La Prisionera de Roma (67 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

Zenobia estaba muy nerviosa. No había atendido ni las recomendaciones de Zabdas ni los consejos de Giorgios. Parecía obsesionada con enfrentarse cuanto antes a las tropas de Aureliano y demostrar a los altivos ciudadanos de Antioquía que era capaz de derrotar a los romanos.

La vanguardia del ejército de Aureliano apareció desplegada en el fondo del valle, en una zona donde se ampliaba en un recodo formando una llanada entre colinas boscosas. La caballería ligera romana permanecía formada en un frente de unos trescientos pasos, a unas tres millas de distancia de los palmirenos, y mucho más atrás se alineaba la infantería, pero desde las posiciones de los palmirenos no podía verse.

—Allá están. Acabemos con ellos enseguida. ¡Vamos, preparaos para la carga! —gritó Zenobia.

—Acabamos de recorrer treinta millas a plena marcha; necesitamos descansar y organizamos. Además, las filas romanas están demasiado lejos para una carga de nuestros catafractas, y más todavía en las condiciones en las que nos encontramos. A esa distancia nuestra caballería no contaría con la protección de nuestros arqueros. Tienen que acercarse mucho más ellos o hacerlo nosotros pero despacio, para que los caballos recuperen el aliento y para permitir que nos sigan los arqueros —dijo Zabdas.

—Hay que derrotarlos ya; que formen y carguen los catafractas de inmediato —ordenó Zenobia, que estaba tan alterada que no atendía a las razones de su general.

Zabdas ordenó a Giorgios que desplegara toda la caballería pesada. El ateniense dispuso a sus catafractas en ocho filas de doscientos jinetes cada una, y dos filas más de jinetes sobre camellos, más lentos que los caballos pero capaces de llevar una carga más pesada. Los dos mil catafractas, equipados con sus pesadísimas corazas de gruesas láminas de hierro, formaron una línea compacta, dejando a su derecha el río Orontes y a la izquierda una colina cubierta por un denso bosque. Los caballos acorazados estaban al borde del agotamiento tras treinta millas de acelerada marcha desde Antioquía.

El propio Giorgios, a pesar de no estar de acuerdo con la orden de su reina, se puso al frente, en tanto Zabdas se quedó atrás con los dos mil jinetes ligeros desplegados en dos regimientos a ambos lados del cerrado contingente de la caballería pesada, guardando sus flancos. En la retaguardia formaban en varios regimientos los tres mil infantes y delante de ellos los dos mil arqueros.

Giorgios se ajustó las correas de su casco de combate con las garras de águila y revisó la línea formada por sus formidables jinetes.

Zabdas se acercó al trote.

—Ten cuidado en esta carga —le dijo.

—Descuida.

—Nuestros hombres están fatigados y los caballos también. Deberíamos esperar al menos un día antes de cargar para recuperarnos de la marcha desde Antioquía —comentó Zabdas.

—Es una orden de la reina; quiere que ataquemos ya.

—No es una buena idea, y lo sabes.

—Me limito a obedecer.

—No cargues todavía. Hablaré con ella.

Zabdas azuzó los ijares de su caballo y galopó hacia la posición que ocupaba Zenobia, junto a la cual estaba el gigantesco Kitot.

—¿Por qué no avanza Giorgios? He ordenado que la carga de la caballería se produjera inmediatamente —le preguntó la reina.

—Le he pedido que aguardara unos instantes. Señora, nuestros hombres y caballos están cansados. No es oportuno atacar en estas condiciones.

—Ni siquiera a ti te permito que cuestiones mis órdenes.

—Pero debemos descansar…

Los catafractas, con sus largas lanzas, parecían un muro de hierro y púas, infranqueable para cualquiera que intentara atacar. Nadie sería tan insensato como para lanzar una carga frontal contra tan formidable formación.

La caballería ligera romana se puso en marcha al encuentro con los catafractas de Giorgios.

—General, la caballería romana está cargando contra nosotros. ¡Ahí vienen! —le avisó uno de sus comandantes.

Zabdas no lo podía creer. Unos tres mil jinetes ligeros romanos, equipados tan sólo con corazas de cuero y cascos, cargaban de frente contra los dos mil jinetes acorazados palmirenos.

Desde su puesto en la vanguardia, Giorgios miró a Zenobia, a cuyo lado seguía Zabdas.

La reina indicó al portaestandarte que transmitiera a Giorgios, mediante la señal convenida, la orden para que iniciara el ataque.

—¡Carga inmediata! —gritó Giorgios al ver la bandera de señales—. Desplegaos hasta ocupar todo el ancho de la vaguada, desde la orilla del río hasta el frente de aquellos árboles —ordenó a sus comandantes de escuadrón.

