—Los lájmidas y los gashánidas son nuestros hermanos de sangre, pero ya te he dicho que los árabes estamos separados en diversas facciones y clanes, e incluso enfrentados entre nosotros. A veces hemos tenido que desbaratar incursiones de los lájmidas en nuestro propio territorio, y en otras ocasiones hemos sido nosotros quienes hemos asaltado sus campamentos como represalia. Será difícil que los lájmidas acepten tu propuesta porque el rey de Persia les ha otorgado muchos beneficios.
—Tal vez haya llegado el momento de acabar con vuestras rencillas y poner en marcha nuevas alianzas y tratados. Quién sabe si éste puede ser el comienzo de la unidad de todos los árabes que auguran vuestras profecías; te aseguro que para ello Palmira os ayudará con generosidad.
—Todos los árabes juntos… Ese sería mi principal deseo y el de muchos jeques de mi tribu, pero me temo que no es posible por el momento. Los árabes somos individualistas, orgullosos y altaneros. Creo que, por ahora, no seríamos capaces de unirnos en un objetivo común.
—Búscalo, ofréceselo tú, Umayya. Eres el sumo guardián del santuario de la Kaaba, el único lugar que veneran y respetan todos los árabes; nadie mejor que tú para encabezar el proceso hacia la unidad de tu pueblo.
—Sólo nos reconocemos como pueblo en el origen de la sangre, en una tradición lejana y en la veneración a este santuario; por lo demás, cada tribu, cada clan, obedece tan sólo a su parentesco, a la llamada de la sangre y a su propio interés. Tal vez los romanos no entendáis esto, pero ése es nuestro modo de ser y así es como seguimos nuestro código de comportamiento.
—Yo no soy romano —corrigió Giorgios—; soy griego, ateniense, pero no por ello dejo de pertenecer al Imperio de Koma, y créeme si te digo que es mejor ser romano que bárbaro. Ser ciudadano romano es la manera más segura de vivir en este mundo. Como ciudadano del Imperio disfruto de muchos privilegios, y me protege el derecho imperial.
—Aquí nos atenemos a las leyes ancestrales de la tribu, a las costumbres y a las tradiciones de los clanes que han dictado nuestros mayores durante generaciones. Nuestra vida siempre ha sido así, y estimo que así debe seguir siendo. Yo no deseo ser romano, ni griego, ni palmireno; soy árabe de La Meca, estoy orgulloso de mi estirpe y de mi raza y no quiero ser otra cosa. —Ibn Umayya habló con arrogancia, elevando el mentón, un gesto de dignidad propio de los nómadas, aunque él era un comerciante, un hombre de la ciudad.
—De acuerdo, pero nada impide que La Meca y Palmira firmen tratados comerciales que beneficien a ambas ciudades —dijo Giorgios.
—Sí, en esa cuestión no tendremos diferencias, te lo aseguro.
Pasaron algunas semanas en las que los palmirenos no hicieron otra cosa que cazar con halcón en las montañas que rodean La Meca, escuchar poemas épicos en los que se hablaba de héroes y de batallas libradas por los árabes y participar en carreras de caballos y camellos y en festivales ecuestres en los que siempre ganaban los mecanos.
Ibn Umayya no mostraba ninguna prisa por sellar tratados comerciales, y dejaba pasar el tiempo para desesperación de Giorgios y de los soldados palmirenos, que comenzaban a sentirse molestos porque no se llegaba a ningún acuerdo y no se atisbaba el ansiado momento de regresar a Palmira.
Pasaron todo el invierno en La Meca, y la mayoría de los palmirenos se dejó allí lo que le quedaba de su soldada. Algunos hombres de la ciudad o de las tribus beduinas del contorno les ofrecían como prostitutas a sus esposas e hijas. En La Meca todo aquello que rendía un beneficio se utilizaba como mercancía, aunque fuera el alquiler sexual a otro hombre de la propia esposa, de la hija o de la hermana.
Por fin, al inicio de la primavera, Giorgios dio la orden de regresar a Palmira. Ibn Umayya ofreció su palabra de que los comerciantes de La Meca mantendrían a los palmirenos como socios preferentes y despidió a los expedicionarios entregándoles como presente una docena de los que dijo que eran sus mejores camellos; a cambio recibió los ricos paños de seda y algunas joyas que habían traído desde Palmira. El ateniense tuvo claro que aquellos árabes jamás atenderían a otra cosa que a la defensa de sus propios intereses.
Palmira, primavera de 264;
1017 de la fundación de Roma
Cuando Giorgios regresó a Palmira tras su larga estancia en La Meca ya había nacido el tercer hijo de Odenato y Zenobia. Fue un varón y recibió el nombre de Vabalato, que en árabe se pronunciaba Wahballath, y que era el mismo que había llevado el padre de Odenato. Su significado era «el regalo de la diosa». Además, al niño se le impusieron varios nombres romanos, como se acostumbraba en la familia de Odenato desde hacía cinco generaciones. Así, su nombre completo fue el de Lucio Julio Aurelio Septimio Vabalato Atenedoro. El nuevo hijo de Zenobia enseguida ocupó un lugar muy especial en el corazón de su madre.
