La Prisionera de Roma (60 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

—Es suficiente con los soldados y con las fortificaciones que defienden la ciudad…

—No, no lo es. Tenemos que mejorar mucho —interrumpió Giorgios al portavoz de la cofradía de sederos. Aquileo ya no parecía aquel tipo callado y tímido que siempre se mantenía a la sombra de Antioco.

—¿Qué sugieres que hagamos, general? —preguntó Zenobia, que presidía el Consejo pero que se había mantenido callada hasta ese momento, a Giorgios.

—Levantar una nueva muralla en la zona sur de la ciudad, reforzar las puertas y los muros ya construidos y aumentar al menos en cinco mil hombres el número de soldados permanentes de nuestro ejército. Palmira es rica y sus ciudadanos también, podemos permitirnos esos gastos —justificó Giorgios.

—Si seguimos derrochando dinero de este modo, Palmira se arruinará y nosotros con ella —clamó Aquileo.

Al oír aquellas palabras, Giorgios estalló.

—¡Arruinados! Os he visto pelearos como niños caprichosos por colocar vuestras estatuas en las columnas de las calles porticadas. Efigies de muchos de vosotros, de vuestros padres y de vuestros antepasados ornamentan nuestras calles; no existe ninguna ciudad en el mundo en la que proliferen tantas estatuas dedicadas a mayor gloria de sus potentados. Templos, monumentos, esculturas y tumbas de piedra se levantan cada año en esta ciudad y en ellos os gastáis sumas ingentes de dinero. Si pretendéis que las cosas sigan como están, que vuestras bolsas se mantengan repletas de oro y que Palmira pueda defenderse de un futuro ataque de Roma, será mejor que vayáis pensando en gastar parte de ese dinero en la defensa, o de lo contrario os arrepentiréis. Si no admitís desprenderos de algo, os quedaréis sin nada.

»Un dicho romano reza así: "
Si vis pacem, para bellum“
, es decir, "Si deseas la paz, prepara la guerra" —tradujo Giorgios del latín al griego—. Y eso mismo os recomiendo yo: si queréis que los romanos nos dejen en paz, deberemos prepararnos para la guerra. No existe alternativa alguna.

—El general Giorgios tiene razón. —Zabdas se adelantó un par de pasos—. La grandeza de Roma se ha construido desde la guerra y sólo desde la guerra desean mantenerla sus emperadores. La única razón que entienden es la de la fuerza. Yo también os lo puedo asegurar. Serví a Odenato cuando llegó el momento de luchar al servicio de Roma contra los persas y no tengo ninguna duda de que ahora los dioses del destino nos empujan a combatir al servicio de nuestra reina Zenobia contra los romanos. Palmira debe seguir siendo una ciudad soberana. Luchemos por ello.

—Así lo haremos —zanjó Zenobia.

Aquileo torció el gesto y calló. Ninguno de los mercaderes presentes en el consejo se atrevió a replicar, aunque sabían que los preparativos les iban a costar mucho dinero.

Aquella misma primavera se erigieron dos estatuas en la avenida principal de Palmira. En una de ellas, labrada en una caliza dorada, se representaba a Odenato; estaba vestido como un general romano, pero su cabeza aparecía rematada por una corona de oro rodeada de rayos, al estilo de los retratos de los emperadores en las monedas. Se colocó junto al arco triunfal, en una hornacina bajo la cual una lápida con letras de bronce incrustadas recogía en latín, griego y palmireno todos los títulos que había ostentado en vida:
Vir et Consul illustris
,
Dux romanorum Orientis
,
Restaurator totius Orientis
,
et Augustus
. Justo a su lado se levantó otra dedicada a Zenobia, con la leyenda
Augusta Septimia Aurelia Zenobia, Palmirae et Eghipti regina
,
uxor Odenati, Vabalati mater
, también en las tres lenguas. Ambas estatuas, esculpidas por el mejor de los artistas griegos afincados en Palmira, fueron sufragadas por la cofradía de los sederos palmirenos.

Y aun se levantó una segunda estatua de Odenato frente al gran templo de Bel, indicando que había sido el primero de los hombres de Palmira y el máximo benefactor de la ciudad; ésta fue costeada por el gremio de conductores de caravanas.

CAPÍTULO XXXII

Palmira, primavera de 271;

1024 de la fundación de Roma

—Dicen que en Roma existe un templo dedicado a Marte, su dios de la guerra, cuyas puertas se abren cuando estalla una contienda y no se vuelven a cerrar hasta que los romanos consiguen la paz, es decir, la victoria —comentó Zabdas.

Los dos generales de Palmira estaban en el cuartel general del ejército palmireno repasando las necesidades de intendencia requeridas para hacer frente a los romanos.

—Los ingenieros que están preparando la ampliación de la muralla y el reforzamiento de la ya existente calculan que hará falta un millón y medio de sestercios para pagar esos trabajos —dijo Giorgios.

—Y no menos de otros dos millones serán precisos para elevar nuestro número de soldados en otros cinco mil y equiparlos convenientemente —precisó Zabdas.

—¿Habrá dinero suficiente?

