—En ese caso prepara el ejército; les cortaremos el paso. ¿Cuál es el lugar más apropiado para detenerlos?
—Sólo Bitinia ha manifestado su fidelidad a Roma en toda Asia, de modo que Aureliano desembarcará en sus puertos del Ponto. Nuestra autoridad se extiende hasta la ciudad de Incisa, en la frontera de Galacia con Bitinia. Podríamos ir a su encuentro al norte de Capadocia y Cilicia, en el centro de Asia Menor; allí el terreno es escarpado y le será más diiïcil desplegar sus legiones, pero nosotros no podríamos atacar con nuestros catafractas. Considero que es mejor que le dejemos atravesar toda Anatolia, así sus centros de suministros quedarán muy lejos, y buscarán la batalla en algún lugar al norte de Siria. Si nos enfrentamos en condiciones favorables, podemos conseguir una victoria definitiva. Propongo que lo esperemos en el valle del Orontes, unas millas al norte de Antioquía. Allí hay una zona por la que tendrá que pasar en su camino hacia el sur; se trata de un angosto paso en el que el superior número de sus hombres no será decisivo en la batalla y nuestros catafractas podrán maniobrar con eficiencia. En ese lugar unos pocos de los nuestros pueden frenar a miles de los suyos, como hicieron los trescientos espartanos de Leónidas frente al millón de persas en las Termopilas —expuso Zabdas.
—Los gobernadores de esas regiones y de sus ciudades han acatado nuestra autoridad, pero habría que instarles a que se enfrenten a Aureliano y que lo hostiguen sin tregua en su avance hacia Siria, a fin de que cuando nos enfrentemos directamente con él su ejército resulte lo más debilitado que sea posible —terció Longino.
—Hace unos meses envié a Kitot con un destacamento de soldados para que lograra un juramento de fidelidad de esas gentes, y todas, salvo Bitinia y algunas ciudades costeras del Egeo, lo hicieron.
El ejército palmireno se ejercitaba sin descanso. Una y otra vez Zabdas y Giorgios dirigían cargas de caballería, maniobras de infanteria y prácticas de tiro con arco. Las fraguas de los talleres de las herrerías de Palmira trabajaban noche y día fabricando cotas de malla, corazas, cascos, grebas y muñequeras, puntas de flecha y de lanza, puñales y espadas. El soniquete de los martillos de los herreros forjando el metal no dejaba de sonar ni un solo momento.
Mensajeros en nombre de Zenobia habían partido en todas las direcciones para reclutar mercenarios. A los que se alistaban se les ofrecía una soldada de cuatro denarios al día, el doble de lo que cobraban los legionarios romanos, y se les garantizaba una paga extra de cien denarios si se mantenían al menos dos años en las filas del ejército, además de proporcionarles armas y vestido.
El general Zabdas, durante un descanso para comer y refrescarse tras un ejercicio de caballería, estaba serio y pensativo. Sentado a la puerta de su pabellón de campaña, sostenía entre sus piernas una escudilla con un guiso de venado y legumbres al que no prestaba la menor atención. Su mirada, perdida en el horizonte, denotaba una profunda preocupación.
—El estofado de ciervo es excelente, general; si dejas que se enfríe perderá buena parte de su sabor —le avisó Giorgios.
—No tengo apetito. Hace varios días que siento molestias en los riñones y cierto dolor al orinar.
—Pitágoras, uno de los más grandes sabios griegos, recomendaba no orinar de cara al sol.
—No parece muy sabio tu compatriota. Aquí decimos que no hay que orinar de cara al viento —ironizó Zabdas.
—Esa dolencia que te afecta es habitual entre los legionarios del
limes
del Danubio. Los médicos la remediaban con tecólito, una especie de piedra con forma de aceituna, disuelta en agua. Sirve para expulsar las piedras del riñón y para aliviar el dolor de la vejiga.
—Haré que me preparen un brebaje, tal vez surta efecto.
—Pero entre tanto deberás alimentarte. Si queremos derrotar a los romanos tenemos que comer bien, ya lo sabes: un soldado hambriento es un soldado débil.
—¿Crees que podremos con ellos?
—Es probable; siempre, claro está, que los dioses de Palmira nos sean propicios y se impongan a Mitra, el dios solar al que venera Aureliano —ironizó Giorgios.
—Hará falta algo más que encomendarnos a los dioses. Tenemos que evitar que Aureliano concentre a sus tropas. Frente a cinco legiones de veteranos y a la caballería de bárbaros y africanos nada podemos hacer en campo abierto.
—Disponemos de la ventaja de nuestros catafractas. Ningún ejército romano podría resistir una carga de nuestra caballería pesada. —Giorgios estaba seguro de la eficacia de los jinetes bajo su mando.
