La Prisionera de Roma (63 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

—Parece que es el emperador que ahora necesita Roma.

—Sí. Es un hombre virtuoso según el sentido del honor de los soldados romanos: fuerte y decidido, sabe cuál es su misión y qué debe hacer para conseguirla; honra a las deidades de la familia y de los antepasados, del hogar y de los asuntos cotidianos; conoce como pocos el arte de la guerra y no teme a la batalla; sabe qué significa alcanzar la primera de las magistraturas de Roma desde el esfuerzo y el sacrificio; está dotado de un inquebrantable espíritu militar y de un sentido excelso de la disciplina y del deber; se siente marcado por la diosa del destino para ocupar ese puesto; critica los gastos excesivos y huye del lujo y del derroche y cree que los ascensos deben asignarse por méritos y no por nepotismo o arbitrariedad —sintetizó Giorgios.

—¿Has acabado con los elogios a ese romano? —Zabdas parecía molesto.

—Eres tú quien me ha pedido más información, y creo que debía decirte todo esto. Conocer bien al enemigo contribuye a vencerlo.

—Sea como sea ese Aureliano, su cráneo no está hecho de acero, no podrá resistir la fuerza de mi maza. —Kitot, que se había mantenido a la escucha, habló al fin apretando sus poderosos puños, firmes y duros como rocas.

Las noticias que trajo Miami unos días después coincidían con lo que los desertores le habían contado a Kitot.

Zenobia convocó a sus principales consejeros para escuchar los detalles del informe de Miami. Además, en el palacio real también estaban presentes Longino, Zabdas, Giorgios, el historiador Calínico y el tesorero Nicomedes.

—Mi señora —Miami comenzó a presentar su informe tras una indicación de la reina—, todos los indicios coinciden en que Aureliano se pondrá en marcha hacia Palmira en un par de meses a lo sumo. Ha dado instrucciones muy precisas a los gobernadores de las provincias de toda la región del ilírico para que defiendan la frontera con menos efectivos, pues cuantiosas unidades de las legiones del
limes
están siendo derivadas hacia el este. Ha ordenado a los consejos de las ciudades que procuren encontrar pobladores para las tierras abandonadas, o en caso contrario recaerán sobre las haciendas de esas ciudades los impuestos que han dejado de cobrarse en los campos incultos. Está emitiendo denarios con apenas una veinteava parte de plata, por lo que los precios se han elevado muchísimo y el comercio está empezando a resentirse de la pérdida de valor de la moneda.

»Pero el principal indicador de que está a punto de ponerse en camino hacia aquí son los preparativos militares, que se han acelerado tras las consultas que ha efectuado a los arúspides y adivinos y los sacrificios que ha ofrecido a Mitra. Mensajeros suyos han vuelto a recabar la opinión de los sacerdotes que custodian los
Libros sibilinos
, donde se revela el futuro del Imperio; también han consultado a los más afamados oráculos de los santuarios de Grecia; e incluso se ha pedido su parecer a los druidas de la Galia. A todos ellos se les ha preguntado si el trono de Roma sería ocupado por descendientes de Aureliano.

—Eso no significa que vaya a atacarnos de inmediato —dedujo Zabdas.

—Claro que sí. Lo que está haciendo es preguntar de manera indirecta si las empresas militares que va a emprender tendrán éxito y resultará ileso en la campaña. Aureliano no tiene hijos, por ahora, y si hace esas preguntas a los adivinos es porque quiere saber si va a morir pronto o si sobrevivirá lo suficiente como para poder fundar su propia dinastía.

»Se están ofreciendo sacrificios a Mitra y al Sol. Hace unos pocos días fueron sacrificados diez toros en la ciudad de Novas, a orillas del Danubio, donde está acantonada la I Legión Itálica. Después, Aureliano pronunció un discurso en el que anunció que aplicaría la disciplina de manera férrea, y conminó a sus soldados a que defendieran a los ciudadanos del Imperio. Les dijo que su misión era sagrada y que debían proteger a los romanos, pero también les prometió que recibirían puntualmente sus salarios y que además pronto iban a ser compensados con grandes riquezas ganadas al enemigo. No citó expresamente Palmira, pero todos entendieron que esas riquezas fabulosas sólo se encuentran aquí y en Egipto.

»Y lo más inquietante: ha vencido a todas las tribus bárbaras que amenazaban las fronteras. Ha liquidado a los godos, a los sármatas y a los vándalos y los ha obligado a replegarse al otro lado del Danubio. La contundencia de sus victorias ha resultado de tal calibre que los propios bárbaros han sido quienes han suplicado la paz. Pues bien, el emperador se ha presentado en el campo de batalla y les ha ofrecido una alternativa a la derrota. Les ha prometido la propiedad de las tierras de la antigua Dacia, ahora abandonada por Roma, y oro en abundancia si se avienen a colaborar con el ejército romano como soldados federados y tropas auxiliares.

—¿Y qué han resuelto esos bárbaros? —preguntó Zenobia preocupada.