—Espero que sí. Nicómaco es un excelente administrador. Cuando trabajó como contable para el padre de Zenobia y para Antioco Aquiles convirtió su empresa en una de las más notables de esta ciudad. Además, la acuñación de las nuevas monedas proporcionará enormes ingresos al tesoro. Mira, aquí están las primeras.

Zabdas sacó de un cajón un par de bolsitas de badana, las abrió y echó sobre la mesa su contenido. Varias monedas brillantes, recién acuñadas en la ceca de Palmira, quedaron esparcidas sobre la madera.

—Esta es un as al estilo romano. —Zabdas tomó una de ellas—. En una de las caras está impreso el rostro de Vabalato y la leyenda «Emperador César Vabalato Augusto», y en el reverso la efigie de Zenobia con la leyenda: «Vabalato Varón Cónsul Rey Emperador Dux de los Romanos». Y mira esta otra.

Giorgios observó el anverso de la moneda, con el rostro impreso de Vabalato; su aspecto era el de un adolescente de mayor edad que la que en realidad tenía en esos momentos el hijo de Zenobia, imberbe, con el cabello peinado a la moda romana y coronado con rayos al estilo de los emperadores. La giró en sus dedos y en el reverso observó la imagen de la diosa Victoria con la leyenda «
Victoriacus».

—¿Ha desaparecido la imagen del emperador Aureliano? —Giorgios se sorprendió, pues hasta entonces las monedas acuñadas en Palmira presentaban en el reverso a Aureliano.

—Así lo ha decidido Zenobia. Los tetradracmas de plata de Antioquía y Alejandría han sido las últimas monedas acuñadas en Oriente con el rostro de un emperador romano. A partir de ahora sólo se acuñarán con los de Vabalato y Zenobia. Monedas iguales se grabarán en Siria y en Egipto, y en todas aparecerá la imagen de Zenobia y la de su hijo Vabalato, investidos con el manto imperial y la corona de rayos, los atributos reservados a los emperadores.

—Coronado como un emperador romano, sí, pero Vabalato está peinado al estilo persa. —Giorgios tomó una de las nuevas monedas y la observó con atención—. Eso significa…

—Dos imperios independientes. Zenobia me ha confiado su intención de proclamar el Imperio de Oriente, con centro en Palmira y que comprenderá Mesopotamia, Siria, Egipto y Anatolia. Mesopotamia, Siria y Egipto ya obedecen al nuevo Imperio y en Anatolia sólo la provincia de Bitinia, en la costa del Ponto, ha rechazado acatar la soberanía de Palmira y se mantiene fiel a Roma, pero la someteremos el año que viene, y después ocuparemos Grecia.

Vabalato había cumplido siete años, pero era mucho más alto y fornido que los muchachitos de su edad. Desde que murieran sus dos hermanos mayores, todos los cuidados de Zenobia habían sido para él, el único heredero vivo de los cuatro hijos varones que había tenido Odenato. Asesinado Hairam y muertos Hereniano y Timolao, Vabalato encarnaba la esperanza de tener algún día al frente de Palmira a un nuevo Odenato que garantizara la prosperidad y la fortuna de la ciudad del desierto.

El muchachito jugueteaba con Yarai en el patio del palacio bajo la mirada atenta de dos de los emasculados que servían en las estancias privadas de la reina Zenobia. Acababan de regresar de las colinas del norte, donde Giorgios había dedicado toda una mañana a enseñar al joven príncipe sus primeros ejercicios ecuestres.

Zenobia los había acompañado pero, para desesperación de Giorgios, lo había ignorado; el ateniense esperaba ansioso una nueva llamada de la mujer que tanto amaba y a la que deseaba como a ninguna otra.

Tras varios meses sin hacerle el amor echaba de menos su piel maravillosamente cálida y suave, el contorneo de sus caderas ajustadas a su pelvis como un guante, sus labios carnosos y delicados, el aroma de su perfume y la dulzura de sus besos.

Giorgios ordenó a la escolta que los había protegido en la jornada ecuestre que regresara al cuartel y se despidió de Zenobia.

—Un momento, general; no te vayas todavía —le dijo la reina.

—¿Qué más deseas de mí, señora?

—Un consejo.

—Estoy para servirte.

—Siéntate. —La reina le indicó una silla en un rincón del patio donde Vabalato seguía correteando tras Yarai y se recosió en un diván entre almohadas de seda—. Kitot me pidió hace unas semanas que le vendiera a Yarai; hace tiempo que son amantes. Le respondí que jamás le vendería a esa esclava, y le dije que lo enviaría a un largo viaje para que los gobernadores de las provincias de Anatolia ratificaran su lealtad a Palmira, sobre todo la del gobernador de Bitinia, ese terco idiota que sigue manteniendo su obediencia a Roma.

—Acabaremos doblegando su resistencia y Bitinia también te obedecerá.

—Sí, necesitamos Bitinia para completar el nuevo Imperio de Oriente, pero eso no me preocupa ahora.

—¿Entonces?