Los comandantes acudieron a sus puestos y las trompetas tocaron a la carga. Los catafractas se ajustaron los cascos, colocaron sus lanzas bajo el brazo y azuzaron a los caballos; tras ellos, las dos filas de catafractas sobre camellos hicieron lo propio. Los poderosos corceles piafaron, alzaron sus patas golpeando el suelo y arrancaron al galope para correr enseguida a la carrera. Los dos frentes de ambas caballerías se acercaban por el valle hacia un encuentro mortal. Zabdas creía estar presenciando un suicidio colectivo.

—No lo entiendo. Van directos a la muerte. Esos jinetes romanos nada pueden hacer en un encuentro frontal contra nuestros catafractas; quien los manda o está loco o es un suicida —comentó el veterano general a Zenobia; pero receló de la maniobra de los romanos y ordenó a uno de sus oficiales que transmitiera a todos los regimientos de la caballería ligera que se mantuvieran prestos para intervenir en el combate.

Las dos caballerías enemigas, tan desiguales en armamento y contundencia, avanzaban hacia un choque brutal. Los cascos de los corceles retumbaban en el valle golpeando el suelo mientras saltaban al aire miles de pedazos de hierba, tierra y barro.

Tras más de dos millas a la carrera, los dos frentes de jinetes se encontraban apenas a doscientos pasos de distancia. Entonces se produjo algo inesperado: los caballeros romanos frenaron a sus monturas y les obligaron a dar media vuelta.

—¿Qué ocurre, por qué huyen? —preguntó Zenobia a la vista de la sorprendente maniobra de la caballería romana.

Zabdas se irguió sobre su caballo cuanto pudo e intentó comprender lo que estaba pasando; enseguida se dio cuenta.

—No se trata de una huida; están ejecutando un repliegue táctico. ¡Nos han engañado! ¡Hemos caído en una trampa! Lo que pretenden es abrir una gran distancia entre nuestra caballería y nuestros arqueros e infantes, obligar a nuestros catafractas a cubrirla a la carrera para que no lleguen frescos y mantener así a su caballería fuera del alcance de nuestros arqueros. Giorgios tiene que darse cuenta del engaño y ordenar que se detengan o acabarán exhaustos, si no lo están ya.

Pero Giorgios mantuvo la carga compacta. Al contemplar la retirada de los romanos, los catafractas comenzaron a gritar como posesos, obcecados en perseguir a lo largo del valle a la caballería enemiga, que parecía huir a la desbandada.

—¿Qué hacemos? —preguntó Zenobia, que se había dado cuenta de su precipitación y se mostraba confusa y nerviosa.

—Da la orden de que regresen, ¡rápido! — gritó Zabdas al portaestandarte de señales.

Las banderas de señales se movieron una y otra vez indicando que se detuviera la carga, pero era demasiado tarde; los catafractas, convencidos de que estaban a punto de alcanzar una gran victoria, sólo tenían ojos para los enemigos que aparentemente huían de su acometida.

—Kitot, ponte al frente de un escuadrón de caballería ligera, protege a la reina con tu propia vida y retiraos a Antioquía inmediatamente —ordenó Zabdas—. Los demás, seguidme; ayudemos a nuestros compañeros. Si no los auxiliamos de inmediato están perdidos.

—Espera; mi lugar está aquí —ordenó Zenobia.

Ante la determinación de Zenobia, Kitot dudó.

—Haz lo que te he dicho ahora mismo si es que estimas en algo tu cabeza, condenado armenio. —Zabdas se mostró contundente al dar la orden y Zenobia bajó la cabeza y asintió.

El general saludó a Zenobia, dio media vuelta, blandió su espada y ordenó avanzar a la caballería ligera mientras Kitot se retiraba llevándose consigo a la reina, que no ocultaba su abatimiento.

Los catafractas se encontraban a más de tres millas de dislancia del lugar donde habían iniciado la carga. Habían recorrido ese trecho a la carrera, persiguiendo en vano a los jinetes ligeros romanos, y los corceles de guerra de los palmirenos estaban derrengados. Sudaban y mostraban los belfos entornados de una saliva densa y blanquecina.

Los romanos, sobre sus monturas descansadas, habían recibido la orden de cargar hacia los palmirenos y esperar hasta el último momento para replegarse justo antes de ser alcanzados por los catafractas. La maniobra había salido tal cual había planeado el general romano Probo, lugarteniente de Aureliano y hombre de su absoluta confianza. Alejados de sus compañeros de la caballería ligera y del apoyo de la infantería y de los arqueros, con sus corceles agotados y resoplando por la larga cabalgada y por la marcha previa de treinta millas desde Antioquía, los catafractas palmirenos comenzaron a percibir su delicada situación.

La caballería romana se había abierto en dos alas dejando el frente libre. Giorgios observó el desvío de los jinetes romanos hacia los flancos y contempló a las primeras cohortes de legionarios. Sobre sus caballos acorazados de ningún modo podrían alcanzar a la caballería ligera romana, más veloz y descansada, de manera que el ateniense decidió seguir de frente, ahora cargando hacia los legionarios que aguardaban en formación de tortuga.

