La Prisionera de Roma (39 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

Anofles había citado a los legados palmirenos y a Firmo en sus apartamentos del templo del Serapeion a mediodía. En los meses del verano en Alejandría hacía un calor húmedo y sofocante que apenas se mitigaba entre las gruesas paredes del templo.

—¿Ya tienes una respuesta? —le preguntó directamente Giorgios.

—Sí. Pero antes decidme, ¿cómo es Zenobia? —demandó el sumo sacerdote.

—La reina de Palmira es una mujer de gran coraje y mucha energía, y de extraordinaria belleza. Tiene la voz clara y se expresa con rotundidad. Ha sido educada en los saberes más profundos por el filósofo Longino; ha estudiado historia y filosofía, y ha leído obras de Homero, Platón y Aristóteles. Habla perfectamente arameo, palmireno, árabe, griego y latín y, por supuesto, domina el egipcio, que aprendió de boca de su madre, nativa de este país como ya sabes.

Giorgios exageró en lo del latín, pues Zenobia, aunque lo entendía, no dominaba la lengua latina con la fluidez de las demás.

—¿Y en cuanto a su carácter? Me refiero a su capacidad para gobernar…

—Cuando es necesario demuestra la dureza y la frialdad que se requiere de un gobernante que ejerce plena autoridad, pero es indulgente y clemente como el más amable de los príncipes si eso es lo que conviene en un determinado momento. Administra el erario público con prudencia y no realiza gastos superfluos con los que pueda arrastrar al Estado a la ruina. De hecho, las arcas del tesoro de Palmira están repletas.

—Eso no suele ser habitual entre las mujeres; algunas serían capaces de dilapidar el tesoro de Alejandría en una sola mañana en el mercado —comentó jocoso Firmo.

—Zenobia se preocupa de cada detalle; no conozco a nadie que sepa utilizar el dinero con su discreción y acierto.

—¿Es una mujer piadosa?, ¿reza a los dioses? —demandó Anofles.

—Es tolerante con todos los cultos, incluso con los cristianos y los judíos, a los que recrimina su radicalismo pero a los que permite rezar a su dios único y a los que protege. Cumple devotamente con todos los dioses y ofrece generosos donativos a sus sacerdotes, y siempre consulta a los oráculos de los templos antes de tomar una decisión trascendente. No te preocupes por eso, Zenobia respetará la religión de Egipto, venerará a sus dioses y protegerá a sus templos y a sus sacerdotes.

Giorgios ocultó que, en realidad, Zenobia era partidaria de la creencia en un solo dios representando por el Sol, al que rendía culto en privado.

—Una mujer extraordinaria, según parece.

—Deberías visitar Palmira y comprobar por ti mismo lo que ha erigido en esa ciudad. La está embelleciendo con nuevos edificios y excelentes obras de arte.

—¿Y en cuanto al mando del ejército?

—En el campo de batalla se comporta como un soldado más. Yo la he visto caminar bajo el sol al lado de sus hombres tres o cuatro millas a buen paso, comer y beber con ellos. Sabe montar como el más experto de los jinetes, se ha ejercitado en la caza y en el combate y maneja el arco como el más preciso de los arqueros palmirenos, que, como conoces, son los mejores de Oriente.

—Por lo que cuentas, esa mujer es equiparable al más preparado de los príncipes.

—Así es. Dudo que antes haya existido alguien con su capacidad y preparación para dirigir un imperio.

Antioco Aquiles, que se había mantenido callado, ratificó todas las palabras de Giorgios sobre Zenobia, y percibió que el general estaba prendado de la señora de las palmeras.

—Bien, ya sabes cómo es nuestra reina y cuáles son sus derechos y capacidades para convertirse en la soberana de Egipto. ¿Apoyas ahora nuestra propuesta? —preguntó al sumo sacerdote.

—Durante estos días he conversado con algunos magistrados de la ciudad y con sacerdotes de otros templos, y la mayoría está de acuerdo en que Egipto no puede seguir por este camino, sojuzgado a una voluntad foránea, diluido en el Imperio y saqueado nuestro trigo y nuestro oro para alimentar a la ociosa y parásita plebe de Roma. Sí, os ayudaremos a acabar con el dominio romano sobre Egipto, pero hay dos condiciones que Zenobia deberá respetar.

—¿Cuáles?

—Zenobia será coronada en Alejandría como reina de Egipto y gobernará el país del Nilo en esa calidad y con ese título, y no como reina de Palmira o emperatriz de Oriente. Egipto no quiere volver a estar sometido a ningún poder extranjero.

—De acuerdo. ¿Y la segunda?

—Se mantendrán todos los privilegios y propiedades de los templos y de sus sacerdotes.

—Bueno, ésos son detalles que podemos aceptar.

—Y el futuro ejército de Egipto estará integrado por egipcios y dirigido por un general egipcio.

—Esa es una tercera condición —indicó Giorgios.

—Pero es imprescindible. El pueblo de Egipto tiene que ver a uno de los suyos al frente del ejército que derrote y expulse a los romanos y que restaure su independencia nacional —asentó el sacerdote.

