La Prisionera de Roma (45 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

Los romanos, aprisionados en su propia formación, con los escudos y las lanzas trabados para componer la tortuga y sin apenas capacidad de maniobra interior, casi no podían moverse, y Kitot, con tremendos golpes, fue ampliando la brecha abierta por el cuerpo del camello. Conforme iban siendo derribados, los legionarios que quedaban al descubierto fueron presa del pánico y la formación de la tortuga empezó a deshacerse.

Giorgios se dio cuenta de inmediato de lo que estaba ocurriendo y ordenó a sus catafractas que cargaran sobre la brecha abierta por el armenio. Los jinetes acorazados palmirenos se movieron deprisa y formaron una cuña siguiendo las precisas indicaciones de su general; arrancaron al galope y penetraron en el agujero abierto por Kitot como un rayo.

La tortuga resultó partida en dos y los legionarios quedaron expuestos al ataque de los jinetes palmirenos. Deshecho el testudo, cualquier resistencia era ya inútil, pero los romanos no se rindieron y, desesperados, intentaron defenderse desenvainando sus espadas.

No había nada que hacer. Zabdas gritó conminándoles a rendirse, pero parecían juramentados para pelear hasta morir.

Kitot, protegido por su gruesa armadura de hierro, golpeaba a su antojo y ante su maza caían uno tras otro los legionarios, que aullaban como lobos desesperados, conscientes de que les aguardaba una muerte cierta.

La batalla se decidió en el tiempo que dura un atardecer de invierno. Ni siquiera hizo falta la intervención de la reserva que Zabdas había organizado en la retaguardia por si aquella maniobra resultaba una trampa. A Kitot le siguieron los catafractas de Giorgios; equipados con su armadura completa y su equipo pesado, arrollaron a los legionarios, a los que liquidaron sin mayor contratiempo.

—Se acabó. Lo que ha hecho el comandante de esos romanos ha sido un verdadero suicidio —comentó Giorgios a la vista de la masacre.

—Se les ofreció la opción de rendirse y no lo hicieron.

—No tenían la menor oportunidad de sobrevivir.

—Así es la guerra, amigo —concluyó Zabdas—. En cuanto a ese loco de Kitot…

—¿Vas a castigarlo? El ha sido el principal responsable de nuestra victoria.

—Atacó por su cuenta sin aguardar a mis órdenes. Debería colgarlo por los pies, o mejor por los huevos, de la palmera más alta de Egipto y dejar que los buitres lo consumieran hasta los huesos; se darían un buen festín con semejante corpachón.

—Pero no vas a hacerlo…

—La disciplina es fundamental en el ejército, como bien sabes; si no hay disciplina, no es posible la victoria.

—Kitot no ha desobedecido ninguna orden tuya, simplemente se ha adelantado a la que tú ibas a dar.

Zabdas miró al ateniense y sonrió.

Kitot fue felicitado por su acción ante el ejército y se le concedió una mención de honor. Pero, en privado, Zabdas le largó una buena reprimenda y le advirtió que la próxima vez que actuara por su cuenta sin recibir las órdenes de sus superiores acabaría siendo pasto de los carroñeros.

A finales del verano todo Egipto, desde el delta del Nilo hasta la primera catarata, estaba en poder del ejército de Palmira, aunque los palmirenos y sus aliados egipcios presentaban a la gente esa nueva situación como si se hubiera producido la restauración del legítimo imperio de los antiguos faraones, y Zenobia era anunciada como la reina que había devuelto su independencia al país del Nilo. En todos los templos de la vieja religión los sacerdotes celebraron cultos y ceremonias en honor de los nuevos soberanos de Egipto y se acuñaron monedas con las imágenes de Zenobia y de su hijo Vabalato, a los que ya se consideraban como los faraones que habían restablecido en el trono del Nilo el linaje de los Ptolomeos, los legítimos herederos de Cleopatra.

Tras la victoria en Tebas, una noticia alarmante llegó desde Alejandría. El general romano Tenagino Probo, obedeciendo órdenes del emperador Claudio, que seguía guerreando contra los bárbaros en la frontera del Danubio, navegaba hacia Alejandría con la misión de restablecer de inmediato la autoridad de Roma sobre Egipto tras abandonar la inútil persecución de los escurridizos piratas pagados por Anofles.

Zabdas apenas se inmutó por la noticia. Dejó a Giorgios al frente de las tropas en Tebas con tres mil hombres y descendió la corriente del Nilo hasta Alejandría al frente de los otros siete mil.

La armada del prefecto Probo fue deshecha frente a la costa occidental del delta por los navíos palmirenos. Cincuenta barcos romanos resultaron hundidos o capturados y el propio general Probo cayó combatiendo cuerpo a cuerpo a bordo de una de sus trirremes. Un par de cohortes romanas que lograron desembarcar fueron abatidas por la caballería ligera palmirena de Zabdas junto a uno de los brazos del delta del Nilo.

