La Prisionera de Roma (43 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

Tenagino Probo, prefecto romano de las legiones y gobernador de Egipto, había sido un fiel servidor del fallecido Galieno; era un general experimentado, curtido en las batallas y en la política, pero temía que su antigua lealtad a Galieno fuera castigada y estaba obsesionado por ganarse los favores del nuevo emperador Claudio. Había partido de Alejandría con todas las naves de guerra disponibles en persecución de unos piratas, pagados por Anofles con el fin de engañarlo, por las costas de Cirene, destinando a ello todos los navíos de guerra romanos fondeados en Alejandría y algunos otros llegados de las flotas desplegadas en el Egeo y en el Ponto.

En cuanto se enteró de la rebelión de Egipto y de la pérdida de Alejandría por una trirreme enviada desde Atenas que navegó hasta la costa africana en su busca, Probo se percató de su error y envió un mensaje al emperador Claudio, quien le ordenó que regresara inmediatamente a Egipto para restablecer el dominio de Roma.

Claudio II había logrado ganarse el favor del ejército, gracias en buena medida a aquellas veinte piezas de oro que repartió como donativo a cada legionario cuando fue proclamado emperador, y la conformidad del Senado, que aceptó su nombramiento y lo ratificó como augusto ante las promesas de que los senadores volverían a tener mayor protagonismo y participación en la política imperial. Como contrapartida, el Senado tuvo que votar su propuesta favorable a conceder la apoteosis al difunto Galieno, lo que los senadores acataron de mala gana.

En aquellos días en los que los palmirenos estaban comenzando la ocupación de Egipto, los problemas se le acumulaban al emperador de Roma. Había tenido que rechazar la incursión de una feroz tribu germánica, los alamanes, que habían atravesado el
limes
y penetrado hasta la zona de los grandes lagos del norte de Italia, desde donde amenazaban a las ricas ciudades del valle del Po. Rechazados estos germanos, se había dirigido hacia los Balcanes, donde se encontraba guerreando contra los godos, a los que venció en varias batallas. Esas victorias le otorgaron el honor de recibir del Senado el sobrenombre de Gótico.

Ante la ausencia de la flota romana, el desembarco del ejército de Palmira se produjo de manera ordenada. La mayoría de aquellos hombres estaba acostumbrada a combatir en los desiertos de Siria, en las mesetas de Anatolia o en las campiñas de Mesopotamia, y los comandantes de los navíos eran expertos marineros de la costa fenicia, herederos de una secular saga de marinos que hacía siglos ya se habían atrevido a navegar más allá de las columnas de Hércules, hacia las islas del océano donde finalizaba el mundo.

Zenobia, Zabdas, Giorgios y Antioco acaban de celebrar un banquete con Teodoro Anofles, Firmo y Timagenes; allí se acordó que Zenobia recibiría la doble corona de Egipto según la ceremonia tradicional de los antiguos faraones. El general de Palmira receló enseguida del sumo sacerdote del Serapeion, y así se lo confesó a su lugarteniente cuando se quedaron solos.

—Ese tipo no es de fiar —asentó Zabdas.

—Hasta ahora ha cumplido escrupulosamente su palabra, como has podido comprobar. Y ha logrado engañar al gobernador romano con esa ingeniosa treta de los piratas.

—Algo me dice que vendería a su propia madre por un puñado de piezas de oro, tal vez por una sola moneda. Hay algo en sus ojos y en su mirada que me produce desconfianza.

—Sé a lo que te refieres. Anofles es el sumo sacerdote del templo donde se rinde culto al dios Apis, un dios amable que concede el bienestar y sana a los enfermos. En realidad, sus templos son hospitales donde acuden quienes sienten alterada su salud y disponen de dinero suficiente para pagar el tratamiento. Sus sacerdotes son médicos que dominan las artes sanativas ancestrales de la medicina egipcia, cuyos conocimientos se transmiten de generación en generación de sacerdotes, que se encargan de mantenerlas en secreto.

»A causa de ello, los templos de Apis son enormemente ricos y poderosos, pues los que sanan por sus cuidados ofrecen mucho dinero al santuario y, si fallecen, sus deudos hacen lo propio para que puedan disfrutar de buena salud en la otra vida. Curen o no a sus pacientes, estos sacerdotes siempre obtienen cuantiosos beneficios.

»Pero, además, son muy influyentes. Sus discursos son escuchados con atención, y sus consejos y recomendaciones seguidos por mucha gente, que ve en esta casta sacerdotal a los verdaderos depositarios de la herencia del genuino Egipto. Si queremos dominar este país debemos contar con esos sacerdotes, y te aseguro que Anofles es el más importante de todos ellos.

