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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

La profecía del abad negro (10 page)

Pese a la atracción que me inspiraba el lugar donde reposaban, lo dejé atrás para encaminarme hacia la abadía, aguijoneada tanto por mi curiosidad como por los alfilerazos que la humedad de la niebla clavaba en mi rostro y en mis manos. Ya llegaría la ocasión de recorrerlo a la luz del día…

Nunca había visto un lugar tan aterrador y, a la vez, tan romántico, como esa abadía en la que todo, incluso la vegetación, parecía muerto desde hacía más de un siglo. Con sus perfiles asomando detrás de la niebla, me recordó otra vez algunos lienzos de pintores románticos, mas eso no me hizo olvidar que, según se decía en la leyenda, allí había vivido el abad negro, se habían efectuado invocaciones y pactos diabólicos y era el escenario donde un hombre había atravesado los ojos de un vampiro con una vara de fresno. ¿Sería precisamente eso lo que me había arrastrado esa noche hacia él? La fascinación que ejerce lo desconocido sobre los seres humanos.

Todavía noté más la densa atmósfera que en mi anterior visita; daba la impresión de que no sólo el pozo, sino también los pasillos del claustro estaban esperando la llegada de una figura negra, la cual se dibujaría también entre la niebla como una aparición siniestra. El hedor me extrañó menos que la vez anterior, porque era el mismo que me había acompañado desde mi salida de casa. Sumida en ese tipo de pensamientos llegué de nuevo al hueco oscuro en el que confluían los corredores del claustro, y en esta ocasión estaba decidida a traspasarlo.

Como recordaba que Stanley Fenton había encontrado al abad en la bodega, y dado el mal estado de conservación de la parte superior del edificio, intenté encontrar algún lugar que comunicara con el subsuelo de la abadía. En mi búsqueda pasé junto a celdas sin techo, abiertas a la negrura de la noche, y al lado de otras que todavía lo conservaban, y mi tesón se vio recompensado al cabo de unos pocos minutos: encontré una oquedad en la que pude divisar el nacimiento de una escalera que iba a perderse en la oscuridad y cuyos primeros peldaños estaban en mal estado.

Desde el momento en que puse los pies en la abadía tuve la sensación de estar siendo observada por alguien oculto, lo cual resultaba improbable a no ser que los hermanos Fenton se encontraran también por allí. Debía de haber alguna corriente de aire en la bodega, pues en cuanto recurrí al encendedor la llamita osciló, pero eso no me impidió ver a mi izquierda y derecha unos muros cubiertos de telarañas.

La escalera tenía forma de caracol; seguí notando la corriente mientras bajaba hasta una especie de sótano, que mostraba no pocas brechas en las desconchadas paredes y varios agujeros en el suelo, y parecía continuar a la vuelta de un recodo, tras el que se insinuaba una densa oscuridad. Apagué el encendedor con objeto de evitar que el plástico se calentara demasiado y, en tanto esperaba para volver a encenderlo, me pregunté qué me había impulsado
realmente
a ir allí esa noche. ¿La curiosidad que había despertado en mí una historia inconclusa? ¿La fascinación que parecía ejercer aquel lugar sobre los hermanos Fenton? ¿El misterio que se escondía en las últimas palabras del abad negro, dichas como si se tratara de una profecía?

No me atrevía a dar ni un paso, porque si caminaba a oscuras podía caer en uno de los agujeros. Cuando el plástico se hubo enfriado, pulsé la ruedecilla. Por lo que pude advertir, algunos agujeros eran bastante profundos, como si condujeran a otro subsuelo: a las auténticas entrañas de la vieja abadía. ¿Cuántas décadas debía de hacer que nadie se había preocupado por bajar a explorarlos? ¿Sería cierto que, pensando tal vez en la historia del abad negro, los habitantes de Stoney vivían de espaldas a la abadía, renunciando así a un elemento de su pasado como comunidad?

Los restos del abad negro debían de estar reposando desde hacía más de un siglo en el fondo de uno de aquellos agujeros, sobre todo si Stanley Fenton había llegado a tiempo de rociar con agua bendita la vara de fresno. Pero en tal caso…, ¿por qué no había continuado sus anotaciones en el cuaderno? Y si no lo había conseguido, ¿significaba que el abad negro todavía estaba vivo? Ese tipo de consideraciones empezaban a parecerme una locura; me estaba dejando influir por lo que había leído. Sacudí la cabeza para ahuyentarlas, diciéndome que esas cosas no podían suceder en la realidad.

Fue en ese momento cuando oí un ruido. No era fruto de mi imaginación ni había sido producido por el viento, sino que provenía de uno de los rincones del sótano. Reaccioné apagando inmediatamente el encendedor y aplastando mi cuerpo contra la pared. Había oído una respiración agitada y un ruido de pasos.

Los hermanos Fenton

El sótano debía de ser mucho más extenso de lo que había supuesto, porque los pasos parecían provenir de un lugar bastante alejado de donde me encontraba. No me atreví a retroceder hasta la escalera; el pánico me había dejado paralizada y, mientras esperaba con las manos apoyadas en la pared, mi mente iba rememorando los sucesos más llamativos del relato de Stanley Fenton. Mi pensamiento había dejado de ser racional y recorría velozmente todas las leyendas que habían atravesado alguna vez el paisaje de mi vida. Casi estaba convencida de que el abad negro iba a aparecer ante mí.