—Creo que obré mal al no concederle a Kitot la propiedad de Yarai. Me dijo que no la quería como esclava y concubina, sino que estaba dispuesto a liberarla y a convertirla en su esposa.

—Eso honra a Kitot.

—¿Te gusta Yarai?

—¿A qué te refieres, señora? —se extrañó Giorgios por la pregunta.

—A que si Yarai te atrae como mujer.

—Bien…, es joven y hermosa, sí; Yarai puede atraer a cualquier hombre, pero…

—¿Pero…?

—Desde que te vi, en mi corazón no hay lugar para ninguna otra mujer…

—¿Ni siquiera para esas hetairas armenias con las que te solazas en los burdeles de Palmira?

—Un hombre tiene necesidades… Y nunca sé cuándo vas a requerirme para que te haga el amor. A veces pasan semanas, meses, y esa espera me atormenta porque no sé si volverá a producirse una nueva llamada tuya.

—Soy la reina de este mundo de arena y palmeras, no puedo gobernar con los impulsos de mi corazón sino con la razón de mi cabeza. Y me temo que, a veces, me dejo llevar por ellos, como en el caso de Yarai y Kitot o en el nuestro. Si le negué a Kitot la compra de Yarai es porque tenía celos.

—¿Celos de Yarai?

—Sí, celos y envidia porque una esclava pudiera ser feliz y convertirse en la esposa del hombre que ama mientras yo, su reina y dueña, no puedo hacerlo.

—Yo acudiré a tu lado siempre que me lo pidas; siempre, si así lo deseas.

—Sabes que no puede ser. Has sido fiel a Palmira y te debemos mucho, pero eres griego, y los palmirenos no admitirían que su reina compartiera el trono con un extranjero. Ahí radican mis celos, en que no puedo hacer lo que me pide mi corazón.

—¿Y por eso no permites que Yarai y Kitot puedan casarse, porque no soportas la felicidad en los demás si tú no la puedes alcanzar?

—Así es. Yo soy la soberana de este imperio y debería… —Zenobia rompió a llorar, pero se enjugó las lágrimas y se recompuso enseguida—. Tal vez el peso que tienen que soportar mis hombros sea demasiado para mis fuerzas.

—Eres la mujer más fuerte que he conocido jamás. Si te atormenta lo que hiciste, cambia tu decisión y vende esa joven esclava a Kitot.

—No; ya tomé una decisión firme, no debo volverme atrás, sería una muestra de debilidad que no puedo permitirme.

—Pues libérala tú misma y que Yarai haga después lo que desee.

—No puedo; ¿no comprendes que no puedo hacer eso? Soy la reina y mi palabra no puede modificarse por un sentimiento; si lo hiciera, mis súbditos dejarían de confiar en mí, y en estos momentos no debo permitir que eso ocurra. ¡Ah!, si Vabalato ya fuera un hombre y tuviera la edad suficiente para gobernar por sí mismo…

Zabdas contemplaba el horizonte con los ojos perdidos en la fina línea oscura que separaba el desierto ocre del cielo azul, en donde el sol comenzaba a declinar. Acababa de asistir a una de las principales carreras de camellos que se organizaban en Palmira a lo largo del año, el acto principal de una feria de ganado que se celebraba anualmente, mediada la primavera y durante diez días, a la que acudían ganaderos y caravaneros de toda Siria para comprar y vender camellos, caballos, asnos y mulos.

Su mirada cansada reflejaba años de guerras y de batallas. El gran general tenía cuarenta y seis años y había luchado durante treinta de ellos al servicio primero de Odenato y después de Zenobia.

Siempre había amado a esa mujer, aunque desde el primer momento en que sintió que su corazón le pertenecía, siendo Zenobia todavía una muchacha, supo que jamás podría poseerla.

Palmira era fuerte y rica, y su imperio se extendía por todo Oriente. Zabdas era uno de los principales responsables de la fortuna de la ciudad y todos los palmirenos así lo reconocían.

Giorgios, que había participado con poco éxito en la carrera montando una camella blanca propiedad del ejército, interrumpió a Zabdas, que estaba ensimismado en sus pensamientos.

—Espero que no hayas apostado por mí —le dijo.

—Por supuesto que no. La última vez que lo hice perdí veinte piezas de plata.

—Un plácido atardecer.

—La calma que precede a la tempestad. ¿Cuándo crees que vendrán a por nosotros? —le preguntó Zabdas.

—La próxima primavera, sin duda. Los agentes de Miami han informado de que Aureliano ha intensificado su ofensiva en el norte de Iliria y en el sur de la Dacia, pero ha renunciado a recuperar esa provincia; el Danubio será definitivamente la frontera del Imperio. Los legionarios de la XIII Gemina se han replegado a la ciudad de Ulpia Trajana. Aureliano ha decidido consolidar la frontera y reorganizar las fortificaciones en el Danubio, y eso significa que quiere dejar bien asentado el dominio romano en ese territorio antes de venir por Palmira.

—Pero bien pudiera ser que Aureliano se dirigiera antes contra los rebeldes de Occidente que contra nosotros. Si ocurriera así ganaríamos tiempo.

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