La nave se acercó hacia el puerto del este, en cuyo interior se elevaba la pequeña isla de Antirrhodos, y atracó en el muelle más lejano al Heptaestadio, junto a unos salientes rocosos que los alejandrinos llamaban Lochias y Akrolochias, que protegían el puerto por el este y junto a los cuales estaba adosado el viejo puerto real y el palacio que habitara el rey Ptolomeo, el sucesor de Alejandro en Egipto. En sus espigones se amarraban numerosos navíos cargados con pellas de bronce y lingotes de plomo de Hispania, barras de estaño de Britania, fardos de algodón de la India y rollos de seda de China, y otros con cargamentos de trigo listo para ser enviado a Roma. A lo largo de los muelles se alineaban decenas y decenas de almacenes donde centenares de operarios se afanaban en cargar fardos, ánforas y paquetes de todos los tamaños y todo tipo de productos. Varias embarcaciones estaban siendo construidas en sus afamados astilleros.
Alejandría le pareció a Giorgios la ciudad más grande del mundo.
—Impresionante, ¿eh? Más de doscientas mil personas viven ahora en esta ciudad, y eso que en los últimos años se ha marchado casi la mitad de los que antes la habitaban —dijo Antioco Aquiles.
—No imaginaba una ciudad así; Atenas y Palmira me parecen más hermosas, pero Alejandría…
—Aquí la mayoría de sus habitantes tiene origen griego, pero la arquitectura es una simbiosis del armonioso arte arquitectónico de los griegos, de la desmesura de los romanos y de los estrafalarios gustos estéticos de los egipcios. Una mezcla extraña, sí, por eso parece una ciudad tan diferente a todas las demás.
El muelle estaba atiborrado de estibadores, marineros y curiosos y la actividad era frenética; allí fondeaban embarcaciones de todos los pueblos ribereños del Mediterráneo y gentes de los aspectos más variados que se hubiera podido imaginar, más incluso que en la propia Palmira.
—Gentes del país que se extiende más allá de las estepas —dijo Kitot señalando a dos tipos de piel pálida, casi amarillenta y ojos rasgados que recogían sus largas cabelleras lacias y negras en unas trenzas.
—Esos tipos son mercaderes chinos. Provienen del lejano país de la seda, a varios meses de navegación hacia el este, bordeando las costas del Imperio persa, en la ruta de la India. Hace unos años, cuando yo era joven, había una importante colonia de comerciantes chinos en Alejandría, pero su número ha ido disminuyendo porque sus negocios han dejado de ser tan rentables como antaño. La seda es cara y en el Imperio romano cada vez hay menos gente capaz de pagar lo que realmente vale.
—¿Y ésos? —preguntó Kitot señalando a un grupo de cinto hombres, de piel morena y ojos negros y grandes, que caminaban hacia el puerto cargados con sendas bolsas de cuero, escoltados por varios guardias armados.
—Son indios — respondió Antioco—. Estoy seguro de que en esas sacas llevan perlas y piedras preciosas; en la India se encuentran las mejores gemas que puedan existir.
—Bueno, es hora de ir en busca de ese Firmo —terció Giorgios.
—Ese mercader es la llave de Egipto. Y espero que Anofles siga siendo el sacerdote supremo del templo de Apis y que su influencia continúe intacta —dijo Antioco.
En realidad, y pese a la leyenda que atribuía a Alejandro el dibujo del plano de Alejandría marcándolo con harina, la ciudad había sido diseñada por Dinócrates y otros célebres arquitectos griegos como Cleómenes de Naucratis y Crates de Olinto. En su diseño se había seguido el estilo de las ciudades helenísticas de su época, con calles paralelas y perpendiculares trazadas de tal modo que formaban una retícula perfecta en torno al eje principal de la ciudad, la vía Canopia, una extraordinaria arteria de más de tres millas de longitud y cuarenta pasos de anchura que recorría toda la urbe de este a oeste, y a la cual se abrían los comercios y los negocios más importantes. En el centro urbano se ubicaba una gran plaza, al estilo del ágora de las ciudades griegas, y desde allí se organizaba la ciudad en cinco grandes distritos.