—De acuerdo, pero ordena que lo mantengan vigilado. Y que tampoco pierdan de vista a Firmo; ese mercader vendería a su propia madre por un puñado de sestercios. Hay que ocupar todo este país antes de que reaccionen los romanos. Imagino que ya sabrán que han perdido Alejandría y que están a punto de perder todo Egipto, de manera que conviene estar preparados para una contraofensiva, si es que se produce…

—Se producirá, general. Yo he servido en las legiones y sé bien que Roma vendrá a reclamar lo que considera suyo. Roma, amigo, siempre vuelve. Lo que no comprendo es por qué Zenobia se ha empeñado en conquistar Egipto y desafiar de este modo a Roma. Si se hubiera limitado a mantener su dominio sobre Palmira y la provincia de Siria, como hizo su esposo Odenato, tal vez los romanos hubieran consentido que las cosas se quedaran así, pero esta campaña militar es un reto que Roma no puede obviar.

—No entiendes nada —dijo Zabdas—. Para que Palmira pueda existir, necesita dominar Egipto. La nuestra es una ciudad de mercaderes; sin el comercio de las caravanas apenas sería un montón de chozas de adobe y de tiendas de paño burdo habitada por un puñado de camelleros andrajosos y una docena de miserables recolectores de dátiles. La riqueza de Palmira depende de que las caravanas atraviesen la ciudad y su territorio, se abastezcan en ella de agua y víveres y dejen allí parte de su riqueza. Si los romanos controlan Egipto, podrían desviar las rutas comerciales que llegan de Oriente por el mar del sur y luego por el mar Rojo. Y si llegaran a un acuerdo con los sasánidas, cosa poco probable pero no imposible, estarían en condiciones de canalizar el tránsito de las mercancías por los ríos Tigris y Eufrates hasta el golfo de Persia, y desde allí navegar alrededor de Arabia hasta las costas de Egipto en el Mar Rojo. Si así ocurriera, Palmira estaría acabada. Por eso necesitamos dominar Egipto; se trata de una cuestión de supervivencia.

—Entonces, los motivos que hemos alegado para poner en marcha toda esta campaña son una gran mentira.

—No. Zenobia es descendiente de Cleopatra y tiene derecho al trono de Egipto, pero los comerciantes de Palmira no la habrían financiado si no supieran que se juegan su futuro en esta campaña y que de ello depende que sus bolsas continúen bien repletas de oro. Las guerras siempre se inician por la misma razón: el dinero.

—En dos semanas partiremos hacia el sur; entre tanto, visitaré la Biblioteca. —Giorgios cambió de tema de conversación—. Longino quedó emocionado con los libros que le llevé y me encomendó que ordenara copiar nuevas obras. Las encargaré a los escribas y dispondré que se las envíen en cuanto estén acabadas.

—En ese caso coméntaselo a la reina; creo que a ella le gustará acompañarte, pues Longino le ha inculcado el amor por la filosofía y por los libros. Yo prefiero ocupar mi tiempo en otros asuntos.

Zabdas sabía que Zenobia y Giorgios habían hecho el amor unos meses atrás en el palacio real de Palmira. Yarai, la criada de confianza de la reina, mantenía puntualmente informado al general de cuanto ocurría en la intimidad de la vida de su señora. Hacía ya mucho tiempo que el veterano Zabdas había renunciado al amor de su soberana, pero velaba por su seguridad y estaba pendiente de cada circunstancia de su entorno.

Envidiaba a Giorgios porque Zenobia lo miraba con ojos distintos a como lo hacía con el resto de los hombres y había estallado en un momentáneo arrebato de cólera cuando Yarai le confirmó que ambos habían pasado una noche en palacio. Pero apreciaba tanto al ateniense que se calmó al reflexionar y concluir que era mejor que Giorgios, un hombre leal, valiente y noble, fuera el amante de su reina en vez de un arribista sin escrúpulos.

El palacio real que construyera Ptolomeo I, el general de Alejandro Magno que sucedió al soberano macedonio como faraón de Egipto, había sido el lugar donde Cleopatra amó a Marco Antonio, tal vez el último representante del verdadero espíritu romano. Ubicado junto al venerado templo de Artemisa, en el lado oriental del Gran Puerto, sobre el promontorio rocoso llamado Lochias, disponía de su pequeño puerto protegido por un poderoso malecón amurallado. Había sido remodelado en varias ocasiones, pero mantenía buena parte de la estructura original helenística que le confiriera su fundador. Zenobia se había instalado en ese palacio, en una de cuyas alas se habían habilitado las oficinas del ejército y de la nueva administración palmirenos.

Tal como se había acordado, en una solemne ceremonia cargada de gran simbolismo Zenobia fue coronada en ese mismo palacio como reina de Egipto, y el sumo sacerdote de Apis, Teodoro Anofles, le entregó la doble corona, recogiendo la vieja tradición de los faraones del Bajo y del Alto Egipto, que ella se colocó con sus propias manos.

Inmediatamente después de su coronación, promulgó un edicto real por el que, ya reina de Egipto, nombraba como gobernador y virrey al sumo sacerdote Anofles, otorgándole poderes administrativos y judiciales y la plena jurisdicción sobre todos los templos de la antigua religión. En el mismo acto, Timagenes fue nombrado general en jefe del ejército egipcio y el mercader Antioco Aquiles miembro del consejo real.

