La Prisionera de Roma (26 page)

Read La Prisionera de Roma Online

Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

—Roma se creó para la guerra —intervino Kitot—, y será la guerra la que acabe con Roma. Así es como los romanos entienden el mundo y nunca cambiarán hasta que resulten eliminados por completo o sean ellos quienes sometan a todos los demás. La guerra ha hecho ricos a muchos de sus ciudadanos y gracias a ella simples soldados han logrado ascender hasta el centuriado, lo que les ha permitido ingresar en el orden ecuestre y convertirse en nobles y ricos ciudadanos. En el ejército, hasta el más modesto legionario de la más lejana de las provincias puede alcanzar la púrpura imperial si demuestra tener energía, dotes de mando, mucha suerte… y pocos escrúpulos.

—Sabes mucho del ejército para haber sido gladiador —comentó Giorgios.

—Durante los años en que luché en los anfiteatros de Italia y de Hispania aprendí muchas cosas. Serví cuatro años en la escuela de gladiadores de Marco Tulio Vinicio, un senador riquísimo pero tan cobarde que nunca formó parte del ejército, aunque se le llenaba la boca cuando destacaba su importancia. Algunas veces venía a cenar con sus gladiadores y hablaba y hablaba sin parar de la grandeza de Roma, de las formidables conquistas de los emperadores más notables y de la supremacía del romano sobre los demás pueblos de la tierra. Declaraba ser un republicano convencido y se presentaba como el último representante de los viejos y honorables tiempos en los que Roma era una república cuyo destino lo marcaban sus ciudadanos libres representados a través del Senado. Decía que el Imperio había pervertido el verdadero carácter romano y que el emperador, en principio sólo el primero de los romanos, se había convertido en un tirano.

»Nos explicaba sus ideas sobre el Estado y citaba una y otra vez sentencias de un sabio llamado Cicerón, al que denominaba "el último hombre de la verdadera y genuina Roma". Solía alegar que la sobriedad y el espíritu de los fundadores se habían viciado y corrompido y que tantos fastos, lujos, triunfos y ceremonias estaban contribuyendo a debilitar el ánimo que los creadores de la patria inculcaron a sus ciudadanos. Y lo decía él, un ricachón orondo y grasiento que derrochaba enormes cantidades de dinero en las fiestas que organizaba en su palacio de Roma o en su finca de Capua y a las que invitaba a todo aquel a quien pudiera sobornar si tenía la influencia y el poder suficientes como para hacerle un favor o facilitarle un negocio.

—Con ese tal Marco aprendiste mucho más que a utilizar las armas —comentó Giorgios.

—Ese senador no tenía con quien desahogarse, o no se atrevía a hacerlo en el Senado y por eso peroraba ante nosotros, sus gladiadores, los responsables de buena parte de sus ganancias. Siempre estaba hablando de lo que ocurría en los ambientes de la política en Roma a pesar de que a la mayoría no nos importaba en absoluto; sólo pensábamos en cómo conservar la vida en los combates y en ganar la libertad algún día. En una ocasión llegó a lamentar la debilidad del Senado y la poca importancia que esta institución tiene en estos tiempos. Se quejaba de que era el ejército quien en verdad designaba a los emperadores y de que el Senado no jugaba otro papel que ratificar formalmente una proclamación militar. Y a veces ni siquiera eso; en una ocasión se lamentó de que un emperador llamado Maximino ni siquiera se molestó en solicitar su ratificación por el Senado —explicó Kitot.

—Ese senador era un hipócrita. Para ser considerado miembro del orden ecuestre un romano debe poseer al menos una renta de cuatrocientos mil sestercios y un senador necesita demostrar propiedades por más de un millón doscientos mil. Todos esos discursos que os largaba sobre la ciudadanía y la república eran mera retórica hueca, en la que los miembros del Senado son afamados expertos —asentó Giorgios.

