La Prisionera de Roma (44 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

—¿Estás seguro? —Zenobia acababa de recibir la noticia de boca de Antioco, quien se había entrevistado con el patriarca de Alejandría.

—Puedes comprobarlo tú misma. El patriarca está esperando a que lo recibas; viene acompañado de una amplia delegación de sacerdotes y monjes cristianos.

—Por favor, dile que pase… pero él solo; los demás que esperen fuera.

Demetrio, el patriarca alejandrino, era un hombre recio y su aspecto poco refinado semejaba más al de un campesino que al de uno de los principales dirigentes de la Iglesia. Era el jefe de una de las comunidades cristianas más antiguas y numerosas, la primera en constituirse en África. Su cargo resultaba equiparable al de los patriarcas de Antioquía, Jerusalén y Roma.

—Quiero agradecerte que tú y tu comunidad hayáis reconocido mi derecho a gobernar Egipto —le dijo Zenobia antes de que Demetrio pudiera siquiera presentarse.

—Así lo decidió nuestra asamblea, señora.

—¿Cuántos cristianos vivís en esta ciudad?

—Varios miles. —Demetrio no quiso precisar la cantidad exacta—. Tal vez sea ésta la comunidad cristiana más numerosa de todo el mundo, no en vano fue fundada por uno de los doce primeros apóstoles, nuestro señor san Marcos evangelista. El primer converso alejandrino fue Aniano, un zapatero que abrazó la fe en Jesucristo y la defendió con su vida, pues fue martirizado y muerto en tiempos del tirano Nerón, el primero de los emperadores romanos que persiguió a los cristianos. Desde entonces, los cristianos de Alejandría tuvieron mucha preocupación a la hora de practicar sus creencias y celebrar sus ritos, para lo cual construyeron catacumbas ocultas a los ojos de las autoridades romanas. Pero la semilla de Aniano floreció y pronto fuimos cientos, y luego miles, y desde Alejandría la fe verdadera se extendió por el Nilo y por toda África.

—Pareces orgulloso de tus antepasados cristianos —supuso Zenobia.

—Lo estoy, señora. Aquí enseñaron la doctrina de Cristo el gran Clemente y su discípulo Orígenes, quienes hace ahora poco más de medio siglo fundaron una escuela de teólogos donde se han formado los más brillantes pastores de nuestra fe, capaces de superar en sabiduría y conocimiento a los de la mismísima Antioquía.

El patriarca alejandrino lucía sobre su pecho una gran cruz de oro con engastes de perlas y rubíes.

—Veo que también exhibes uno de vuestros símbolos sagrados. —Zenobia la señaló.

—La cruz de Cristo, el símbolo de Su pasión y de Su muerte y el emblema de nuestra redención. Sí, es la señal de los cristianos, y fue precisamente aquí, en Alejandría, donde comenzó a utilizarse como nuestro principal icono.

Desde luego, Alejandría era un foco extraordinario de debates teológicos cristianos. Poco después de recibir al patriarca, Zenobia despachó durante un buen rato con dos rabinos representantes de la comunidad judía, que también había acatado su dominio sobre Egipto, los cuales le habían pedido protección especial para todos los hebreos, cuya comunidad se asentaba agrupada en un barrio en el sector noreste de la ciudad.

La experiencia que tenían los hijos de Israel con los gobernantes romanos no era precisamente agraciada, pues una revuelta de los judíos, hacía ya siglo y medio, fue reprimida por el emperador Trajano de tal modo que a punto estuvo de provocar la desaparición de la comunidad judía de Alejandría; hacía tan sólo dos generaciones que otro emperador, Caracalla, había ordenado liquidarlos a casi todos. Si la población hebrea se había recuperado, se debía a la afluencia de emigrantes judíos procedentes de Siria y de Arabia, que buscaban en esta ciudad una vida mejor.