Caminaron por una de las calles que desembocaba en el puerto, al lado del gran teatro, cuya escena se abría hacia el mar, y entraron en la vía Canopia; tuvieron que hacerlo con cuidado, pues centenares de carretas cargadas con todo tipo de mercancías y tiradas por acémilas y bueyes circulaban a lo largo de la gran avenida retumbando en las losas del suelo con sus ruedas de madera maciza.
Se hospedaron en una posada en el centro de la ciudad, en la misma en que solía hacerlo Antioco cuando viajaba por sus negocios a Alejandría. Estaba ubicada cerca del ágora, en el barrio donde se concentraban el edificio de la asamblea del gobierno municipal, el mercado principal, varias basílicas, los mejores baños, dos gimnasios y un pequeño teatro.
Antes de la puesta de sol se personaron en casa de Firmo, al que Antioco conocía muy bien, y le expusieron el plan de conquista de Egipto. El comerciante persa aceptó enseguida y se prestó a acompañarlos ante Teodoro Anofles.
Firmo había remitido una carta a Anofles solicitándole una audiencia. El sumo sacerdote de Apis, suponiendo que se trataba de un nuevo asunto de negocios que le reportaría una buena bolsa de oro, aceptó encantado.
Firmo y los tres palmirenos se presentaron en el templo de Apis dos días después de haber desembarcado en Alejandría. Teodoro Anofles apareció al instante. Era un tipo alto y delgado, de unos cincuenta años de edad. Tenía el cabello totalmente rasurado y en su rostro afilado destacaban unos vivaces ojos negros, grandes, redondos y profundos como los del halcón, cuyos párpados estaban perfilados con una gruesa línea negra de
kohl
. Vestía una túnica blanca de purísimo algodón que le cubría hasta los tobillos y sólo dejaba al descubierto el hombro y el brazo derechos. Sus únicos adornos consistían en un collar de gruesos eslabones de oro del que pendía la figura del buey Apis, un grueso brazalete en forma de serpiente en el bíceps derecho y un anillo con un sello con un escarabajo tallado en lapislázuli. Giorgios jamás lo hubiera imaginado con ese aspecto.
El sumo sacerdote de Apis abrazó con efusión a Firmo y a Antioco y les dio dos besos en las mejillas. Luego saludó alzando su mano y su antebrazo, al estilo de Roma, a Giorgios, a Aquileo y a Kitot, a los que el mercader persa presentó como socios comerciales de Antioco.
—Tenemos que hablar contigo de un asunto muy importante —le dijo Firmo.
—¿Tan importante como para no esperar a que os ofrezca un refrigerio?
—Podemos hablar de ello mientras lo tomamos —intervino Antioco.
—En ese caso acompañadme, estaremos mucho más tranquilos en mis habitaciones. —El sumo sacerdote llamó a uno de los sirvientes y le hizo una indicación al oído.
Atravesaron un patio y un par de pasillos y entraron a una amplia sala abierta a una terraza a la que daba sombra media docena de palmeras. Desde allí se contemplaba el lago Mareotis y el estadio, ubicado fuera del perímetro de la ciudad.
Mientras conversaban sobre las incidencias del viaje, dos criados aparecieron con sendas bandejas: una con almendras, pistachos, dátiles confitados y frutas, y otra con una jarra y cuatro copas de vidrio. Los criados sirvieron en las copas el vino rebajado con agua fresca y aromatizado con especias y se retiraron. Giorgios observó la calidad y finura de las copas.
—Vino de malvasia, blanco dulce de Rodas especiado con «anela, limón y cardamomo, una verdadera delicia para el paladar —explicó Anofles.