—Bienvenido a casa. Te hemos echado de menos —Zabdas saludó a su lugarteniente con un fuerte abrazo.
—Espero que hayáis podido arreglároslas sin mí —bromeó Giorgios.
—Hemos hecho lo que hemos podido —ironizó Zabdas.
—Entonces…, ¿está bien?
—¿Te refieres a ella?
—También a ella.
—Sí; está bien. Su tercer hijo la ha colmado de felicidad; ha debido de ver algo especial en ese niño porque lo trata de manera diferente a los otros dos. Cuando parió a Hereniano y luego a Timolao no tuvo ningún inconveniente en dejarlos solos para acompañarnos a la guerra en Mesopotamia o para salir de caza, pero de Vabalato, que así se llama el niño, no se separa ni un instante. Quiere más a este niño que a los otros dos.
—No es mío, si es que es eso lo que estás pensando —asentó Giorgios.
—¿Estás seguro de eso?
—Ya te lo dije hace meses, antes de partir hacia Arabia: nada he tenido que ver con Zenobia, apenas la he rozado.
—¿Apenas?
—Bueno, en aquella ocasión en el palmeral ella cogió mi mano y la colocó sobre su piel, al lado de su corazón, pero sólo fue un instante.
—No me comentaste eso.
—No le di mayor importancia. Además, creía que no se te escapaba nada de cuanto sucedía en Palmira.
—¿Sigues enamorado de ella, verdad? —inquirió Zabdas.
Giorgios tomó aire y suspiró profundamente antes de responder.
—Nunca he sabido en qué consiste el auténtico amor. Se trata de una palabra que para mí carece de significado. Hace mucho tiempo, cuando Grecia era una tierra libre e independiente y sus ciudades asombraban al mundo, sólo se consideraba como verdadero y puro amor aquel que se profesaban dos hombres libres, es decir, dos seres iguales. Era el sentimiento que unía a las parejas de hoplitas de la falange de los Inmortales de Tebas, ese lazo invisible pero irrompible, como la más recia de las cadenas, que hacía que lucharan codo con codo, cada miembro de una pareja en defensa de la vida de su amante, y por eso eran invencibles. Ese tipo de amor es el que unía a Aquiles, el mayor de los héroes griegos, con su amado Patroclo, como cuenta Homero en la
Ilíada
. Y por ese mismo amor perdido, por esa rabia y ese odio desatados, fue por lo que el Pélida entró en combate en la guerra de Troya al lado de los aqueos, tras haber permanecido impasible durante años a la vista de los griegos muertos ante las murallas de Ilion. Ni uno solo de sus camaradas caídos en combate le despertó el menor arrebato de cólera ni el más mínimo afán de venganza, y eso que caían a centenares; sólo la muerte de Patroclo, su gran amor, su pareja, a manos del príncipe trovano Héctor desató su furia de titán y lo arrojó a la guerra y a la venganza en desafío mortal con el hijo de Priamo. Tal vez ese sentimiento de desgarro que sintió Aquiles ante su amado muerto sea la respuesta del verdadero amante por el amor perdido, tal vez.
—Pero el amor de las mujeres…
—No, las mujeres, como nos enseñó Aristóteles, son inferiores a los hombres e imperfectas; por eso no podían ser amadas de la misma manera por los varones, que cuando se acercaban hasta ellas lo hacían para copular con el fin de procrear hijos y herederos.
—Sí, sigues enamorado. Lo veo en tus ojos. Eso que cuentas de Aquiles y Patroclo no es sino una excusa que tú te has buscado para no caer en la desesperación; tal vez la misma que sintió Aquiles, pero ahora volcada hacia el amor de una mujer.
—Si he decirte la verdad, no ha pasado un solo día desde que la conocí en el que la imagen de esa mujer no haya estado presente en cada uno de mis pensamientos, pero te aseguro que no ha ocurrido nada entre nosotros, nada.
—Te creo, pero ándate con cuidado, Giorgios. Eres el mejor soldado que tengo y me disgustaría mucho que peligrara tu cuello.
—Descuida, amigo. Estimo demasiado mi cabeza como para perderla por una locura.
Giorgios mintió; por Zenobia sí estaba dispuesto a arriesgar su cuello.
Tres días después del regreso de La Meca, Odenato y Zenobia recibieron a Giorgios en el palacio de gobierno. Zenobia estaba muy hermosa; la maternidad no había estropeado su figura y, en cambio, había proporcionado una mayor rotundidad a sus formas que la hacía mucho más atractiva a los ojos de los hombres.
—Bienvenido a Palmira, general. Por tu primer informe ya he visto que este viaje ha resultado de gran provecho.
—Mi señor, mi señora… —Giorgios inclinó con respeto la cabeza ante los soberanos de Palmira. Los ojos de Zenobia lo atraían irresistiblemente, aunque él procuró desviar su mirada y fijarla en Odenato—. Los mecanos no están dispuestos a abandonar su independencia y no desean fijar ningún acuerdo político que les coarte su libertad, pero sí han accedido a firmar los tratados comerciales que les propusimos.