Las victorias palmirenas se sucedieron en la marcha hacia Ctesifonte. Escarmentado por la derrota anterior, Sapor no se atrevió a hacer frente al ejército palmireno y permaneció atrincherado tras los muros de su capital, convenientemente reforzados. El mago Kartir celebró un conjuro sobre las murallas, quemó incienso y ofreció libaciones de mirra y almizcle al dios Ahura Mazda para que protegiera la ciudad de las tropas de Palmira.

Como había pronosticado Giorgios, la capital de Sapor fue de nuevo inaccesible para el ejército de Odenato. Los canales de irrigación que la rodeaban actuaban como enormes fosos que impedían la aproximación con seguridad de un contingente de tropas compacto e imposibilitaban la maniobra de despliegue de la caballería, de modo que los posibles asaltantes se convertían en un blanco demasiado fácil para los hábiles y certeros arqueros persas y para sus poderosas catapultas, capaces de lanzar bolas de brea ardiendo a más de trescientos pasos de distancia. Además, dentro del perímetro cercado por sus formidables defensas, la ciudad disponía de campos de cultivo, huertos y jardines que proporcionaban alimento seguro en caso de un prolongado asedio y de centenares de pozos y fuentes que suministraban una corriente de agua permanente e inagotable.

Por tercera vez, Odenato se vio obligado a renunciar al asalto de Ctesifonte. Reclamó la liberación de Valeriano, como ya hiciera en las dos campañas anteriores, y realizó incursiones en busca de cautivos a los que demandaba en vano alguna información sobre la situación y el destino del emperador prisionero, pero ninguno de los persas que logró apresar reveló noticia alguna, ni siquiera bajo las torturas a las que fueron sometidos. Nadie conocía el paradero del emperador de Roma capturado cinco años atrás por Sapor; había desaparecido tragado por la inmensidad del reino sasánida.

El calor en Mesopotamia comenzó a ser insoportable y los expedicionarios regresaron a Palmira. Habían vuelto a derrotar a los persas, habían alcanzado otra vez el corazón de su reino y se habían plantado ante las murallas de su capital, pero habían fracasado en su intento de liberar a Valeriano.

Palmira, verano de 265;

1018 de la fundación de Roma

Poco después de que las tropas regresaran a Palmira se presentó en la ciudad una embajada del emperador Galieno encabezada por un tribuno. Odenato ordenó que se preparara una ceremonia de recepción en la sala de banquetes del ágora, frente al patio de la Tarifa.

Alineados a los lados de los dos tronos, ocupados por el
dux
y su esposa Zenobia, se ubicaban los magistrados de la ciudad, con sus brillantes túnicas de seda verde orladas con hilo de oro y sus gorros cilíndricos en cuyo frente mostraban bordado el emblema de la palmera, y los hijos de Odenato, con Hairam ocupando el lugar preferente a la izquierda de su padre y junto a él sus tres pequeños hermanos y Meonio. Cerca de los príncipes formaban los generales Zabdas y Giorgios y a su lado los altos oficiales del ejército palmireno, entre los que ya se encontraba Kitot, cuyo imponente físico destacaba entre todos los presentes.

El legado imperial entró en la sala flanqueado por media docena de caballeros singulares, expertos jinetes y avezados soldados que eran destinados a la escolta personal de los legados. Avanzó altivo con su casco coronado de plumas rojas en su mano izquierda hasta colocarse ante el sitial de Odenato, inclinó la cabeza con marcialidad y lo saludó alzando el brazo derecho.

—Soy portador de una orden imperial; solicito permiso para leerla —dijo.

—Puedes hacerlo, tribuno —le concedió Odenato.