La situación de Roma se tornaba más angustiosa todavía: la mitad de las provincias de Occidente estaban en manos de usurpadores; las fronteras del Rin y del Danubio acosadas por bandas de germanos que atacaban el
limes
en impetuosas oleadas, golpeaban, saqueaban y se retiraban como fantasmas a la seguridad de sus intrincados y brumosos bosques de Germania y de Eslabona; las costas del Egeo y del Ponto infestadas de piratas y de bárbaros; y Egipto, Mesopotamia y Siria, casi todo Oriente, en manos de Zenobia. El emperador Claudio II no daba abasto para sofocar los incendios que se extendían por todos los rincones de su debilitado imperio, aunque sus victorias sobre los godos en el Ilírico y Macedonia, tras las cuales ordenó una brutal carnicería entre los germanos supervivientes, le valieron la concesión de un escudo de oro por parte del Senado y la talla de una estatua con su efigie bañada en oro, que se colocó en lo alto de la colina del Capitolio.

Pese a los esfuerzos de Claudio, el Imperio romano ardía por los cuatro costados y parecía que nadie podría apagar semejante incendio; miles de bárbaros recorrían en dos mil naves de guerra las costas del Egeo y del Ponto saqueando ciudades y aldeas del litoral. De seguir así las cosas, en muy poco tiempo la gloria y la grandeza de Roma sólo serían un lejano recuerdo cuyas ilustres cenizas dispersaría el viento.

Alejandría, principios de otoño de 269;

1022 de la fundación de Roma

Pacificado todo Egipto y controlado el país por los palmirenos, los propios egipcios tomaron el control de la situación. Los sacerdotes, convenientemente arengados por Anofles, que nombró entre sus más afectos a los nuevos gobernadores de las ciudades, se convirtieron en los dueños efectivos del poder político, aunque lo ejercían en nombre de la reina Zenobia y del faraón Vabalato de Egipto.

Nuevas monedas con los rostros de los dos soberanos se acuñaron en Tebas y Alejandría, para que no cupiera duda alguna de que el dominio de Roma sobre el país del Nilo había dejado de existir… al menos por el momento.

Cuando Zenobia, Giorgios y Anofles regresaron a Alejandría, Zabdas y Antioco habían liquidado a la flota romana, cuyos barcos capturados se alineaban como trofeos de guerra en los malecones del puerto real.

Alejandría, aunque venida a menos como la mayoría de las ciudades del viejo Imperio, seguía siendo hermosa, pero Zenobia echaba de menos el cielo azul y sereno de Palmira y sus rojizos atardeceres. Hacía meses que había salido de su ciudad y que no veía a su hijito Vabalato, que seguía creciendo en Palmira al cuidado del consejero Longino y de la esclava Yarai.

La reina decidió que había llegado la hora de preparar el regreso y llamó a Antioco para darle algunas instrucciones.

—Mi pequeña…, mi señora. —El comerciante besó en las mejillas a su ahijada.

—Regreso a Palmira; he ordenado a Zabdas que prepare al ejército para la vuelta a nuestra ciudad. La echo de menos, Antioco.

—Yo también, mi pequeña. Durante años he realizado misiones comerciales a oriente y occidente; he viajado a Persia, más allá de las montañas de Susa y Ecbatana, he recorrido toda la región de Anatolia y las costas del Ponto, he visitado Egipto en numerosas ocasiones, he pasado algunas temporadas en la prodigiosa Petra, en la antaño populosa Antioquía y en la grandiosa Apamea, y he respirado el aire fresco y puro de las montañas del Líbano, pero siempre espero ansioso el momento de regresar a Palmira. Además, mi sobrino Aquileo, al que algún día dejaré al frente de mis negocios, todavía no tiene la experiencia necesaria como para dirigirlos en solitario.

»Recuerdo ahora los viajes al lado de tu padre —los ojos de Antioco Aquiles se entristecieron al mentar a su socio y amigo—, al que quería como a un hermano, y las largas veladas conversando en el desierto, en torno a una fogata, mientras bebíamos té endulzado con miel y soñábamos con nuevas empresas comerciales…

»No sabes cómo lamento el que no pudiera salvarle la vida. No debí dejarlo solo frente a los persas; debí morir peleando junto a él. O mejor, debí cambiarme por él y así tu padre seguiría vivo.

—No te culpes. Mi padre te pidió que condujeras la caravana a salvo a Palmira porque sabía que sólo tú podrías hacerlo. El sacrificio de mi padre sirvió para salvar muchas vidas, y ello también fue gracias a ti.

—No me sirve de consuelo. Han pasado muchos años desde entonces y todavía me atormenta el recuerdo de aquellos días; cada noche, antes de dormir, pienso en aquella aciaga jornada, y desde entonces lloro en silencio mi cobardía…

—Te comportaste como debías; no hay nada que debas reprocharte.

—Antes de dejarlo abandonado a su suerte ante los persas, pues sabía que su muerte era segura, tu padre me pidió que os protegiera, y no he hecho otra cosa que cumplir su voluntad.

Si él pudiera contemplarte ahora: su niña convertida en reina de Palmira, reina de Egipto, soberana de todo Oriente, y en la mujer más bella de la tierra.

Antioco sollozó y Zenobia abrazó a su padrino en un intento inútil por consolar su aflicción.

