La Prisionera de Roma (51 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

Se trataba de festejar el solsticio de verano, el día más largo del año, aquel en el que el sol alcanza la mayor altura en el horizonte. Zenobia autorizó el rito, que se celebraría en las allieras de la ciudad, cerca de la zona de las tumbas construidas en forma de torre.

Ese mismo día algunos romanos también celebraban la fiesta del Sol invicto, con unos ritos similares a los del solsticio de invierno, el día más corto del año, cuando el sol comenzaba a remontar su camino en el cielo.

Zenobia había manifestado su interés por asistir a la ceremonia ritual de los persas, y le pidió a Giorgios que la acompañara con una pequeña escolta en la que también se encontraba Kitot.

Tuvieron que madrugar bastante, pues la ceremonia debería celebrarse durante el amanecer, justo en el momento en que el sol despuntaba en el horizonte.

La reina y su escolta salieron de palacio cuando las estrellas todavía titilaban en la oscuridad del cielo y sin que se atisbara aún el menor indicio de resplandor en el horizonte. Se dirigieron a caballo al lugar de la ceremonia, que localizaron enseguida por el fulgor de una gran hoguera encendida durante la noche como culto al fuego, y se ubicaron cerca del altar que habían levantado dos días antes para el ritual del amanecer solar.

Los mercaderes persas habían preparado una tosca mesa de piedras en la vaguada entre las dos colinas rocosas salpicada por numerosas torres-sepulcro, orientada de tal manera que quedaba frente al lugar por donde salía el sol, justo sobre el palmeral.

Pese a la hora tan temprana, hacía calor y ni un soplo de viento refrescaba la tórrida madrugada. Cuando llegaron Zenobia y su séquito, los persas saludaron a la reina y comenzaron los preparativos.

Sobre la mesa que sema de altar habían colocado una copa, una jarra y una bandeja de plata. Uno de los mercaderes orientales se cubrió la cabeza con un paño blanco y comenzó a recitar unas oraciones en la lengua ancestral de los persas. En su voz atiplada aquella oración sonaba como una melodía monocorde. Giorgios pensó que se trataba de una manifestación de duelo pero, en realidad, estaba invocando la protección del dios solar para todos sus adoradores.

Otro de los persas encendió un pebetero en el que ardieron unos leños, y los demás se arrodillaron vueltos hacia el este a la vez que repetían los cánticos del sacerdote.

Mientras cantaban y adoraban al dios del sol, la tenue luz del oeste se fue haciendo cada vez más intensa.

—¿Qué dicen? —preguntó Giorgios.

—No lo sé; no entiendo su lengua —respondió Zenobia.

Kitot, al que ambos miraron, también se excusó alzando los hombros en un claro signo de ignorancia.

—Algunos de los soldados que sirven en las legiones de oriente celebran un culto muy parecido a éste en los campamentos del Danubio. Adoran al dios Mitra, bajo cuya protección se coloca la mayoría de los enrolados en el ejército del
limes
. Lo hacen con especial devoción el día del solsticio de invierno; en esa ocasión, y pese al frío de esa época del año en la provincia de Panonia, se retinen centenares de legionarios y repiten oraciones con sonidos tan fúnebres como éstos —explicó Giorgios.

—¿Mitra es tu dios? —le preguntó Zenobia.

—Por mi origen griego, mis dioses deberían ser los que habitan en el Olimpo, y a ellos adoré e hice ofrendas en mi juventud. Los jóvenes atenienses acudíamos a ceremonias religiosas a lo largo de todo el año y en ellas rendíamos culto a todos los dioses olímpicos. Pero sí, tras enrolarme en el ejército me habitué al culto a Mitra. El día del solsticio de invierno encendíamos hogueras, sacrificábamos corderos, bebíamos los mejores vinos que podíamos encontrar y nos acostábamos con mujeres en una orgía que duraba toda la noche, hasta que el amanecer nos sorprendía ateridos de frío y borrachos en cualquier vereda o arrebujados bajo una manta abrazados a algunas de aquellas muchachas.

»Luego nos bañábamos en las heladas aguas del Danubio justo al alba y nos sentíamos purificados y limpios con los primeros rayos del sol sobre nuestros cuerpos.

—Pablo de Samosata me dijo en una ocasión que para convertirse en cristiano es necesario bautizarse con agua, para así lavar todos los pecados y poder ser acogido en la comunidad limpio de todo mal. ¿Hacíais lo mismo vosotros?

—Tal vez la razón para el baño matutino fuera la misma, pero te aseguro que ese tal Cristo no tenía nada que ver con el culto que celebrábamos en honor a Mitra.

La claridad ya era la suficiente como para poder distinguir un rostro a varios pasos de distancia. El negro firmamento estrellado fue tornando poco a poco de un color morado oscuro a otro añil, y casi de repente la mayoría de las estrellas se desvanecieron como si una mano gigante las hubiera borrado para dejar tan sólo al planeta Venus, que lucía en la aurora como un botón de plata.