—Esa es una muy buena noticia y eso tratábamos de conseguir con tu viaje a Arabia —adujo Zenobia.
—Pero nuestro propósito, señora, era alcanzar un acuerdo para unir a todos los pueblos de estirpe árabe contra los persas. Y ahí he fracasado.
—No importa. Por ahora somos aliados comerciales, ya veremos la manera de lograr más adelante que esos acuerdos sean también militares. Enhorabuena, Giorgios, has hecho un gran trabajo; Palmira te está agradecida.
—Permitidme, mis señores, que os felicite por el nacimiento de vuestro tercer hijo; me he enterado al llegar a Palmira. Es una grata noticia.
—¿Quieres conocerlo? —le preguntó Zenobia.
—¿Yo…? —Giorgios balbució azorado.
—Ven con nosotros.
Los dos esposos se levantaron y Giorgios los siguió a las estancias privadas del palacio.
En una cunita de madera decorada con remaches dorados de bronce con forma de cabeza de león dormía un niñito de apenas tres meses. Al contemplarlo, Giorgios entendió la querencia que había mostrado Zenobia hacia su tercer hijo. Los dos anteriores eran iguales a Odenato, recios y macizos como pesadas y antiguas esculturas de bronce. Pero Vabalato se parecía a Zenobia; a pesar de su corta edad ya tenía sus mismos ojos negros, su pelo lacio de reflejo metálico, el color dorado de su piel, su refinada nariz, sus delicadas orejas…
—Es un niño muy hermoso —se limitó a comentar Giorgios.
—Tiene el aspecto de un rey. ¿No crees?
Antes de que el griego respondiera, Odenato intervino.
—Mi esposa asegura que este niño gobernará un reino. Me confesó que lo había soñado durante el embarazo. ¿Crees que el destino se revela en los sueños, general?
—Los sacerdotes y los oráculos de todos los santuarios aseguran que ciertos sueños suelen cumplirse, mi señor; tal vez éste sea uno de ellos.
—Eso sería terrible —alegó Odenato.
—No te entiendo, mi señor.
—Vabalato es mi cuarto hijo. Hairam, el mayor, es mi heredero legítimo, y luego están Hereniano y Timolao. Si Vabalato reina algún día en Palmira, eso querrá decir que antes han muerto, sin herederos, sus tres hermanos mayores.
—O que tal vez Vabalato sea capaz de conquistar un reino por sí mismo, mi señor —aclaró Giorgios.
—Tienes razón, general. Quizá este niño se convierta en rey de Persia. Sería magnífico, ¿eh? Vabalato, hijo de Odenato y de Zenobia de Palmira, rey de Persia. Suena bien, ¿no te parece, Zenobia?
—Muy bien, esposo. Ojalá que los dioses favorezcan mi sueño y otorguen ese reino a nuestro hijo.
Zenobia se acercó a Vabalato, lo cogió en brazos y lo acercó a su regazo. Instintivamente el niño abrió los ojos y buscó el pecho de su madre, que lo liberó de la túnica y ofreció uno de sus pezones a la boca del niño. Giorgios no pudo dejar de contemplar el pezón terso y oscuro y el pecho hinchado por la leche materna pero firme y redondo de Zenobia, y procuró no ruborizarse ante la presencia de Odenato, que contemplaba divertido a su hijito y a su esposa.
—Vamos, general, dejemos que mi hijo se alimente tranquilo para que crezca fuerte, pues no tengo duda de que sus brazos serán necesarios para defender Palmira.
Palmira, fines de verano de 264;
1017 de la fundación de Roma
De Antioquía llegaron noticias inquietantes. Pablo de Samosata se mantenía firme en su sede patriarcal ante la oposición de la mayoría de los cristianos de la ciudad y de todos los obispos de las demás diócesis de Siria, que se reunieron en un concilio para conminar al patriarca para que abandonara su cargo.
Un delegado de Odenato le relataba al
dux
de Siria y a Zenobia lo que había presenciado unas semanas atrás en Antioquía.
—En este segundo intento por derrocar al patriarca Pablo han intervenido teólogos cristianos desplazados desde las ciudades de Cesarea, Jerusalén y Tarso, la que fuera patria natal de su apóstol Pablo. Pero ni aun con esa ayuda han logrado doblegar a Pablo de Samosata, cuya capacidad dialéctica es muy superior a la de todos sus detractores. En todos los debates los ha derrotado como si se tratara de inexpertos escolares debatiendo con un reputado maestro en retórica —refirió el delegado.
—¿Crees que los cristianos de Antioquía pueden rebelarse si Pablo sigue al frente del patriarcado? —demandó Odenato.
—No, mi señor, no lo creo. Los cristianos trinitarios, que son mayoría en esa secta, odian al patriarca y rechazan su doctrina sobre la no divinidad de su fundador, pero no se levantarán abiertamente contra él porque saben que, si lo hacen, cometerán un delito de rebelión contra tu poder, pues Pablo es tu procurador delegado en esa provincia. Sólo cuestionan y rechazan los postulados teológicos de Pablo, no tu autoridad, mi señor.