La Prisionera de Roma (71 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

—¿No van a atacarnos?

—Por el momento parece que no. Aguardarán un tiempo a ver si nos rendimos por falta de suministros o por miedo.

—¿Y si no lo hacemos?

—En ese caso procederán al asalto de los muros —especuló Giorgios.

—Deberíamos ofrecerles la paz —planteó Zenobia, abrumada tras las dos derrotas, de las que se culpaba como principal responsable por haber desoído a sus generales.

—No han venido hasta aquí para firmar un tratado y retirarse sin más. Es precisamente ahora cuando debemos mostrarnos más fuertes; que sea Aureliano quien dé el primer paso. Entretanto, esta misma noche les daremos una buena sorpresa —terció Zabdas.

Aquella tarde fueron reunidos en la palestra del cuartel general los mil mejores arqueros de Palmira. Zabdas había observado el despliegue de los romanos y la distancia a la que habían colocado sus campamentos desde la muralla. Su mente de estratega enseguida ideó un plan que detalló a sus hombres.

—Los campamentos romanos están situados a unos trescientos pasos de las murallas, unos cien más allá del foso y la empalizada. Nuestras flechas no alcanzan esa distancia, pero si podemos acercarnos un buen trecho, los tendremos a tiro —comentó Zabdas.

—Para ello tendríamos que salir de los muros y quedaríamos expuestos a su contraataque —repuso Giorgios.

—Si ganamos el terreno suficiente sin que nos vean, lanzamos nuestras flechas y regresamos deprisa, nos replegaremos antes de que puedan alcanzarnos.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?

—Escuchad todos: los romanos cambian la guardia cuatro veces a lo largo de la noche. Saldremos en la oscuridad cuando se produzca el segundo relevo y avanzaremos a rastras hacia el foso excavado por los romanos hasta colocarnos a cincuenta pasos de distancia. Cada arquero llevará consigo diez flechas con la punta impregnada en brea, y yesca y pedernal para hacer fuego. Haremos una señal agitando una antorcha en lo alto del baluarte del sector norte de la muralla y todos los arqueros encenderán y lanzarán hacia los campamentos romanos nueve flechas. Entre tanto, mil jinetes saldrán con sus caballos desde la ciudad a todo galope. Cada uno efectuará sus nueve disparos, de modo que emplee el tiempo suficiente como para que los jinetes recorran la distancia entre la muralla y los arqueros. Recogerán a los arqueros a la grupa de su caballos y retornarán a la ciudad antes de que los romanos reaccionen.

—¿Cómo sabrá cada jinete a quién recoger en la oscuridad? —quiso saber Giorgios.

—Por la décima flecha. Disparadas las nueve primeras, cada arquero mantendrá la décima encendida en alto hasta que sea recogido por su jinete. Nos desplegaremos en grupos de veinte, de manera que cada jinete sabrá a qué lugar acudir para recoger a su compañero. En cuanto llegue a él, el arquero disparará esa décima flecha y ambos regresarán al galope a Palmira. Desde las murallas lanzaremos bolas de betún encendidas junto a las puertas para que los jinetes se guíen en su vuelta a la ciudad.

—¡Diez mil flechas de fuego!

—Con este sofocante calor, si acertamos en sus tiendas, los campamentos romanos arderán como la hierba seca.

Cayó la tarde y en el arsenal se prepararon las saetas embreadas, el pedernal y la yesca. Cada arquero recibió instrucciones precisas de lo que debía hacer y cada jinete se ocupó de su caballo.

Mediada la noche, los arqueros se descolgaron por los muros de Palmira y avanzaron arrastrando sus cuerpos por las arenas.

Tal cual estaba convenido, una antorcha se agitó en la torre más elevada del recinto murado. Casi al unísono, mil luces, como luciérnagas rojizas, se encendieron en la noche oscura y de inmediato volaron hacia las posiciones romanas. A la vez, las puertas de Palmira se abrieron y de ellas salieron mil jinetes cabalgando a la carrera hacia las luces que parecían brotar del suelo para después volar en perfectas parábolas.