—Esta es una ciudad habitada por manadas de locos —comentó Zenobia a Antioco tras despedir a los rabinos judíos—: seguidores alunados de Apis y de los demás dioses egipcios que practican incomprensibles ritos ancestrales, devotos impúdicos de Artemisa y de las deidades griegas que copulan entre sí hasta que no pueden más, huraños judíos irredentos henchidos de una soberbia insoportable en espera del Mesías que los libere de un yugo que ellos mismos se imponen, irracionales cristianos de todos los pelajes empeñados en convertir su religión en la única existente, obsesos adoradores del fuego capaces de inmolarse en una hoguera para unirse en las llamas con su dios… ¿Qué religión no tiene aquí su templo? Indios, chinos, romanos, griegos, árabes… ¿Qué pueblo no tiene aquí su barrio? Alejandría, Alejandría… ¿Cómo podré gobernar esta alocada amalgama de orates estrafalarios y de creencias irracionales?

—Como tú sabes hacerlo, Zenobia: con prudencia y sensatez, permitiendo que toda esa caterva de pirados pueda rezar libremente a sus dioses y observar sus costumbres e impidiendo que nadie prohíba hacerlo a los demás, lo que provocaría enfrentamientos sangrientos.

—Sí, Antioco, sí, pero ¿hasta cuándo podré hacerlo? En esta ciudad cada hombre se cree un consumado teólogo, cada creyente se siente capaz de fundar su propia religión y cada sacerdote se considera un rey. ¡Alejandría, Alejandría…!

—Zenobia, mi pequeña, aquí vivieron y enseñaron los insignes gramáticos que determinaron las leyes de la retórica, los eruditos geógrafos que diseñaron los mejores y más precisos mapas del mundo y los científicos, matemáticos y geómetras que plantearon los más complejos teoremas. Alejandría es el centro de la ciencia del mundo, no creo que sea tan difícil lograr que la ciudad que ha acogido a tantos sabios entienda qué es lo que más le conviene.

La buena noticia la trajo Zabdas: en la sagrada ciudad de Tebas, la más venerada de las urbes de Egipto, los sacerdotes de todos los templos de la antigua religión de los dioses tradicionales y la mayoría de la población también habían proclamado a Zenobia como reina de Egipto.

Aquella mañana Zenobia había acudido a la Biblioteca acompañada de Giorgios. El director les estaba mostrando los libros más valiosos de sus depósitos cuando Zabdas los interrumpió:

—Tebas te aclama como reina, mi señora, aunque la guarnición romana allí acantonada se ha parapetado en su fortaleza y no acepta rendirse.

Zenobia sostenía en esos momentos en sus manos el plano del mundo conocido realizado según los cálculos de Eratóstenes y lo comparaba con otro realizado por un discípulo de Ptolomeo, el gran geógrafo griego que calculara las distancias y proporciones de la Tierra y elaborara un famoso tratado sobre las estrellas.

—¿Cuántos son esos romanos?

—Algo más de mil veteranos de la II Legión. Nuestros informadores no están del todo seguros porque se han encastillado en su campamento.

—¿Será suficiente con dos mil hombres para someterlos?

Zabdas miró a Anofles, que lo acompañaba.

—Disponemos de tres mil fieles guerreros egipcios allí, señora —añadió el sumo sacerdote de Apis.

—Pero todavía quedan algunas otras guarniciones romanas en la región que podrían desplazar efectivos a Tebas para socorrer a sus compañeros —supuso Zabdas.

—Ponte al frente de cinco mil y parte de inmediato hacia el sur. Yo iré tras de ti con Giorgios y otros cinco mil. Anofles, tú vendrás con nosotros a Tebas, así comprobarán tus colegas que estás a mi lado. Antioco Aquiles se quedará entre tanto al mando en Alejandría con los veinte mil restantes como reserva por si los romanos deciden contraatacar desde el mar.