—Nuestros cuatro mil catafractas no serán suficientes para arrollar a sus veinticinco mil legionarios, a sus quince mil auxiliares, a sus cuatro mil jinetes acorazados y a sus diez mil jinetes ligeros en campo abierto. Por eso necesitamos atraerlos a terrenos cerrados, a valles estrechos como ese lugar del Orontes, donde la amplitud del frente no sea excesiva, donde nuestros regimientos de caballería pesada puedan cargar en formación cerrada y compacta y nuestros escuadrones de caballería ligera puedan maniobrar con agilidad, y en zonas donde nuestros arqueros estén protegidos de las cargas de caballería de las tropas auxiliares y puedan alcanzar a su infantería con sus saetas. Es la única posibilidad que tenemos —reflexionó Zabdas.
—Nuestros catafractas son los mejores en la batalla. En campo abierto, una carga frontal de nuestra caballería pesada arrasará a sus infantes con facilidad. Ya lo hemos hecho en otras ocasiones.
—Si Aureliano sabe maniobrar y dirigir a su ejército no será fácil. Disponemos de los mejores y más entrenados jinetes acorazados del mundo, sí, pero sólo son cuatro mil. En una carga frontal contra las legiones tendríamos que utilizarlos a todos para cubrir un frente lo suficientemente extenso en línea y compacto en fondo como para evitar que nos envolvieran por las alas. Tendríamos que renunciar para ello a los batallones de reserva. Y si falláramos en el primer envite, lo que puede ocurrir, estaríamos perdidos. Si los informes de Miami son precisos, Aureliano dispone de ocho mil caballeros bàrbare «¿jinetes ágiles y rápidos que pueden maniobrar con celeridad golpeando nuestras alas y rodeando nuestra retaguardia, además de cuatro mil jinetes acorazados más toda la caballería ligera de las cinco legiones. —Zabdas parecía dubitativo.
—Eso no es lo más importante. Aureliano ha dado un nuevo impulso al ejército romano. Ha sabido inculcarle los valores tradicionales que hicieron grande a Roma: la disciplina, el valor, la virtud, el orgullo de sentirse ciudadano del Imperio. Y, además, hace un año duplicó la paga de los legionarios. Casi todos los que ha reclutado para esta campaña son veteranos con más de cinco años de servicio en las legiones; sólo pensarán en vencer para alcanzar la licencia del servicio con dinero suficiente como para poder comprarse una pequeña hacienda en África o en Hispania y pasar el resto de sus días viendo crecer el trigo rodeados de hijos y de nietos. Te aseguro, mi general, que esos legionarios se dejarán en el campo de batalla hasta la última gota de su sangre.
En ese momento, ante los dos generales pasaron dos soldados; uno de ellos portaba el estandarte rojo de la XX cohorte de los palmirenos, la que había defendido Dura Europos de los ataques de los persas años atrás. Muchos de sus integrantes habían sido laureados en numerosas ocasiones por los generales romanos en reconocimiento de sus méritos en la defensa de las fronteras de Roma en Mesopotamia.
—El estandarte rojo de la XX cohorte. —Zabdas señaló la bandera cuadrada—. Cuando era muy joven yo me formé como oficial en esa unidad. En ese tiempo luchábamos por la defensa del Imperio romano. Yo luché por Roma, y ahora es probable que muera peleando contra ella. Los dioses del destino son caprichosos.
—Yo también luché por Roma, general, pero por otra Roma diferente. Aquel espíritu ya no existe y aunque Aureliano pretende recuperarlo, creo que los viejos valores de la república nunca volverán. El viejo Imperio se deshace en una vorágine de ambiciones, traiciones e intrigas. El mundo que conocieron nuestros padres se desmorona; nada volverá a ser como antes.
El atardecer, caluroso y amarillo, caía sobre el desierto como una plácida duermevela. Desde la terraza del palacio real de Palmira, Zenobia contemplaba la ciudad en calma. La mayoría de los comercios ya habían cerrado sus puertas y los comerciantes y artesanos se arremolinaban en las tabernas para comer un sabroso bocado y degustar un buen vino rojo.
La reina dudaba. A su lado, el pequeño Vabalato jugueteaba con una espada de madera, ajeno a los pensamientos de su madre, que reflexionaba angustiada ante la soledad en la que como soberana se veía sumida. No había nacido para ser la reina de Oriente; su vida habría sido mucho más cómoda si Odenato, el príncipe de Palmira, no hubiera puesto sus ojos en ella y no la hubiera hecho su esposa. Imaginaba cómo hubiera sido su existencia si se hubiera casado con un rico mercader, uno de los muchos pretendientes que siendo todavía una niña le pidieron a Zabaii que les concediera a su hija en matrimonio. Probablemente se habría convertido en una venerable matrona, rodeada de hijos, y viviría plácidamente en una de las confortables casas del barrio aristocrático ubicado al sur de templo de Bel, donde tenían sus moradas los potentados de la ciudad. Su vida transcurriría entre sus obligaciones domésticas, distribuir el trabajo cotidiano a los esclavos y criadas y visitar a sus amigas de la aristocracia palmirena, mujeres ricas como ella dedicadas a propiciar el placer de sus maridos y a sostener la organización de sus hogares.