—Y servido en copas de vidrio de Alejandría, el más delicado de cuantos se fabrican en el mundo. Un vidrio tan fino y transparente como éste sólo se elabora en nuestros talleres; la arena del desierto de la que se obtiene la sílice con la que lo fabrican es la más pura que se pueda encontrar —añadió Firmo.
—Y bien, ¿qué asunto es ese tan importante que os trae de nuevo hasta mí? —preguntó el sacerdote manifestando cierta indiferencia impostada.
—¿Te gustaría ser el gobernador de Egipto con el título de virrey? —soltó Giorgios de sopetón, tomando la iniciativa.
Anofles miró sorprendido a Firmo y Antioco, quien puso cara de inocencia, alzó los hombros y abrió las manos con un gesto cómplice.
—Estos tres no son mercaderes —sonrió el sacerdote señalando a Giorgios, a Aquileo y a Kitot.
—No, dos de ellos no lo son. Te presento a Giorgios de Atenas, general de la caballería de Palmira, y a su ayudante, el comandante Kitot. Aquileo sí es mi socio comercial —explicó Antioco—. El general te expondrá el motivo de nuestro viaje.
—Palmira se ha convertido en un reino independiente, pero aspira a más. Zenobia, su reina, está dispuesta a crear un nuevo imperio entre los de Roma y Persia, que abarcará toda Siria, Mesopotamia, Anatolia, Grecia y Egipto, es decir, todo el oriente romano.
—Un viejo sueño que ha obsesionado a muchos gobernantes durante siglos: resucitar el efímero imperio de Alejandro el Grande…
—No. Fundar el nuevo imperio de Zenobia y de Vabalato de Palmira.
—Roma no lo consentirá —afirmó Anofles.
—Roma está herida, como el viejo león que ha perdido su manada derrotado por un rival más joven y fuerte, y Palmira es su heredera en Oriente. El emperador Galieno otorgó a Odenato el título de augusto y le concedió los emblemas imperiales y toda la autoridad sobre las provincias de Oriente; el Senado y el pueblo de Roma lo ratificaron. Su esposa Zenobia y su hijo Vabalato, por tanto, son sus herederos legítimos y tienen pleno derecho a usar esos títulos y sus símbolos.
»Además, Zenobia es heredera directa de Cleopatra. Aquí tienes su genealogía; la ha escrito Longino, un filósofo sirio formado en Atenas que ahora es consejero real en Palmira.
Giorgios le entregó una copia del informe que sobre la ascendencia de Zenobia había redactado Longino con los datos suministrados por el historiador Calínico.
—Creo que el sol del desierto os ha vuelto locos. Suele ocurrirles a algunos griegos, que nunca se acostumbran a este calor y a este sol tan intenso. Y si tú estás en esto es que también has perdido el juicio —ironizó Anofles dirigiéndose a Firmo.
—Palmira ha vencido en tres ocasiones a los persas. Todas las ciudades de Siria y de Mesopotamia ya han acatado el dominio de Palmira y estamos preparando un ejército de treinta mil hombres para ocupar Egipto y desalojar a las guarniciones romanas aquí desplegadas —asentó Giorgios.
—¿Treinta mil hombres?
—Unidos en un único cuerpo de ejército integrado por efectivos de Palmira y de Siria y mercenarios de Asia, Armenia y Arabia.
—Todo esto es cierto —confirmó Antioco ante la expresión de duda de Anofles.
—Si nos ayudas en esta empresa, Zenobia te compensará generosamente y te nombrará su virrey en Egipto, además de concederte el gobierno y la administración de las rentas de todos los templos dedicados a vuestros dioses.
—¿Ya cambio de tan generosa dádiva qué esperáis de mí?
—Deberás convencer a cuantos egipcios puedas de que Zenobia es la heredera legítima de Cleopatra, la misma Cleopatra resucitada y reencarnada, si fuera preciso. Para ello utilizarás a los templos y a sus sacerdotes. Creo que no debo explicarte cómo hacerlo. Necesitamos el apoyo de la mayoría de la población egipcia, o al menos que no nos rechace cuando desembarquemos aquí; de los soldados romanos nos encargaremos nosotros.