Miles de aquellas flechas incendiarias cayeron sobre los pabellones de los campamentos romanos, provocando incendios por doquier.

Encaramados sobre los muros de la puerta de Damasco, Zabdas y Giorgios pudieron comprobar cómo una lluvia de luego se abatía inmisericorde desbaratando tiendas y desbocando a los caballos de los romanos.

—Arden como la yesca seca. Los romanos carecen de agua suficiente para apagar el fuego; la necesitan para beber y no pueden malgastar la poca que tienen. —Zabdas estaba conlento; su plan había salido bien.

Los arqueros y los jinetes regresaron a lomos de los caballos; tras el último se cerraron las puertas de la ciudad. Desde el camino de ronda de la muralla los defensores agitaron sus arcos y vitorearon a Zenobia. Entre tanto, los incendios consumían los campamentos romanos, que ardían iluminando los alrededores de Palmira como una corona de fuego.

A la mañana siguiente, un jinete se acercó hacia la puerta de Damasco portando un paño blanco en la punta de su lanza.

—Ahí llega su propuesta; mucho antes de lo que imaginaba —comentó Giorgios.

El caballero romano se aproximó hasta la puerta del oeste, por la que salía el camino hacia Damasco, y alzó su lanza agitando la banderola.

—Traigo un mensaje del augusto Aureliano para Zenobia de Palmira. El emperador ofrece dos días de tregua para que podáis responder a esta carta en la que os propone un pacto —gritó el mensajero en griego.

En lo alto de la muralla, Zenobia estaba rodeada de sus principales consejeros.

—Salid a recogerlo y decidle a ese soldado que acepto la tregua —ordenó.

Zabdas dio instrucciones a un oficial de la guardia real para que bajara de la muralla y recogiera la misiva. Instantes después, mientras el jinete romano se alejaba al galope, el oficial entregó una cajita de madera a la reina. Contenía un papiro en el que estaba escrita una carta en griego sellada con la insignia del emperador Aureliano.

Zenobia alargó el papiro a Cayo Longino que lo leyó en voz alta:

—Aureliano, vencedor de los godos, emperador del orbe romano y reconquistador de Oriente, a Zenobia y a sus aliados. Como quiera que no habéis hecho por vuestra propia voluntad lo que os he ordenado en otra carta, os impongo la rendición y os perdono la vida a condición de que tú, Zenobia, acates vivir con tu hijo donde yo te lo ordene, de acuerdo con el deseo del Senado de Roma. Deberéis entregar al Senado romano las piedras preciosas, la plata, el oro, la seda, los caballos y los camellos que poseéis. Los habitantes de Palmira conservarán a cambio todos sus derechos y la vida.

»Pide una respuesta dentro de los dos días de tregua acordados.

—Nos exige la sumisión y nos demanda nuestras riquezas. No podemos ceder —comentó Zabdas.

—Y condena a la reina al exilio, a vivir en el lugar que decida el Senado. Tal vez una de esas islas perdidas en medio del Mediterráneo, con la única compañía del sol, el viento, los lagartos y las gaviotas —añadió Giorgios.

—Estoy de acuerdo; no podemos aceptar de ninguna manera. Señora, ¿cuál es tu decisión? —quiso saber Longino.

—¿Podemos resistir este asedio? —preguntó Zenobia.

Zabdas tomó aire y suspiró.

—Sin ayuda del exterior, no. Propongo enviar mensajeros a Armenia, a Arabia y a Persia en demanda de ayuda. Debemos hacerles comprender que si Palmira cae, Roma irá después a por ellos. Somos los garantes de su libertad.

—¿Con quién podemos contar? —demandó la reina.