—Por lo que sé, los vándalos han acordado aportar dos mil jinetes y un número similar los sármatas, ambos como auxiliares del ejército de Aureliano; otras tribus están decidiendo si se suman a esta invitación y se alinean con sus enemigos romanos.

—¿Cuándo podremos saber algo más?

—En unos pocos días. Uno de mis hombres se ha quedado en Durostorum, una ciudad cercana al delta del Danubio, donde está previsto que se concentren las tropas reclutadas antes de partir hacia Palmira. En cuanto se entere de cuándo se moverán hacia oriente saldrá en camino hacia aquí para mantenernos al corriente de cuántos son sus efectivos.

—Si los romanos desembarcan en Asia, nuestros espías les seguirán la pista, señora —terció Zabdas.

—Aureliano va en serio —meditó Zenobia.

—En ese caso no podemos perder ni un instante; si te parece, señora, comenzaremos hoy mismo a prepararnos para un ataque de Roma —dijo Zabdas.

—Hacedlo. Y que los dioses de Palmira nos sean propicios.

CAPÍTULO XXXIV

Palmira, principios de otoño de 271;

1024 de la fundación de Roma

El atardecer era dorado y rojo. El sol, enorme y redondo, se recortaba sobre las crestas de las colinas rocosas del valle de las tumbas, hundiéndose en el horizonte como una media luna de sangre. Al otro lado del cielo, la luna mostraba un color rojizo; algunos agoreros presagiaron que aquella tonalidad era el presagio de que los dioses estaban disgustados, y que tal vez no protegerían Palmira como acostumbraban.

El palacio real estaba sumido en un silencio espeso; en la terraza desde la que se contemplaba la ciudad, Zenobia descansaba recostada en un diván sobre almohadas de seda carmesí.

El jefe de los eunucos le anunció que el general Giorgios aguardaba en el patio. Zenobia lo había requerido ante su presencia y el ateniense se había desplazado de inmediato a su encuentro.

—Tengo miedo —reconoció Zenobia a la vista de su amante.

—Incluso tú eres humana.

—Temo que hayamos ido demasiado lejos. Hemos retado a un gigante y tal vez hayamos subestimado sus fuerzas. Ahora debemos enfrentarnos a él y no sé si podremos vencerlo. Quizá deberíamos ofrecerle la paz.

—Aureliano no admitirá otra cosa que la rendición incondicional; y eso supondría el final de Palmira y de tu imperio.

—Mientras fuimos aliados de Roma crecimos y nos enriquecimos. Antes de formar parte de su Imperio esta ciudad no era sino una mísera aldea de cabañas de tejados de hojas de palmera y paredes de barro, olvidada del mundo y perdida en medio del desierto. Y mírala ahora, una urbe rutilante, opulenta, magnífica, la más rica del mundo.

—Tú la has hecho más grande todavía, mi reina. Si decides ofrecer la paz a Roma y doblegarte ante Aureliano, yo te seguiré sin dudarlo, pero si por el contrario optas por mantener la independencia, mi espada estará a tu servicio y mi brazo luchará por ti hasta mi último aliento, incluso en el mismo infierno si es necesario.

—Nunca has sabido comportarte como un verdadero mercenario. Los soldados de fortuna carecen de sentimientos; combaten a favor de quien les paga y lo hacen sólo por dinero. Tú te enrolaste en las legiones de Roma por vengar a tus padres, y ahora eres fiel a Palmira por…

Giorgios se adelantó y selló con sus dedos los labios de Zenobia.

—Sabes que, desde que te vi, mi destino quedó sujeto a tu voluntad.

—Abrázame.

Giorgios se inclinó hacia el diván. Zenobia extendió su mano y se la ofreció al ateniense. La reina se incorporó y se abrazó al cuerpo de su amante.

—Nunca sé cuál será la próxima vez que estaré contigo. El tiempo que pasa entre nuestros encuentros constituye para mí un verdadero suplicio.

—Nunca debiste enamorarte de tu reina.

—Eso es imposible, mi señora. No conozco a un solo hombre que, habiéndote conocido, no se haya enamorado de ti. Yo no podía ser una excepción.

Se amaron entre almohadas de seda mientras las primeras estrellas comenzaban a esmaltar de destellos de plata el cielo de Palmira.

—Aquellas cuatro estrellas forman un cuadro —señaló Zenobia hacia una constelación ubicada entre Casiopea y el horizonte del sur.

—Es Pegaso —precisó Giorgios.

—¡Ali!, Ese caballo con alas que tanto gusta esculpir a vuestros artistas. No hay escultor griego que no se empeñe en decorar nuestros templos o nuestras casas con algún relieve de ese animal imposible.

—Un caballo dotado de alas resulta una figura muy estética, y tanto los músculos del caballo como las alas ofrecen a un buen artista un magnífico modelo para lucirse. En Atenas ningún aprendiz de escultor recibe el título de maestro si no sabe esculpir a la perfección un caballo.

—¿Pegaso es uno de vuestros dioses?