La determinación y la capacidad de mando de Zenobia, a pesar de que la había puesto de relieve en tantas ocasiones, volvió a sorprender a Giorgios. Y de nuevo lo maravilló cuando, una vez retirados Zabdas y Anofles, se puso a debatir con el director de la biblioteca sobre los poemas del divino Homero y sobre la explicación de la naturaleza según el punto de vista de Platón o según los comentarios de Aristóteles.

De vuelta a palacio, el ateniense pasó todo el día aguardando impaciente a que se produjera una nueva llamada de Zenobia, invitándolo a pasar con ella aquella noche, y así amarla de nuevo hasta el amanecer; pero la única comunicación que recibió fue una orden de Zabdas indicándole que preparara la caballería pesada para salir de inmediato hacia Tebas.

Tebas, en Egipto, finales de verano de 269;

1022 de la fundación de Roma

Las ciudades del norte de Egipto se fueron entregando sin resistencia ante el avance del ejército de Palmira. En cada ciudad los sacerdotes habían arengado previamente a las masas de campesinos y artesanos sobre la conveniencia de acatar la autoridad de Zenobia, la mujer a la que presentaban como una encarnación de la reina Cleopatra, aduciendo que, tras trescientos años de dominio romano, Egipto volvía a ser una tierra libre del yugo extranjero.

Además, se presentaba a Timagenes como el gran general de Egipto, por lo que las tropas palmirenas no parecían un verdadero ejército de ocupación, al estar encabezadas en todos los desfiles por el antiguo centurión egipcio, que había sido nombrado general por Zenobia.

En algunas ciudades, grupos de egipcios aclamaban con entusiasmo la entrada triunfal de su nueva reina y de las tropas palmirenas como si se tratara de un verdadero ejército de liberación. Improvisados retratos de una imaginaria Zenobia, con un tocado sobre su cabeza al modo de los tradicionales soberanos egipcios, pintados sobre láminas de papiro y lienzos de algodón y lino, se desplegaban en las fachadas de los templos y en las esquinas de algunas calles. Cualquiera de aquellas imágenes estereotipadas palidecía ante la belleza de la verdadera Zenobia, a la que muchos consideraban superior en hermosura y valor a la legendaria Cleopatra.

Grupos de gente convenientemente aleccionados vitoreaban a Zenobia, a la que aclamaban como descendiente y heredera legítima de los Ptolomeos, y señalaban sus orígenes egipcios y su gusto por la cultura de ese país. Las multitudes se entusiasmaban y gritaban fervorosas cuando, tocada con la doble corona del Bajo y del Alto Egipto, se dirigía a ellas en el idioma egipcio que aprendiera de su madre y utilizaba expresiones y palabras que eran usadas cotidianamente por la gente más humilde.

La tropa avanzada de cinco mil palmirenos encabezada por Zabdas y Timagenes no encontró resistencia alguna hasta las cercanías de Tebas. Las dos cohortes de la II Legión Trajana acuarteladas en esa ciudad fueron conminadas por Zabdas a rendirse, pero los soldados romanos decidieron plantar cara en el campo de batalla. Convencidos de que refugiados en su endeble campamento sucumbirían ante la acometida de un enemigo muy superior en número y de que no recibirían ayuda en caso de un asedio prolongado, rechazaron la generosa oferta de capitulación que les había ofrecido Zabdas y optaron por luchar y morir como romanos de honor.

Giorgios llegó al campo de batalla al frente de un destacamento de trescientos jinetes acorazados, entre los que se encontraba Kitot, a tiempo para participar en la batalla.

—La reina me ha pedido que me adelantara por si necesitabas ayuda.

—Creo que no, pero gracias de todos modos. Ahí tienes a esos romanos. Han respondido a mi oferta de capitulación honrosa con una negativa a rendirse y me han desafiado a una batalla en campo abierto. No tienen la menor oportunidad de salvar sus vidas. Creo que están locos —comentó Zabdas.

—Son romanos, no lo olvides.