Enseguida el cielo se tornó rojizo, y más deprisa anaranjado, y por fin estalló el sol, rasgando el horizonte como una rueda de fuego amarillo navegando sobre un mar celeste y liso. La luz se derramó sobre Palmira e inundó de una brillante claridad la vaguada de la necrópolis de las torres, que dibujaron sus sombras rotundas y oscuras sobre la arena ocre del desierto.

En ese momento el sacerdote persa alzó los brazos y pronunció con voz muy alta y clara una nueva oración que fue respondida por sus acólitos. En el pebetero de hierro los leños ardían, pero su resplandor comenzó a ser destronado por el sol triunfante que ascendía despacio hacia lo alto del cielo.

—Decía Platón que el Sol encarna la idea suprema del bien; y así debe de ser porque su salida, pese a que se produce cada día, nos anonada y nos transmite la vida y la fuerza de su calor; al menos de ese modo lo he notado —comentó Giorgios.

—Así es —añadió Zenobia, que había abandonado la creencia en los dioses tradicionales de Palmira para creer en un solo dios representado por ese mismo sol.

El persa que oficiaba como sacerdote vertió en la copa de las libaciones el líquido de la jarra de plata, la alzó ofreciéndola al Sol y luego dio un trago. Después partió pedazos de una hogaza de pan que había colocado sobre la bandeja cubierta con un paño y los fue entregando a sus compañeros, que los comieron con devoción, y después bebieron el líquido de la copa que pasaron de mano en mano.

—¿Has visto? Han hecho lo mismo que los cristianos en esa ceremonia que llaman eucaristía.

—Sí, pero no parece que se trate del mismo ritual. Esta gente adora al Sol y los cristianos adoran a un hombre-dios que no duda en castigarlos si no cumplen sus deseos.

Acabado el rito, el oficiante se acercó hasta Zenobia, inclinó la cabeza ante ella y la saludó con respeto.

—Mi señora, lamento no poder ofreceros nuestro pan y nuestro vino, pero una vez sacrificados en ofrenda a Ahura Mazda sólo pueden ser consumidos por quienes se han iniciado en su culto.

—¿Sois cristianos?

—¡Oh, no, mi señora! Nuestra religión es más antigua y mucho más tolerante. Los cristianos, como los judíos, no admiten otra cosa que no sean sus dogmas. Nosotros no creemos en ningún hombre-dios, sino en Ahura Mazda, el hacedor de todo bien, y en su poder celestial.

—Pues vuestro rito es muy semejante al de los cristianos —insistió Zenobia.

CAPÍTULO XXVIII

Palmira, verano de 270;

1023 de la fundación de Roma

Aquella primavera Antioco Aquiles no regresó a Palmira. El que fuera socio del padre de Zenobia había recibido la encomienda de controlar con discreción el gobierno de Egipto, cuyo virrey era Anofles, el sumo sacerdote del templo de Apis en Alejandría.

Aquileo, el sobrino de Antioco, fue el encargado de informar a la reina de que ambos habían iniciado el viaje de vuelta a Palmira, pero al atravesar el delta del Nilo, Antioco había contraído unas fiebres malignas, tal vez por haber bebido agua encharcada, suponía el joven, y había fallecido tras varios días de lenta agonía.

Lo había enterrado en un hipogeo en una necrópolis de la ciudad de Pelusium, en el extremo oriental del delta, y había entregado un generoso donativo a los sacerdotes de un templo cercano para que realizaran varias ceremonias fúnebres por su alma.

Zenobia lloró la muerte de su padrino que, carente de hilos, en su testamento le legaba la mitad de su fortuna y dejaba la otra mitad a su sobrino Aquileo. Antioco Aquiles poseía una gran casa en el barrio ubicado en la zona posterior del santuario de Bel, de calles rectas y bien urbanizadas donde se asentaban algunas de las villas de los más ricos patricios de Palmira. La casa era amplia, con un gran patio central porticado al que se abrían varias habitaciones pavimentadas con mosaicos que representaban motivos mitológicos griegos. En el centro del palio, junto a una estatua en bronce del dios Hermes, el de los pies alados, protector del comercio y mensajero de las demás deidades del Olimpo, brotaba un chorro de agua de un caño de bronce que alimentaba un pequeño estanque.

Al recibir la herencia de Antioco, Zenobia dispuso que el cadáver de su padrino fuera recuperado de su enterramiento en Pelusium y trasladado a Palmira enseguida. Ordenó a Aquileo que regresara a Pelusium con varios empleados y que se encargara de ello. Puso a su disposición una escolta compuesta por una docena de soldados.

Entre tanto, las obras de refuerzo en la muralla sur estaban casi listas. Roma seguía sin reaccionar ante la declaración de independencia de Palmira y no daba señales de poder hacerlo. Su flota en el Egeo había sido aniquilada por Zabdas y Antioco ante el delta del Nilo el año anterior y no existía ninguna legión operativa completa y fiel a Roma en todo Oriente. Escuadrones de caballería enviados por Zabdas desde Damasco, Edesa y Apamea sometieron a la autoridad de Palmira las costas del sur de Anatolia; todas las provincias orientales del Imperio, salvo Grecia y Bitinia, en la costa norte de Anatolia, estaban bajo la soberanía de Zenobia, cuyo poder se extendía hasta las proximidades de la mismísima ciudad de Bizancio, en el estrecho del Bósforo.