En el banquete que siguió a la ceremonia, celebrado al estilo oriental, se utilizaron unas copas de oro engarzadas con piedras preciosas cuya fabricación se atribuía a un encargo que la mismísima Cleopatra realizó al mejor taller de orfebrería de Alejandría.

Una amplia balconada se abría hacia el mar anaranjado, sobre cuya superficie ondulada se reflejaban los últimos rayos del tórrido sol del verano. Acabado el banquete, Zenobia le hizo llegar a Giorgios una nota para que acudiera a sus habitaciones en cuanto se marcharan los invitados.

El ateniense, ávido de volver a encontrarse a solas con su amada, así lo hizo. Kitot, a quien la reina había nombrado jefe de su guardia personal, lo guió hasta los aposentos privados del palacio.

El armenio golpeó la puerta con los nudillos de su enorme mano y aguardó. La voz de la señora de las palmeras se oyó al otro lado autorizando el ingreso en su habitación.

—Muerto Odenato, tú eres el único hombre sobre la tierra que goza de este privilegio; respeta a esa mujer o te juro que, aunque seas mi superior y mi amigo, te estrangularé con mis propias manos —le dijo Kitot a Giorgios.

—Nadie desea la felicidad de Zenobia tanto como yo; te lo aseguro.

El armenio dio orden a los eunucos para que abrieran la puerta, entró, se inclinó ante Zenobia y anunció que allí se encontraba el general de caballería Giorgios de Atenas.

—Gracias. Ahora déjanos solos.

El coloso volvió a inclinarse y salió de la estancia.

—En estas copas posaron sus labios Cleopatra y Marco Antonio. ¿Sabes que soñaron con crear un reino en Oriente, con centro en Egipto, sobre el que ambos gobernarían felices y enamorados para deleite y prosperidad de sus súbditos? Pero Octavio Augusto fue más listo, los derrotó en la batalla de Actium y acabó con ese sueño.

Zenobia hablaba de espaldas a Giorgios, apoyada en la balaustrada desde la que se contemplaba el Mediterráneo; enfrente se elevaba el gigantesco Faro y a su derecha se abría la embocadura del Gran Puerto. En su mano, la reina sostenía una copa de oro con rubíes y perlas engastados en las asas y en el reborde del pie.

El ateniense se acercó hasta la mujer, que seguía con la vista puesta en el atardecer sobre el mar dorado, se colocó justo tras ella y la abrazó con delicadeza.

—Creí que me habías olvidado —le susurró al oído.

—No quiero enamorarme de ti; no debo —bisbisó Zenobia mientras depositaba la copa en la repisa.

Luego se volvió muy despacio y se encontró con los labios de Giorgios, que la besaron con ternura.

—Mi reina, mi señora…

Hicieron de nuevo el amor en silencio, sin dejar de acariciarse y de besarse. Cuando Giorgios se derramó en el interior de Zenobia, ésta sintió un escalofrío de placer que le atravesó todo el cuerpo, como un rayo de intenso gozo; nunca antes había disfrutado de una sensación semejante. El ateniense lo supo cuando notó cómo se estremecía, cómo jadeaba en su respiración entrecortada, cómo arqueaba su espalda entre aceleradas convulsiones y cómo vibraba cada porción de su cuerpo.

—Aquí mismo vivieron su pasión Cleopatra y Marco Antonio —susurró Zenobia, recostada sobre el pecho de su amante, mientras las manos de Giorgios acariciaban sus pechos desnudos y los dedos jugueteaban con sus pezones erectos.

—Tú estás a la altura de esa reina, mi señora.

—Y tú podrías ser Marco Antonio.

—No poseo las virtudes de ese romano; además, si no recuerdo mal su historia, creo que ambos acabaron suicidándose. Ocurrió aquí, en Alejandría, tal vez en este preciso lugar.

—¿En verdad crees que yo puedo ser la nueva Cleopatra?

—Estoy seguro de que esa reina no fue más hermosa que tú, porque no ha nacido en el mundo nadie que iguale siquiera tu belleza, y tu inteligencia es muy superior a la suya, según reconoce el propio Longino. Además, ella sólo fue reina de Egipto y tú ya lo eres de todo Oriente. Has hecho realidad lo que para ella no fue más que un sueño.

La mano de Giorgios se deslizó por el vientre hasta alcanzar el pubis de Zenobia y comenzó a acariciarle el sexo con las yemas de sus dedos, con movimientos circulares lentos, delicados y cadenciosos, hasta que ella comenzó a jadear y gemir de placer.

Hicieron de nuevo el amor y bebieron vino dulce en las copas de oro, mezclando sus salivas y fundiendo sus cuerpos, vibrantes de placer y ansiosos del otro. Y la noche cubrió Alejandría con su manto oscuro y cálido mientras la luna rielaba sobre el mar en calma y Giorgios se imaginaba gobernando el mundo al lado de aquella prodigiosa mujer a la que veneraba como si se tratara de la mismísima Afrodita descendida del monte Olimpo.

—La comunidad de cristianos de Alejandría te acepta como reina. Es una de las más numerosas de Oriente y su obispo ejerce una gran influencia en toda la ciudad.

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