—¿Y tú, Firmo, qué ganas con esto?
—Aunque no lo creas, en este negocio me basta con ver derrotados a los romanos —le aseguró el mercader persa, que omitió comentar las prebendas económicas que le habían ofrecido los palmirenos por su mediación.
—Dejadme que lo piense unos días; tengo que consultarlo con algunos amigos y estudiar si ese plan es viable. Me estáis pidiendo que entregue Egipto a una nación extranjera…
—No —apuntó Giorgios—; te estamos pidiendo que nos ayudes a asentar en el trono del Nilo a su verdadera soberana, a la sucesora de Cleopatra, a Zenobia, y a acabar así con siglos de dominio romano sobre la sagrada tierra de los faraones. Se Irata de que Egipto recupere su libertad y restaure su independencia, con su propia soberana al frente, Zenobia, la heredera legítima de Cleopatra.
—Se trata de una decisión trascendental; sólo os pido unos días. Entre tanto, consideraos mis huéspedes de honor. Esta es una ciudad fabulosa, os gustará visitar el Museo y la Biblioteca, no existe en el mundo nada igual.
—¿Podría encargar unas copias de algunos libros de esa biblioteca? Longino, el consejero real de Palmira, es un filósofo, y me entregó una lista por si tenía ocasión de encargarlas —preguntó Giorgios.
—Hablaré con el director, un buen amigo, para que os las facilite.
—Te lo agradezco.
Mientras aguardaban la respuesta de Anofles, los embajadores de Palmira visitaron el mayor centro intelectual del mundo. Kitot hubiera preferido perderse en las calles de la ciudad, pero al fin optó por acompañar a Giorgios, a Antioco y a Aquileo, no en vano su papel en aquella expedición era el de guardaespaldas de los dos mercaderes.
Fundado en la época del rey Ptolomeo I, el sucesor de Alejandro Magno en Egipto, y ampliado por sus herederos, el Museo estaba integrado por varios edificios donde se enseñaban filosofía, matemáticas, geometría, historia, medicina y otras disciplinas. Allí daban clases, o lo habían hecho en el pasado, los filósofos y los científicos más eminentes del mundo.
Ampliado por Ptolomeo II como santuario de la sabiduría y dedicado a las musas, estaba integrado a su vez por varios edificios. Dentro del Museo había un jardín botánico, un zoológico, un observatorio astronómico, una gran sala para realizar disecciones anatómicas, laboratorios, talleres, baños, un refectorio donde se servían comidas durante todo el día y habitaciones para profesores y alumnos.
El director de la Biblioteca saludó a los embajadores de Palmira y los recibió con amabilidad a la entrada.
—Mi amigo Teodoro Anofles me ha pedido que os enseñe nuestra biblioteca. Sed bienvenidos.
—Te lo agradecemos. Imagino que el sumo sacerdote ya te ha explicado que somos mercaderes de Palmira a los que Longino, consejero de la reina Zenobia, ha encargado copias de algunos libros de los que aquí se guardan —le explicó Giorgios.
—Sí, sí, estoy al tanto. Acompañadme, por favor.
Giorgios, que conocía bien la Academia de Atenas, pues en ella había estudiado durante tres años antes de ingresar en el ejército romano, quedó impresionado ante el Museo, organizado en los diversos edificios dedicados a cada uno de los apartados del saber unidos por patios ajardinados donde se ubicaban espacios apropiados para la conversación y el relajo. Kitot también estaba asombrado; el gladiador armenio jamás habría podido sospechar que hubiera tanta gente dedicada a estudiar asuntos que él ni siquiera entendía. Y Antíoco imaginaba los negocios que se podrían hacer en aquel lugar o comerciando en Oriente con copias de los libros de la Biblioteca, siempre con su querido Aquileo al lado.