—No. Nació de la sangre de la gorgona Medusa. Cuando Perseo le cortó la cabeza, de la sangre que goteaba de su cuello cercenado surgieron dos seres. Uno fue Crisaor, un gigante que se convirtió en rey de la lejana Iberia, la provincia del Imperio a la que los romanos llaman Hispania, y el otro fue Pegaso. Sus alas le permitían volar, y tal vez por eso los poetas griegos lo adoptaron como su animal heráldico. Hay quien asegura que no hay artistas más ufanos que los poetas, y que eligieron a Pegaso como su animal emblemático porque se consideran seres de altos vuelos, aunque algunos suelen aterrizar de manera violenta cuando se topan con la zafiedad de sus versos.

—No todos los poetas tienen la capacidad suficiente para alcanzar la altura lírica y la rotundidad épica del excelso Homero —comentó Zenobia.

—En realidad nadie ha vuelto a conseguir las cotas que rayó el divino bardo ciego. Calíope, la musa de los cantos heroicos, no ha vuelto a derramar sus dones sobre la tierra con tanta generosidad desde entonces.

Zenobia se apretó al cuerpo de Giorgios.

Justo en el sur, la constelación de Capricornio rayaba el horizonte. Zeus, agradecido, había colocado entre las constelaciones del cielo a la ninfa-cabra Amaltea, con cuya leche se alimentó en Creta cuando fue escondido de su voraz padre Crono, que devoraba a todos sus hijos nada más nacer para evitar que uno de ellos lo destronara tal cual le había presagiado una profecía.

El semblante de Miami era grave. Su agente, recién llegado de la ciudad de Durostorum, acababa de comentarle la noticia que temían que se produjera en cualquier momento.

El mercader se presentó de inmediato en palacio para informar a Zenobia, que requirió la presencia de Zabdas y Longino. Giorgios se encontraba en las colinas del norte, al frente de una brigada de caballería, realizando ejercicios militares con los catafractas.

—Tanta urgencia sólo puede significar lo que ya suponíamos; ¿me equivoco? —le preguntó Zenobia a Miami.

—Aureliano está en marcha hacia aquí, señora. El ejército romano se ha concentrado en el delta del Danubio y pronto embarcarán sus legiones rumbo a Bitinia.

—¿Ha averiguado tu agente cuántos efectivos se han movilizado para esta campaña?

—Ha logrado una información bastante precisa poniendo en peligro su propia vida. Aureliano ha formado cinco legiones con veteranos de la I y II Adiutrix, la IV Flavia, la VII y XI Claudias, la I Itálica y la V Macedónica, todas ellas con guarnición en el
limes
del Danubio; además, ha recuperado a muchos legionarios de la I y III Párticas y de la III Gálica, que huyeron de sus acuartelamientos en Mesopotamia y en Raláneas y Emesa cuando los magistrados de esas ciudades se declararon fieles a Palmira y renunciaron a seguir unidos a Roma.

—¿Y los auxiliares?

—Malas noticias, mi señora. A los dos mil jinetes vándalos y otros tantos sármatas de los que ya teníamos noticia que integraban su ejército se han sumado algunos regimientos más, tememos que otros cuatro mil hombres en total, entre ellos varios escuadrones de jinetes procedentes de Dalmacia, Numidia y Mauritania reclutados expresamente para esta campaña.

—Cinco legiones de soldados veteranos y cuajados en la guerra de la frontera y ocho mil jinetes auxiliares… Malas noticias, sí —terció Zabdas.

—Eso no es todo —intervino Longino—. Las guarniciones de Siria y de Asia que ahora nos son fieles pueden rebelarse contra nosotros en cuanto Aureliano se presente ante ellos. Según los datos de que disponemos en el archivo real, y que he consultado estos días, Roma tenía destacadas en Siria hasta cuatro legiones: la X Fretensis en Jerusalén, donde la acuarteló el emperador Vespasiano, la III Cirenaica en Bosra, la III Gálica en Rafaneas y la IV Escítica en Zeugma, además de las de Mesopotamia y Asia; y todavía quedan la XV Apolinaris y la XII Fulminata, que siguen operativas, aunque relegadas a las fronteras de Armenia.

—¿Con cuántas tropas contamos nosotros? —preguntó Zenobia.

—Disponemos de dos legiones de infantería y quizá podríamos conformar otra más en tres o cuatro meses con los nuevos reclutas. Además tenemos cuatro mil de los mejores arqueros del mundo y tres regimientos de jinetes sobre camellos, más eficaces en el desierto que los caballos. Y, por supuesto, los seis regimientos de catafractas, la caballería pesada más preparada y contundente que jamás haya pisado un campo de batalla —precisó Zabdas.

—¿En qué proporción estaríamos con los romanos si nos enfrentáramos en campo abierto ahora?

—Si las cifras que ha dado Miami son correctas, tres… quizá cuatro a uno, mi señora.

—¿Tenemos alguna oportunidad de vencerlos con estas condiciones?

—Si nos quedamos quietos esperándolos, ninguna. Si vamos a por ellos y los sorprendemos antes de que formen sus cuerpos de ejército y se presenten ante Palmira, tal vez…

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