—Con Siria no, desde luego, y en cuanto a los armenios, no creo que se pongan ahora en contra de Roma. Con los persas tenemos en vigor el tratado de ayuda mutua, y tal vez nos ayuden si ese taimado Kartir lo cree conveniente para sus intereses; en cuanto a los beduinos, lo seguirán haciendo si obtienen algo a cambio, como hasta ahora ha ocurrido, pero no confío demasiado en ellos.

—Nuestra única esperanza son los persas, mi reina —añadió Giorgios.

—Nicómaco, redacta una carta para el rey de Persia. Trata a Ormazd como si fuera mi hermano mayor, llámalo así, y ofrécele nuestra amistad eterna. Dile que recurrimos al cumplimiento del tratado militar que firmé con su padre y que necesitamos su ayuda. Solicítale que envíe un ejército en nuestro socorro y dile que combatiremos juntos contra los romanos. Que salgan varios jinetes esta misma noche con varias copias del mensaje. Los romanos están demasiado ocupados en rehacer sus campamentos y, con la tregua, nuestros mensajeros podrán eludir más fácilmente el cerco.

»Y tú, Cayo, tomarás nota de una carta que te dictaré en respuesta a la propuesta de Aureliano. Le diré que no nos rendimos y que nuestros aliados ya están en camino en nuestra ayuda. Redáctala en nuestra lengua.

—Sí, mi reina —asintió el consejero.

—En cuanto a vosotros, mis generales, intensificad los ataques a los romanos tan pronto como finalicen los dos días de tregua; tenemos que lograr que este asedio se convierta en su infierno.

Zenobia recorrió las murallas y fue repartiendo ánimos a los defensores.

Cayo Longino acudió con el borrador de la respuesta para Aureliano; estaba escrito en arameo.

—He acabado la carta para el emperador de Roma, mi reina. Espero que sea de tu agrado.

—Léela.

—Zenobia Augusta, reina de Oriente, al augusto Aureliano, emperador de Roma. Nadie se ha atrevido nunca a proponerme lo que tú me has remitido en tu carta. Estamos inmersos en una guerra, y en las guerras lo que se desea conseguir hay que ganarlo con valor. Me demandas la rendición y con ello pretendes humillarme. Soy descendiente de la reina Cleopatra y, como ella, prefiero morir antes que ser humillada. Un poderoso ejército de mi aliado el rey de Persia está en camino hacia aquí, y desde Arabia y Armenia han salido miles de soldados en nuestra ayuda. Los beduinos del desierto de Siria y las tribus árabes del sur seguirán hostigando a tu ejército como avispas incansables. ¿Sabes qué te ocurrirá cuando unamos todas nuestras fuerzas contra ti? No te quedará otro remedio que deponer tu arrogancia, esa misma con la que me pides la rendición como si ya me hubieras vencido. Palmira no se rinde a Roma.

—Muy contundente —comentó Zabdas.

—Aureliano se enfadará todavía más —vaticinó Giorgios.

—De eso se trata —terció Longino—. Un estratega irritado se precipita y comete más errores que uno sereno.

Todos miraron a la reina.

—Enviad esa carta con un correo justo cuando se cumpla el segundo día de la tregua, y preparad un contraataque nada más finalizada.

Tal cual había supuesto Longino, Aureliano montó en cólera al conocer la respuesta de Zenobia.

Sin esperar acontecimientos, ordenó que dos cohortes lanzaran un primer ataque de tanteo en el sector sur de la muralla con la intención de comprobar la fortaleza de las defensas de Palmira.

Giorgios, avisado del movimiento de los romanos, se dirigió a esa zona atravesando toda la ciudad al galope. Un millar de legionarios, formando varias tortugas con sus escudos, se habían aproximado hasta colocarse apenas a cien pasos y amagaban con desencadenar un ataque.

El oficial al mando del sector informó al general.

—Hace tiempo que no se mueven. No sé qué pretenden.