—Ahora te necesito más que nunca, Antioco. Egipto es nuestro gracias a ti, y quiero seguir contando contigo.

CAPÍTULO XXVI

Palmira, finales de 269;

1022 de la fundación de Roma

El sacerdote de Apis se convirtió en virrey de Egipto y Firmo, el mercader persa, en el encargado de las finanzas, a pesar de que Zenobia había sido advertida por Giorgios de que ese tipo era un corrupto capaz de amañar cualquier negocio en su beneficio. El nuevo ejército de Egipto, dirigido por Timagenes, flamante nuevo general, se hizo cargo de los acuartelamientos abandonados por los romanos. Sólo mil soldados palmirenos quedaron acantonados en Egipto, todos ellos en Alejandría. El resto del ejército expedicionario partió hacia el este el penúltimo mes del año según el cómputo romano. Una buena parte lo hizo por mar, desde los puertos de Alejandría y Tanis hasta los de la costa del Líbano, de donde había zarpado medio año antes, y otra por tierra, para asegurar en su regreso el camino de la costa a través del desierto del Sinai y ratificar la sumisión de Palestina y del sur de Siria a la soberanía de Zenobia. En unos pocos meses se había incorporado Egipto al reino de Palmira y se había derrotado a los romanos; no era un mal balance.

Zenobia, que había regresado por mar con Zabdas, esperaba ansiosa la llegada de Giorgios. Ella había vuelto unas semanas antes con el grupo expedicionario que embarcó en los navíos, mientras que Giorgios lo hacía al frente de las tropas que retornaban por tierra.

La reina de las palmeras no había dejado de pensar en todo ese tiempo en el apuesto mercenario ateniense. Desde que Menato fuera asesinado, hacía ya casi dos años, no había compartido su lecho con ningún varón hasta que se sintió estremecer al ser amada por él. No era una mujer que sintiera una atracción irrefrenable hacia los hombres; más bien lo contrario. Hacer el amor con su esposo no le había proporcionado placer y cada vez que se había acostado con él lo había hecho con la intención de procrear hijos que dieran continuidad al linaje de Odenato.

Nunca antes se había fijado en hombre alguno ni jamás había sentido amor hacia ningún varón, ni siquiera hacia su esposo, al que siempre respetó aunque no lo amó. Pero aquel griego era diferente: su mirada como ausente y lejana, su postura de desapego hacia la vida, la sensación de que no esperaba nada del futuro, la actitud de dejadez y de distancia que emitía constituían signos muy atractivos para Zenobia.

Admirada y deseada por cuantos hombres la contemplaban, la reina de Palmira había rechazado numerosas propuestas de matrimonio desde que muriera su esposo.

Arbaces, el elegante embajador del rey de Persia, aquel poderoso sátrapa de ojos almendrados y oscuros y cabello aceitado con el que se entrevistó para acordar una tregua que le facilitara la expedición a Egipto, se prendó de ella de tal modo que le propuso casarse y a la vez entregarle toda su riqueza, que era mucha; incluso le ofreció fundar un nuevo reino en el interior de Asia, en una fabulosa ciudad llamada Samarcanda, donde el aire estaba impregnado de un eterno aroma de rosas, según relataban los mercaderes que la habían visitado. Un apuesto príncipe armenio también le ofreció matrimonio y le prometió que si se convertía en su esposa pondría a sus pies el reino de Armenia y todas las tierras de la cordillera del Cáucaso, donde decía que se encontraba el centro del mundo. E incluso el más rico de los potentados de Palmira, un mercader originario de Damasco, dueño de dos mil camellos y veinte tiendas, le ofreció su inmensa fortuna si accedía a casarse con él.

Todos fueron rechazados. Tenía veinticuatro años y hacía dos que era viuda, pero Zenobia no pretendía volver a casarse; su único interés radicaba en convertir Palmira en la capital de un gran imperio y en asentarlo para que su hijo Vabalato pudiera gobernarlo con plena seguridad y libre de enemigos.

No sentía deseos de experimentar en su carne ese sentimiento al que otros llamaban amor y que ella no comprendía, pero cuando le anunciaron que se había avistado a varias millas al sureste de Palmira a la vanguardia del ejército que regresaba de Egipto con Giorgios al frente, sintió un cierto cosquilleo en el estómago y quiso salir a su encuentro.

Aquello no pasó desapercibido a Zabdas, que seguía amándola en secreto, ni para Longino, que como buen filósofo conocía bien los sentimientos que anidan en el corazón de los seres humanos.

Giorgios cabalgaba en cabeza del cuerpo del ejército que había atravesado el Sinai y Palestina; avanzaba pesado y sudoroso por el camino de Damasco. Los soldados se encontraban a unas cinco millas de Palmira cuando los destacados en la vanguardia vieron acercarse a un escuadrón de caballería que escoltaba un carro de guerra tirado por dos hermosos corceles blancos. Cuando estuvieron cerca, comprobaron que dos de aquellos jinetes portaban sendos estandartes con los emblemas reales de Palmira y que el carro era el de la reina Zenobia quien, además, lo conducía.

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