El legado imperial abrió un cartucho de madera, extrajo un pergamino, desplegó el escrito con cuidado y leyó en voz alta:

—«De Galieno Augusto, emperador de Roma, al ilustreOdenato,
dux
de Oriente. Por los muchos méritos que el noble Septimio Odenato atesora en la defensa de las fronteras de Roma y por las victorias obtenidas sobre los persas, te concedemos, con la aprobación del Senado y el Pueblo romanos, los títulos de comandante de todo Oriente y de augusto, para que a partir de este momento los uses con propiedad en todos los rincones del Imperio. Asimismo, te otorgamos la corregencia imperial en las provincias de Oriente, para que la ejerzas plenamente y con todas sus consecuencias. Ordenamos a todos los gobernadores de esas provincias y a sus tribunos, legados y generales que obedezcan al augusto Septimio Odenato.»El legado portaba además las insignias con las águilas imperiales labradas en plata y una capa de seda púrpura con ribetes laureados bordados con hilo de oro. Sólo los emperadores podían vestir ese atuendo, de manera que Odenato acababa de convertirse de hecho en coemperador. El embajador depositó sobre una mesa una bolsa con monedas de plata recién acuñadas en la ceca imperial; todavía eran las de buena ley, con alto contenido en plata, pues a fines de ese mismo año la ceca de Roma acuñaría denarios en los que casi todo el melai era cobre y la plata se reducía a un ligero baño superficial. En aquellas monedas figuraba el rostro de Odenato y una leyenda con una referencia a sus victorias sobre los persas.

Zenobia sonrió.

—El augusto Galieno te ofrece la corregencia del Imperio en Oriente. El Senado y el pueblo de Roma aprueban la decisión del emperador y te entregan las insignias imperiales para que las uses con pleno derecho, y te otorgan el mando de todas las legiones, provincias y ciudades desde Egipto hasta Mesopotamia y desde Anatolia hasta Arabia. ¿Aceptas? —El legado le ofreció una corona con hojas de laurel labradas en oro puro.

El señor de Palmira la tomó, la mostró al frente con los brazos extendidos y declaró:

—Yo, Septimio Odenato, acepto el nombramiento como augusto emitido por el Senado y el pueblo romanos y juro ante los dioses de Palmira ser fiel a Roma.

A continuación se colocó la corona sobre su cabeza. Después se acercó a Zenobia y la coronó a su vez.

Zenobia sonrió de nuevo. Su sueño de convertirse en la soberana de todo Oriente estaba a punto de cumplirse.

Aquel día brillaba como una nueva Cleopatra. Pese a su juventud, parecía más inteligente de lo que en su día fuera la reina de Egipto y su belleza era al menos igual, si no superior, a la de la legendaria egipcia. Sus ropas, desde luego, eran las de una verdadera emperatriz del mundo: cubría su piel con un ajustadísimo vestido que resaltaba cada una de las perfectas curvas de su cuerpo; estaba elaborado con finísima seda roja sobre la cual se habían cosido centenares de perlas y esmeraldas que dibujaban dos palmeras, una en la parte delantera cuyo tronco, perfilado con hilo de oro, se abría a la altura del pubis en dos ramas que morían justo bajo los senos, y otra similar en la espalda.

Giorgios sintió su corazón acelerado al contemplarla; aquella mujer se había convertido en su obsesión.

Palmira, otoño de 265;

1018 de la fundación de Roma

La plaza de la Tarifa estaba abarrotada de gente. Ubicada junto al ágora, al lado del teatro, unos operarios estaban limpiando la lápida que contenía la lista con las tasas que debían pagar los comerciantes que negociaban con sus productos en Palmira. Esos ingresos constituían la fuente principal de la riqueza de la ciudad.

Los comerciantes se arremolinaban en torno a la estela de la Tarifa, el punto donde solían encontrarse cuando debatían sobre intereses comunes, porque corrían rumores de que Odenato estaba barajando la posibilidad de aumentar los tributos. Palmira era la ciudad más cara de Oriente, pero sus ciudadanos, muchos de ellos muy ricos, podían pagar los elevados precios sin merma alguna para sus cuantiosas rentas.

