad. Domno y Malquión, dos intrigantes canallas, han logrado que los obispos de Siria me hayan condenado y expulsado de la Iglesia que ahora ellos tan indignamente usurpan.

—Mi esposo te acogió y te concedió honores y cargos, pero tú no has sabido ganarte a tus correligionarios; ya te advertimos de que no siguieras por el camino que habías iniciado y de que no te enfrentaras con la población de Antioquía.

—Tal vez he cometido algunos errores, mi señora, pero cuanto he hecho ha sido para defender los intereses de Palmira de las malas influencias de esos fanáticos trinitarios. Yo predico la verdad. Quienes me persiguen me acusan de hereje y desviado, pero son ellos los que han corrompido el auténtico mensaje de Dios que nos reveló Jesús y quienes se han comportado de manera hipócrita, quienes han divulgado ideas falsarias y quienes han cultivado una desmedida ambición con el único fin de aumentar sus prebendas y sus privilegios personales.

Kitot y el resto de la guardia asistían atónitos a aquel incomprensible discurso teológico en plena calle.

—No es sólo eso, Pablo. Ha sido tu actitud la que ha generado muchos enfrentamientos en Antioquía y no quiero que con tus discursos enturbies ahora la calma que reina en esa ciudad. Vivimos tiempos delicados en los que todos los ciudadanos del oriente romano debemos estar unidos. Yo misma estoy procurando que los cristianos de Tadmor, aunque no son muchos, congenien con los judíos, o al menos no se maten entre sí; al fin y al cabo comparten muchas creencias y tienen un mismo origen, según creo.

—Con los abominables fanáticos que siguen los dictados que predicara Pablo de Tarso nunca lo conseguirás, mi señora.

—¿Qué pretendes?

—Tu amparo, mi señora. He venido hasta Palmira en busca de tu protección porque en Antioquía no estoy seguro; mi vida peligra si continúo allí.

—Por lo que a mí respecta puedes seguir utilizando el título de patriarca y obispo de Antioquía, si así lo deseas, y permanecer en Palmira, pero te ordeno que te mantengas al margen de la polémica con los cristianos que tú llamas trinitarios y que no regreses a Antioquía. Ya te he dicho que no quiero el menor enfrentamiento entre mis súbditos palmirenos, profesen el credo religioso que profesen. Y ahora retírate y procura no causar más problemas.

—Señora, también soy procurador ducenviro; ese cargo que me otorgó tu esposo me confiere autoridad civil sobre Antioquía…

—Ahora soy yo la regente de Palmira y quien decide esos nombramientos; mantendrás el título de procurador, pero exclusivamente de manera honorífica, y tu asignación anual, pero olvídate de ejercer competencia alguna y ni se te ocurra volver a pedirme que te ayude a recuperar tu cargo de patriarca de Antioquía.

—¡Señora…!

—No insistas o me veré obligada a cesarte como procurador, suprimir tu asignación y encerrarte durante tan largo período de tiempo que cuando salgas de la mazmorra no recordarás ni quién eres.

Ante la determinación de Zenobia, Pablo de Samosata se apartó con una reverencia y se alejó rumiando su mala fortuna.

CAPÍTULO XXI

Palmira, primavera de 268;

1021 de la fundación de Roma

A pesar de que el criminal había sido ejecutado y de que oficialmente se había resuelto que los asesinatos de Odenato y de Hairam habían sido instigados por Meonio, todavía planeaban muchas dudas sobre el magnicidio. Siguiendo las insidias difundidas por Roma, no pocos especulaban que la propia Zenobia estaba detrás de la mano del asesino, pues ella y su hijito Vabalato habían sido los principales beneficiarios de la muerte de su esposo.

La rapidez con que había sido capturado y ejecutado Meonio hacía elucubrar a algunos que el primo de Odenato había sido un mero agente utilizado y engañado por Zenobia para culminar su plan, y luego ejecutado como chivo expiatorio de modo fulminante para evitar que tuviera tiempo para delatar la supuesta conspiración tramada por la propia Zenobia, en la cual algunos colocaban también a los generales Zabdas y Giorgios.

Todo eran rumores y suposiciones, pues nadie había podido demostrar de manera contundente quién había sido el verdadero impulsor del asesinato. Los que sostenían que la instigadora había sido Zenobia, a la que calificaban de mujer extraordinariamente ambiciosa, alegaban que lo había ejecutado para hacerse con todo el poder en Palmira; quienes acusaban de la conjura al emperador Galieno, un hombre tildado por muchos de cobarde y envidioso, aseguraban que había estado celoso de Odenato al haberse convertido éste en el verdadero salvador del Imperio tras sus victorias contra los persas; y quienes veían tras el asesinato del caudillo de Palmira la larga mano del rey persa Sapor I aducían que, con la muerte de Odenato, el sasánida lograba deshacerse de su mayor enemigo, que lo había derrotado y humillado en cuantas ocasiones se habían enfrentado.

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