—E imagino que ya tienes pensado quién será ese general.

—Por supuesto. Se llama Timagenes, nuestro soldado más heroico. Odia a los romanos y quiere que se marchen de Egipto cuanto antes. Es centurión de una de las cohortes legionarias auxiliares con guarnición en Alejandría, pero dispone de sus propios soldados egipcios.

—¿Es de fiar? —preguntó Antioco.

—Sí. Es fiel a Egipto y a sus dioses y, además, lo seguirán todos los hombres bajo su mando.

—En ese caso preparemos un plan conjunto.

En los días siguientes Giorgios, Antioco y Anofles, siempre acompañados por Firmo, se reunieron con potentados de Alejandría y fueron perfilando cómo controlar Egipto. Algunas de las reuniones tuvieron lugar en un palco privado del hipódromo, aprovechando la celebración de algunas carreras de caballos, donde Firmo solía invertir en apuestas, casi siempre amañadas por sus agentes, en las que conseguía extraordinarios beneficios.

El propio Timagenes, cuya ambición era manifiesta, acudió en secreto a la mayoría de aquellas reuniones y juró a los palmirenos que sería leal a Zenobia y que arrastraría con él a la inmensa mayoría de los auxiliares e incluso a muchos legionarios romanos que tenían mujeres e hijos egipcios.

Espías de los sacerdotes de Apis fueron recabando información sobre los apoyos que tendría Zenobia, sobre la cuantía de las fuerzas romanas acantonadas en Egipto y sobre cómo se llevaría a cabo el plan de ocupación del valle del Nilo por parte del ejército palmireno y del nuevo ejército egipcio que dirigiría Timagenes. Para el control de todo Egipto Roma sólo disponía de una legión, la II Trajana, cuyas cohortes estaban desperdigadas en varios acuartelamientos por Alejandría, Menfis, Tebas y otras ciudades menores; ante semejante dispersión, neutralizarlas sería tarea fácil.

Entre tanto se organizaba el plan de ocupación de Egipto, Kitot se dedicó a recorrer algunos de los afamados burdeles de Alejandría, de los que se decía que eran los mejores del mundo. El gigante armenio pudo comprobarlo personalmente. En aquellos elegantes prostíbulos se mezclaba el refinamiento de las artes amatorias orientales con la espontaneidad de los de occidente. En un ambiente embriagador, aromado de perfumes y esencias intensísimas, las hetairas de los lupanares alejandrinos, entre las que había mujeres procedentes de medio mundo, se afanaban en proporcionar los mayores placeres a sus clientes.

Kitot tuvo algunos problemas con ciertas prostitutas que, al comprobar el extraordinario tamaño de su miembro viril, acorde con el volumen prodigioso de su corpachón, se negaron a copular con el armenio. En cambio, otras se volvían locas de contento al ver la magnitud de semejante pene y se mostraron encantadas por ser cabalgadas por aquel poderoso semental, dotado de un falo de proporciones nunca vistas, digno de ser calzado por el mismísimo Príapo.

Tras numerosas conversaciones, se acordó que el ejército palmireno desembarcaría en Alejandría diez días después del solsticio de verano del año siguiente. Mediante mensajeros camuflados como mercaderes y portando mensajes previamente cifrados, se establecerían contactos periódicos entre Alejandría y Palmira para mantenerse mutuamente informados de los preparativos del plan. Si todo se desarrollaba conforme a lo previsto, un año más tarde Egipto se convertiría en un reino libre e independiente, Zenobia sería su nueva reina, Anofles su gobernador general y virrey, y Timagenes el general en jefe del nuevo ejército.

Mediado el otoño, antes de que los rigores del invierno empeoraran las condiciones de navegación por el Mediterráneo oriental, Antioco Aquiles, Giorgios, Aquileo y Kitot regresaron en un barco mercante de Tiro al puerto sirio de Tripolis, y pocos días después llegaron a Palmira cargados de buenas noticias y con dos docenas de libros de filosofía para Longino y un anillo con un enorme brillante engastado, regalo personal de Firmo para Zenobia. El rostro más feliz, pero a la vez el que mostraba señales de una cierta añoranza por haber dejado atrás Alejandría, era el del gigante Kitot.

CAPÍTULO XXIII

Palmira, finales de 268;

1021 de la fundación de Roma

Cayo Longino estaba feliz. En sus manos sostenía un rollo que contenía una copia del
Fedón
, un tratado de filosofía de Platón traducido del griego al latín con apostillas y comentarios por Lucio Apuleyo, una obra que había perseguido durante mucho tiempo y que al fin tenía ante sus ojos. Era uno de los libros que Giorgios le había traído de Alejandría.

El consejero principal de Zenobia, a la que seguía enseñando filosofía y recomendando lecturas, sonreía a la vez que acariciaba, como si se tratara de la piel de una hermosa mujer, el excelente papiro sobre el que se había realizado esa copia.

Encima de la mesa tenía otra copia del
Hortensio
de Marco Tulio Cicerón, escrita a imitación del
Protréptico
de Aristóteles.