Frente al campamento legionario de Tebas se encontraba desplegado el cuerpo de ejército que mandaba Zabdas, a cuyo lado siempre se colocaba Timagenes: cuatro mil infantes bien equipados, dos batallones de caballería ligera y un millar de los mejores arqueros de Palmira equipados con cascos de láminas de hierro, guantes y muñequeras de cuero, cota de chapa metálica y espadas corta y larga, además de los magníficos arcos y doble carcaj.

Ante el asombro de Zabdas, que creyó que el anuncio del comandante romano de que iban a combatir en campo abierto se trataba de una bravuconada, las dos cohortes salieron al exterior del campamento y se desplegaron frente a los palmirenos.

—O se trata de una trampa, y no lo parece, o esos hombres han decidido suicidarse —comentó—. Preparados para la batalla; que nadie se mueva de sus posiciones hasta que yo lo mande —ordenó a sus comandantes.

Los legionarios romanos se colocaron formando un solo cuerpo, muy compacto, justo frente al centro del ejército palmireno.

—¡Ya entiendo! Van a componer la tortuga, una tortuga gigantesca con todos los legionarios de las dos cohortes —comentó Giorgios—. Tratarán de confundir a nuestros caballos y de rechazar la carga de nuestra caballería pesada.

—¿Qué propones? —le preguntó Zabdas.

—Los caballos suelen asustarse ante un bloque cerrado, compacto y erizado de lanzas como el que ofrecen las formaciones en tortuga, y se resisten a cargar contra él, y las flechas de los arqueros no son efectivas si todas las posibles fisuras se cierran bien con los escudos. La mejor manera para evitar pérdidas por nuestra parte es intentar deshacer esa formación. Propongo que ataquemos con nuestra caballería pesada su flanco derecho, que parece el más débil, y que concentremos nuestras fuerzas en un punto de ese lado. Si con una carga de los catafractas abrimos una brecha en la tortuga, todo será más fácil.

Como había previsto el ateniense, los romanos armaron enseguida la formación en testudo. Aquella imponente masa de escudos erizada de lanzas no amedrentó a Giorgios, acostumbrado a enfrentarse a los bárbaros en las batallas en el Danubio, pero el general dudó si lanzar un ataque frontal y contundente que aplastara la tortuga en la que resultaba muy difícil penetrar si cada legionario mantenía con firmeza su posición, o bien atacar por el flanco derecho, en una carga en cuña, para abrir una brecha y desarbolar una zona de ese flanco.

Mientras Giorgios y Zabdas calibraban sus fuerzas y decidían el tipo de ataque ante la formación defensiva de los legionarios romanos, Kitot no lo pensó dos veces. Ante la sorpresa de todos, incluidos sus propios compañeros de armas, el armenio alzó su maza de hierro, la agitó al aire, aulló como un demonio y se lanzó, sobre su poderoso camello, contra el frente de la tortuga. El camello obedeció la orden de su jinete y trotó directo hacia el muro de escudos.

—¡Qué hace ese loco! —exclamó Zabdas sorprendido—. ¿Le has ordenado tú que ataque?

—Por supuesto que no; lo hace por propia iniciativa —respondió Giorgios.

El camello trotaba imparable hacia los romanos. Kitot enarbolaba la maza y la giraba en molinete sobre su cabeza.

El impacto del camello y su gigantesco jinete acorazado fue tan contundente que se abrió una brecha en las filas romanas. Varias lanzas atravesaron la gruesa piel del camello, pero, por el impulso que llevaba en su carrera, el cuerpo del animal, con Kitot erguido sobre su joroba, penetró hasta la cuarta fila de legionarios, provocando el desconcierto en el frente de la tortuga. El camello bramó herido de muerte y, antes de morir, coceó con sus últimos estertores a cuantos se encontraban a su alrededor. Su enorme corpachón sirvió de ariete y de protección a Kitot, que saltó a tierra girando su enorme maza de combate, abatiendo con ella a cuantos legionarios habían quedado al descubierto tras la acometida del camello.

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