Una nueva desgracia se sumó a lo que parecía el final irremediable del Imperio. Claudio II, triunfante en varias batallas contra los godos, pero que se había atascado en el transcurso de sus campañas contra los bárbaros en la frontera danubiana, enfermó de peste y murió. Los legionarios del
limes
del Danubio proclamaron de inmediato como nuevo emperador a Quintilio, hermano de Claudio. Estas noticias llegaron a Palmira apenas tres semanas después.

Las traían agentes al servicio del mercader Miami, un comerciante palmi reno astuto y audaz que comerciaba desde hacía varios años a lo largo del curso del río Danubio y lo hacía por igual con los bárbaros que con los romanos. Carente de escrúpulos y dotado de una absoluta desvergüenza, se movía sin problemas en medio de las regiones más inestables del Imperio y gozaba de una especie de patente de inmunidad para comerciar con medio mundo en las condiciones más difïciles que pudieran imaginarse. Conocido de todos y amigo de nadie, Miami era un extraño individuo cuyas actividades comerciales eran consentidas por todos, que le dejaban hacer porque era capaz de suministrar a unos y otros cualquier cosa que necesitaran.

Por ello, Zenobia lo había convencido, ayudada por una buena bolsa de monedas de oro, para que actuara como correo e informador de Palmira de cuanto sucedía en las fronteras del Danubio, de manera que sus agentes podían transmitir en apenas quince días cualquier circunstancia que se produjera en el
limes
del norte, especialmente si se detectaban movimientos de tropas legionarias hacia el este. Para ello utilizaban los caballos más veloces, los barcos más rápidos e incluso palomas mensajeras que volaban con mensajes cifrados entre los puestos de los agentes que Miami tenía dispersos entre Asia y el Danubio.

—Si los romanos albergaban algunas esperanzas de recuperarse con ese tal Claudio, ya pueden olvidarlas. Venció en algunas batallas a los godos, pero murió de peste sin lograr ninguno de los propósitos que prometiera al ejército y al Senado. Las cosas siguen igual, o peor si cabe, para Roma. El Senado ejerció el poder imperial durante unas semanas la pasada primavera pero, al fin, las legiones del Danubio eligieron como nuevo emperador a Quintilio, hermano menor de Claudio, al que proclamaron augusto en una ciudad italiana llamada Aquileia; creían que tendría la determinación de su hermano, mas no tardaron en averiguar que era un pusilánime. Apenas duró poco más de dos semanas como emperador. Los mismos oficiales que le impusieron la púrpura lo depusieron al comprobar su incapacidad y, acobardado, se quitó la vida cortándose él mismo las venas, tal vez «ayudado» —Longino puso énfasis en esta palabra— por su médico, o al menos eso dicen que hizo al enterarse del nombre del nuevo emperador. Todavía no ha sido ratificado por el Senado, pero hace seis semanas, en la ciudad de Sirmio, el ejército ha nombrado como augusto a un tribuno de la VI Legión Gálica, un tal Aureliano…

—¿Aureliano? —Zenobia interrumpió a su consejero.

—Lucio Domicio Aureliano. Se trata de un soldado veterano y, al parecer, eficaz oficial de caballería… —intentó continuar Longino, de nuevo interrumpido, ahora por Giorgios.

—¡Lucio Domicio Aureliano! —se sorprendió el general griego.

—¿Lo conoces? —le preguntó Zenobia.

—Sí, y mucho. Fue mi comandante en uno de los escuadrones de los que formé parte en mis primeros años de servicio en la defensa de la frontera en el Danubio. Se trata de un soldado que alcanzó el rango ecuestre por méritos de guerra. Ha ocupado todos los puestos en el escalafón del ejército. Ha sido legionario, decurión, centurión, tribuno, prefecto, inspector de campo, general y comandante en jefe de la caballería imperial. Sabe bien, por tanto, qué significa el ejército. Además, lo considero un notable estratega, firme y decidido, un hombre educado en y para la milicia. A los jinetes que integrábamos su escuadrón de caballería nos obligaba a llevar siempre nuestras armas limpias y pulidas, «brillantes como el sol», nos decía, la ropa en buen estado y el calzado resistente y cuidado. Nos conminaba a no gastar nuestra paga en las tabernas ni con las prostitutas y no dudaba en azotar al soldado que causara el menor litigio en su escuadrón. Y no cesaba de hablarnos de los elevados valores que encierran la disciplina y la conducta recta. Sin ser todavía tribuno, ejerció ese papel en varias ocasiones, e incluso el de general de su legión, supliendo la ausencia de éstos con eficacia y buen oficio. Recuerdo que en una ocasión, siendo vicario, sustituyó a un senador en su papel de tribuno; se trataba de Ulpio Critinio, al que se le tenía en gran estima porque se le consideraba descendiente del emperador Trajano. Por cierto, la hija de ese senador se convirtió en la esposa de Aureliano. Creo que, por una vez, los romanos han elegido bien a su nuevo emperador.

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