En los tres últimos siglos sus magistrados y sus gobernadores habían embellecido Tadmor con largas calles porticadas, arcos triunfales, templos y monumentos a los héroes y a los benefactores de la ciudad. Sólo los baños, pequeños y poco lujosos, no estaban a la altura del resto de las construcciones; el origen beduino de los fundadores de la ciudad, acostumbrados a no bañarse apenas, y el altísimo precio del agua condicionaban mucho su uso y los palmirenos la administraban con un celo extraordinario. Sabían que su derroche sin medida había sido la causa principal de la decadencia de Petra, la otra gran ciudad del desierto en el norte de Arabia, al agotarse la mayoría de sus manantiales, y no estaban dispuestos a que les ocurriera lo mismo.

Todos los barrios de la ciudad estaban bien urbanizados, I razados con calles rectas al estilo de las que diseñaran hacía siglos los arquitectos jonios en la ciudad de Mileto, un modelo de urbanismo que se extendió por todo Oriente. Muchas casas eran riquísimas, aunque vistas desde el exterior apenas lo parecían. Una vez dentro eran verdaderos palacios, auténticos oasis de lujo y ostentación con amplios peristilos de columnas linamente labradas, decoradas con magníficas esculturas griegas, delicados jarrones orientales y coloridos cortinajes de lino y de seda y gruesas alfombras de lana.

Las mesas de los palmirenos estaban provistas con los mejores manjares que pudiera imaginarse, y no faltaban en ninguna de ellas los más afamados vinos de Grecia, de Siria y de Anatolia.

Las mujeres palmirenas lucían las más caras joyas y los más elegantes vestidos que se fabricaban en el mundo, elaborados con los lujosísimos paños de seda importados de China o tejidos con la finísima y cara lana de las ovejas de las montañas del norte de la India, y se perfumaban con los aromas y esencias más exclusivos de Arabia y de Persia. Era tal su pasión por la seda que las mejores piezas —sobre todo los paños transparentes que permitían cubrirse el rostro, como marcaba la tradición de Palmira para las mujeres casadas, pero que dejaban vislumbrar los rasgos de la cara— eran tan demandadas que las más delicadas solían venderse en subastas públicas a precios desorbitados. Los hombres no les quedaban a la zaga, pues se vestían con refinados trajes de seda bordada con hilo de oro y de plata, se acicalaban el pelo con aromáticos aceites y se protegían la piel con cremas y ungüentos. Y eran muchos los que se adornaban con collares de perlas y broches de rubíes, diamantes y esmeraldas dignos de ser portados por un emperador.

Dos riquísimos comerciantes paseaban por el lado de sombra del patio de la Tarifa y elucubraban sobre las consecuencias que podría acarrear para sus negocios la anunciada subida de impuestos. Eran Antioco Aquiles, el que fuera socio del padre de Zenobia, y el joven Aquileo, a quien el primero había traído consigo a Palmira tras un viaje de negocios y al que había presentado como su sobrino, pero del que se rumoreaba que era su amante.

—He visto en la estela de la Tarifa que hace mucho tiempo que las tasas por comerciar en Palmira no han variado. Desde hace años los mercaderes siguen abonando veinticinco denarios por una jarra de perfume de la Arabia Feliz, veintidós por vender a un esclavo, diez por un rollo de seda de China o quince por atravesar el territorio de Palmira sin entrar en ella. Cada año circulan por esta ciudad unos cuarenta mil mercaderes, que dejan una cantidad fabulosa de impuestos en las arcas de Tadmor. Pero si se incrementan los impuestos, como parece que va a ocurrir, el comercio dejará de fluir y las caravanas se desviarán por otras rutas donde los peajes sean más asequibles —pronosticó Aquileo.

Other books

Always Forever by Mark Chadbourn
Two Girls Fat and Thin by Mary Gaitskill
The Wedding Audition by Catherine Mann, Joanne Rock
Princess Ces'alena by Keyes, Mercedes
Francis Bacon in Your Blood by Michael Peppiatt
Frozen in Time by Mitchell Zuckoff
Politeísmos by Álvaro Naira
Night of the Fox by Jack Higgins
Dangerous Relations by Carolyn Keene