—Egipto será nuestro —dijo orgullosa Zenobia, que entró en la sala donde Longino estaba ordenando las obras recién traídas de Alejandría por Giorgios.

—Te lo dije, mi señora, los egipcios están ansiosos esperando la llegada de una reina que les recuerde a su añorada Cleopatra.

—Sí, tu estratagema ha funcionado. Reconozco que muy pocos de mis consejeros creyeron en tus previsiones. Algunos me dijeron que estabas loco y que nadie creería esa historia. ¡Cleopatra reencarnada en una mujer de Palmira! Parecía algo absurdo, pero tuviste razón: Egipto necesita una reina. —Zenobia jugueteaba en su dedo corazón con el anillo de brillante regalo de Firmo.

—Y ya la tienen, mi señora. Ya eres la reina de todo Oriente y puedes serlo de todo el mundo. Los sirios acatan tu autoridad y están orgullosos de ti, y los egipcios te aceptan como Cleopatra revivida y anhelan tenerte entre ellos. Muy pronto los griegos venerarán tu belleza y te verán como a Afrodita encarnada en una mujer real; los anatolios y los armenios te considerarán como la divinidad del fuego a la que adoran; y los africanos verán en ti a la sucesora de la reina Dido, la que enamoró a los marineros griegos y fenicios y erigió un reino próspero en Cartago. Serás la reina de todos ellos.

—Quedan los romanos, Longino. Ellos jamás reconocerán el poder de Palmira.

—Los romanos tendrán que conformarse con gobernar Occidente, donde se habla latín y las gentes son más rudas e incultas. El viejo Imperio romano se ha partido en dos. Occidente se aboca a la ruina por la decadencia de muchas de sus ciudades, el avance de las grandes propiedades latifundistas, la regresión del comercio y el abandono de la educación y la sabiduría. En ese extremo del mundo ya no hay lugar ni para la filosofía ni para la inteligencia. Oriente es distinto. Aquí siguen floreciendo las ciudades, el comercio y las escuelas; los filósofos y los sabios son reconocidos y las gentes aprecian el valor de los libros y de la ciencia. Este debe ser tu imperio, mi señora. Deja que Roma se ocupe de liberarse de sus viejos fantasmas y de los lémures que la aterran, si es que se siente capaz de hacerlo, y tú gobierna sobre las tierras de Oriente y construye un nuevo reino basado en los pilares del antiguo, pero haz que rejuvenezcan estas tierras sin que se pierdan los valores que nos enseñaron nuestros sabios maestros.

—Has hablado como un filósofo, pero ahora requiero tu opinión como mi consejero político.

—Intenta sellar la paz con Roma y con Persia. Ofréceles a ambos imperios un tratado de amistad. Diles a Claudio y a Sapor que Palmira desea construir un mundo en el que sea posible vivir en paz sin matarnos permanentemente los unos a los otros…

—Sigues hablando como un filósofo.

—No puedo dejar de serlo, mi señora. Zabdas y Giorgios estaban organizando la gran expedición militar para la conquista de Egipto en el cuartel general del ejército de Palmira. Ambos tenían la experiencia suficiente como para conducir esa empresa al éxito, pues ya lo habían hecho en ocasiones anteriores, cuando derrotaron a las tropas de Sapor. Si habían podido vencer al Imperio de los persas, no sería complicado imponerse sobre unas desmoralizadas tropas romanas y sobre unos pocos miles de despistados guerreros egipcios, que además no dudarían en pasarse al lado del vencedor enseguida.

—La ciudad de Alejandría carece de defensas efectivas. Sus murallas quizá fueron poderosas antaño, pero ahora están abandonadas y arrumbadas en numerosos tramos. Sus calles son anchas y se cruzan en ángulo recto. Se divide en cinco barrios, con el nombre de las cinco primeras letras griegas: alfa, beta, gamma, delta y épsilon. Aquí —Giorgios señaló un punto sobre un plano en el cruce de dos grandes avenidas— se ubica un monumento similar al
tetrapylon
de Palmira.

»Los dos puertos son fácilmente accesibles y en este tiempo carecen de defensas efectivas. Dentro del Eunostos, el puerto occidental, hay un pequeño recinto amurallado al que llaman Kibotos que se comunica con el lago interior, el Mareotis, a través de un canal que atraviesa el extremo occidental de la ciudad. Aquí, a orillas del Gran Puerto, el oriental, se levanta una fortaleza muy antigua que se encuentra en deficiente estado…

Zenobia los interrumpió de improviso, justo cuando Giorgios explicaba al general Zabdas el estado de las murallas y de las defensas de Alejandría.

—Buenas tardes.

Los dos generales se levantaron ante la presencia de su soberana.

—Perdona este desorden, pero no nos han informado de lu visita; castigaré…

—No, no castigues a nadie, Zabdas; me he presentado aquí sin previo aviso. Acabo de hablar con un mercader recién llegado de Ctesifonte; bueno, en realidad se trata de un fiel amigo al que encomendé que entrara en contacto con Sapor para acordar la paz entre nuestras naciones, o una tregua al menos.

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