Si Odenato no se hubiera fijado en ella, su vida hubiera sido muy diferente. Pero ahora era la reina de un imperio que se extendía por todo Oriente a lo largo de miles de millas. Decenas de ricas provincias, centenares de opulentas ciudades y varios millones de personas quedaban bajo su mando. Ella era el sostén de ese mundo; una carga demasiado pesada, tal vez, para sus delicados y hermosos hombros.
En no pocas ocasiones, cuando se paraba a pensar en lo que ella representaba, un abismo enorme y oscuro se abría en su interior y entonces creía precipitarse a un vacío en el que no había lugar siquiera para el olvido. En esos momentos, agobiada por la soledad y el miedo, pensaba en las dos mujeres a las que había admirado en sus años de educación con Longino: Cleopatra, la reina de Egipto que vivió un sueño imposible al lado de su amado Marco Antonio, y Berenice, la princesa hebrea que un día pudo ser emperatriz de Roma. Entonces lomaba nuevas fuerzas, renacía en su angustiada alma la ambición de una Palmira cabeza de un nuevo y esplendoroso imperio, pensaba en su hijito Vabalato y en la herencia que tenía que dejarle, y seguía adelante con energías renovadas.
¡Todo había pasado tan deprisa! Zenobia tenía veintiséis años; había alcanzado la plenitud de su vida y de su belleza. Los tres partos apenas habían dejado secuelas en su cuerpo; sus caderas se habían ensanchado y su busto se había hecho más prominente y voluminoso, pero su piel seguía siendo tan tersa y suave como en su juventud, su cabello igual de brillante y sedoso y sus ojos tan luminosos y límpidos como en la pubertad. Era tan bella como antes pero mucho más rotunda si cabe.
En una docena de años había dejado de ser una adolescente para convertirse en una mujer y en una reina. Había aprendido a entender las creencias y los arcanos de las religiones judía y cristiana, conocía los cultos mistéricos de los adoradores del Sol, era capaz de entender los ritos más secretos de los sacerdotes de Bel y comprendía los mitos y las leyendas de los dioses griegos, que había aprendido en las lecturas recomendadas por Longino y escuchado en boca de Giorgios mientras contemplaban el cielo estrellado, abrazados tras las noches de amor.
Se había interesado por el más allá y había preguntado a cuantos sabios y hombres de fe había conocido qué se iba a encontrar cuando la muerte viniera a buscarla. La mayoría de ellos le había dado respuestas vagas y evasivas, y nadie había logrado saciar su inquietud.
Gracias a las enseñanzas de Longino había logrado comprender el mundo que reflejó Homero en sus grandes poemas; había descifrado el mensaje de la
Ilíada
, se había identificado con Helena de Troya, la mujer cuyo amor en disputa provocó la guerra más sangrienta que había conocido el mundo; había encontrado la clave de las luchas entre los héroes aqueos y troyanos y había sabido penetrar en los arcanos que albergan en lo más profundo los corazones de los hombres, donde anidan sus ocultas pasiones, sus irremediables miedos, sus frustradas ambiciones y sus recónditas esperanzas; había acompañado, leyendo la
Odisea
, al ingenioso Ulises en sus viajes por el Mediterráneo, y había aprendido una enseñanza en cada una de sus azarosas aventuras y en la propia vida del héroe en su titánico esfuerzo por regresar a su añorado reino de Itaca y restablecer la paz y el orden en un mundo convulso por la guerra y el caos.
Respiró el aire todavía cálido bajo la luz ambarina y el cielo púrpura, aspiró la intensa fragancia a nardos que procedía de la mirri ta que ardía en los pebeteros y acarició el cabello de Vabalato, cuyos ojos negros y grandes la miraban ajenos a la tormenta que se avecinaba sobre Palmira.
Yarai la devolvió de su ensoñación.
—Señora, la cena está servida —anunció la esclava, en cuyos ojos se atisbaba el resquemor por el alejamiento de su amado Kitot, en un tono poco amable.
—Sé que continúas disgustada porque no te he entregado a Kitot. Tal vez no lo entiendas, pero tomé una decisión y he de mantenerla. Soy la reina de esta ciudad y la soberana de un tercio del mundo conocido. No puedo mostrar el menor signo de debilidad, ni el más mínimo, o nuestro Imperio se derrumbaría —dijo Zenobia.
—Acato tu voluntad, mi señora, pero yo amo a Kitot y lo echo de menos.
—Los esclavos no deberíais pensar en otra cosa que en obedecer a vuestros amos. Es lo que dicta la ley. Eres esclava y debes atenerte a tu condición. Así funcionan las cosas de este mundo. Los dioses crearon a los hombres para que a través de ellos se manifestaran sus miserias; pero nos dieron la capacidad para obrar por nosotros mismos.
—Yo no puedo hacerlo; no soy libre.
—Lo eres para pensar. Esa es la esencia de la libertad. Aprovéchala.
—Con el pensamiento no puedo estar con Kitot.
—¿Eso crees? Cuando sueñas con él, si lo haces, ¿no estás viviendo con él? ¿Qué son los sueños sino el reflejo de la realidad. Tal vez la realidad misma.