No se dio cuenta de lo que ocurría hasta que percibió que su caballo se frenaba como detenido por una fuerza invisible. Miró al suelo y lo comprendió enseguida: acababan de atascarse en una zona pantanosa que al estar cubierta de hierba, como el resto del valle, no era perceptible en la distancia.

Giorgios reaccionó de inmediato y ordenó dar media vuelta para regresar a las posiciones de partida, pero los caballos apenas podían moverse. Cargados con tan pesado impedimento, sus cascos se hundían en el suelo encenegado y apenas podían sacarlos del fango. Estaban clavados hasta el corvejón y ni siquiera eran capaces de doblar las pezuñas. Y tras ellos llegaron los camellos, que también quedaron inmovilizados, pues sus patas todavía resultaban más torpes sobre el barro.

El contraataque romano fue inmediato. Sin apenas movilidad, los primeros catafractas, atorados en el barro, comenzaron a caer ante la lluvia de flechas de varios grupos de arqueros de Edesa que surgieron desde el bosquecillo cercano, donde habían permanecido ocultos, y los ataques de los jinetes ligeros romanos, cuyas monturas estaban mucho más frescas y se desenvolvían en el suelo embarrado con holgura. Del mismo bosquecillo surgieron también como demonios de la noche los jinetes auxiliares sármatas, equipados con sus cotas de escamas metálicas, y los númidas, con sus monturas frescas y descansadas. Los catafractas estaban a punto de quedar atrapados en una trampa mortal.

De inmediato avanzaron los legionarios manteniendo la formación de tortuga, equipados con jabalinas largas y espadas cortas. Los catafractas estaban siendo abatidos con facilidad; cinco centenares de ellos yacían muertos o caídos sobre el barro cuando llegó Zabdas al frente de sus dos mil jinetes ligeros, justo a tiempo para evitar que los romanos cerraran el cerco.

—¡Atacad a los legionarios y mantened ocupada a su caballería! ¡Vamos, con fuerza, con fuerza! —bramó Zabdas mientras cargaba contra los sorprendidos infantes romanos, que no esperaban la llegada de la caballería ligera palmirena tan pronto.

Mientras los jinetes de Zabdas mantenían a raya a los infantes romanos e impedían el despliegue en los flancos de los caballeros acorazados sármatas y númidas, los catafractas supervivientes fueron ayudados por sus compañeros y pudieron liberarse del pantanal. En cuanto alcanzaron terreno firme, todos los palmirenos dieron media vuelta y se replegaron. Los romanos los dejaron huir entre exclamaciones de victoria y gritos de júbilo.

De vuelta a sus posiciones de partida, donde aguardaban la infantería y los arqueros, Zabdas y Giorgios, que se había librado de la muerte protegido por algunos de sus hombres, evaluaron el desastre. Habían sido abatidos casi ochocientos catafractas a caballo, cien de los montados sobre camellos y casi un millar de jinetes ligeros, la mayoría de ellos guardando la espalda de sus colegas acorazados mientras intentaban librarse del barro. La infantería y los arqueros no habían tenido siquiera la oportunidad de intervenir.

—He caído en la celada como el más bisoño de los estrategas; debería quitarme la vida aquí mismo. A causa de mi torpeza han muerto varios centenares de nuestros mejores caballeros. No merezco seguir dirigiendo a los catafractas de Palmira. —Giorgios estaba hundido; sus ojos acuosos denotaban una tristeza infinita.

—Todavía tienes que conducirnos a la victoria en esta contienda, general. Hemos aprendido una lección y hemos perdido una batalla, la primera de cuantas hemos librado, pero aún podemos ganar esta guerra. Tenemos que vencer; hazlo por Palmira, por Zenobia, por todos nosotros.

Los restos del ejército derrotado se retiraron hacia Antioquía, pero al llegar ante las murallas de la ciudad se encontraron con una inesperada situación. Por orden de los magistrados se habían cerrado las puertas de la ciudad, cuyo Consejo se encontraba reunido para decidir si seguía manteniendo su fidelidad a Zenobia o si se declaraba neutral en la guerra que Palmira sostenía con Roma.

Kitot bramaba como un toro enfurecido cuando Zabdas y Giorgios regresaron al campamento con las tropas derrotadas en Immas.

—Debí aplastar el cráneo de ese gordinflón que tienen por gobernador cuando vine en nombre de la reina a que ratificara su lealtad. Ya me pareció entonces que era un tipo del que no debíamos fiarnos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Zabdas.

—En Antioquía ha corrido el rumor de que Aureliano ha derrotado a Zenobia en Immas y de que los romanos avanzan hacia aquí y van a presentarse mañana mismo en la ciudad para degollar a todos los que hayan sido leales a Palmira —informó Kitot.

—Tenemos que hacer algo y deprisa; necesitamos ganar tiempo para organizar la retirada hacia Emesa y rehacer allí nuestras fuerzas. En los llanos de Emesa nos agruparemos y podremos enfrentarnos de nuevo a los romanos en mejores condiciones —planteó Zabdas.

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