—Amedrentarnos y probar nuestra capacidad de respuesta —dijo Giorgios.

—Les hemos lanzado una andanada de flechas pero sus escudos los protegen.

—Pero no lo harán del fuego. Preparad los escorpiones, colocad en la punta de las lanzas una buena cantidad de betún, cuanta sea posible lanzar a esa distancia, y disparadlas encendidas sobre las tortugas.

Las enormes ballestas llamadas escorpiones, capaces de arrojar una lanza pesada a más de doscientos pasos de distancia, fueron armadas.

Los escorpiones escupieron las lanzas incendiarias, en cuyas puntas ardían bolas de betún. Las tortugas de los legionarios fueron alcanzadas de lleno. Al golpear los escudos, las enormes saetas abrían una brecha y derramaban el betún salpicando gotas ardientes sobre los legionarios. La pez encendida saltaba en todas las direcciones y caía sobre los pies, los ojos y las manos, adhiriéndose a la piel como las ventosas de una sanguijuela. Entonces, los soldados soltaron sus protecciones para intentar zafarse de las llamas. Las tortugas se descompusieron y los arqueros palmirenos pudieron alcanzar a los soldados romanos con facilidad. Estos se retiraron dejando sobre el suelo varias decenas de muertos.

Hacía un mes que los romanos asediaban Palmira y seguían sin rendir a sus defensores. Dentro de la ciudad la comida todavía no escaseaba y la moral de los palmirenos se mantenía firme.

Los romanos carecían de máquinas de asedio y los defensores habían colocado sobre las murallas escorpiones capaces de disparar pesadas lanzas con la fuerza suficiente como para abrir brecha en las formaciones en tortuga de los legionarios y catapultas con las que arrojar grandes bolas de betún ardiente. Además de tres mil excelentes arqueros capaces de acertar a un blanco a cien pasos de distancia.

Aureliano se impacientaba porque no hallaba la manera de romper las defensas de Palmira. En una carta enviada a un gobernador de una ciudad de Siria le confesaba que no sólo luchaba contra una mujer, sino que lo hacía contra todo un pueblo, y que confiaba en que los dioses ayudarían a Roma en aquella guerra. Una misiva similar fue remitida al Senado; en ella, Aureliano explicaba la excelente preparación militar de los palmirenos, la robustez de sus fortificaciones, la precisión de sus arqueros y la abundancia de armas de que disponían. Añadía que el temor a las represalias había dotado a Zenobia de un valor extraordinario, quizá fruto de la desesperación, pero prometía que no levantaría el asedio hasta rendir a la ciudad rebelde.

Entre tanto, las cartas solicitando ayuda remitidas por Zenobia llegaron a sus destinatarios. Los armenios enviaron algunas partidas de caballería que se limitaron a increpar a los destacamentos romanos que patrullaban las montañas al norte de Palmira. Eran pocas y no estaban dispuestas a dejar su vida en defensa de Zenobia, a la que consideraban incapaz de vencer a Roma, de manera que fueron fácilmente desbaratadas y rechazadas por la caballería romana.

Los árabes beduinos del desierto fueron mucho más molestos. Durante varias semanas no dejaron de incordiar a las líneas de suministros romanas; no lo hacían tanto en ayuda de Palmira como en busca del botín. Los beduinos conocían como nadie el desierto, aparecían de repente, saqueaban cuanto podían y se retiraban con la misma celeridad. Como quiera que no había manera de acabar con sus ataques y que capturarlos a todos era imposible, Aureliano ofreció dinero a los jeques de las principales tribus beduinas a cambio de que no acosaran a sus soldados y dejaran circular a sus convoyes. El oro de Roma, procedente del tesoro capturado en Emesa, causó un efecto inmediato y los beduinos se retiraron a las profundidades de su desierto con sus bolsas repletas de monedas, abandonando a su suerte a sus parientes palmirenos.

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