Lo que me devolvió a la realidad fue distinguir en la oscuridad el haz móvil de una linterna. Si el que producía esos pasos era el abad negro, ¿para qué necesitaba una linterna, si se hallaba en su mundo de tinieblas? La llama de mi encendedor iluminó con tenuidad la zona donde me encontraba y, coincidiendo con ello, desapareció el haz y los pasos también cesaron.

Con la recuperación del silencio volví a coger ánimo suficiente para intentar descubrir quién se estaba moviendo por el sótano de la abadía. Armándome de valor, eché a andar hacia el recodo y, ante mi sorpresa, en cuanto lo doblé, vi a los hermanos Fenton. Estaban de pie, abrazados, y tenían una expresión de temor. Era Geoffrey quien portaba la linterna.

—Miss Boyle…, era usted… Nos ha dado un gran susto —dijo éste, con voz temblorosa.

—Y vosotros a mí —reconocí—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí, y más aún a estas horas?

Me había acercado a ellos endureciendo mi tono de voz, como correspondía a un adulto enfadado, pero se los veía tan asustados que, en cuanto llegué a su lado, cogí las manos del chico con la intención de tranquilizarlo y, de paso, hacerme cargo de la linterna. Estaban heladas como las de un muerto, aunque cubiertas por una capa de sudor. Rechacé ese pensamiento, por morboso. Le arrebaté la linterna sin que opusiera resistencia y apagué el encendedor, que ya empezaba a quemarme. Sólo entonces me di cuenta de que mi mano derecha estaba manchada de sangre. Quizá me había hecho un rasguño durante mi incursión por la abadía, pero no recordaba que tal cosa hubiera sucedido. Entonces me percaté de que también había sangre en la mano derecha del muchacho.

—Dios mío, ¿te has herido? —pregunté, dejando de pensar en el sobresalto que me habían provocado y en qué podían estar haciendo allí.

Su respuesta fue llevarse la mano a la espalda y bajar su mirada para rehuir la mía.

—No es nada —intervino Camille—, sólo ha sido un arañazo.

—Déjame verlo —exigí—. Hasta un arañazo puede ser peligroso en un sitio abandonado como éste… Existe el peligro de que la herida se infecte, tendrás que hacerte poner una inyección antitetánica.

—Mi hermana tiene razón, no ha sido más que un arañazo superficial —dijo el muchacho.

Como Geoffrey no daba muestras de querer mostrarme la herida, lo agarré por el brazo forzándole a colocar la mano ante la luz de la linterna. Trató de rechazarme, pero tuvo que ceder. La herida cruzaba la palma de un lado a otro, en diagonal, y parecía haber sido producida por un objeto afilado. Todavía sangraba.

—¿Pero cómo has podido herirte así? —sin esperar su respuesta, cogí de un bolsillo mi pañuelo y se lo até con cuidado cubriendo la herida—. ¿Ha sido con algún hierro?

Fue Camille la que me contestó.

—¿Cómo lo ha adivinado?

En su tono de voz había un matiz de insolencia que resultaba molesto.

—Hay que ir con muchas precauciones cuando se está entre ruinas —dije—. En cuanto llegues a casa, debes desinfectarte con alcohol la herida y ponerte la antitetánica mañana por la mañana, antes de ir al colegio.

—Lo haré —aseguró; pero su mirada era huidiza: no podía ocultar que mi presencia le hacía sentirse incómodo; tampoco su hermana parecía satisfecha por verme allí.

—¿Cómo se os ha ocurrido venir a la abadía a estas horas, cuando deberíais estar en casa? ¿Sabe vuestra tía que estáis aquí?

—No siempre se entera, pero no sucede nada por eso…, damos un paseo y regresamos —repuso Camille, orgullosa.

El muchacho dejó de mirarme para volverse con expresión temerosa hacia la oscuridad que teníamos detrás. Su hermana hizo lo mismo.

—Bueno, le prometemos que mañana iremos a que le pongan la inyección a Geoffrey, pero ahora vámonos de aquí, se está haciendo demasiado tarde; de hecho, íbamos a volver a casa —dijo Camille.

Incitada por sus miradas, también dirigí la mía hacia la negrura del fondo del sótano.

—¿Tenéis miedo de algo?

—¿De qué vamos a tener miedo? Es un lugar abandonado, nadie vive en él, usted lo ha dicho hace poco —respondió Geoffrey con mayor seguridad que la mostrada hasta entonces.

—Del abad negro —repuse sin pestañear.

Ellos mismos habían pronunciado alguna vez ese nombre delante de mí, y lo habían hecho con aplomo, casi con ansiedad, como si desearan verlo, pero en ese instante mi referencia pareció provocarles mayor inquietud. Ambos se volvieron a la vez a mirar hacia atrás y me instaron a que nos marcháramos de allí.

—De no haber sido por usted, hace rato que ya estaríamos fuera —añadió Camille con aire de reproche.

Su hermano echó a andar sin molestarse en comprobar si le seguíamos o no, y ella lo imitó. Sorprendida por su actitud, fui tras ellos, no sin mirar otra vez, con creciente recelo, la negrura detrás de nosotros. ¿Por qué tendrían tanta prisa por salir del sótano? Ambos mantenían conmigo una conducta huidiza que me dejó perpleja, sobre todo si consideraba que ese mismo día se habían mostrado abiertos a mí, hasta el punto de hacerme confidencias y dejarme leer el cuaderno de uno de sus antepasados.

—Voy con vosotros, no puedo permitir que os marchéis solos —dije, no sin mirar una vez más hacia la negrura del fondo del sótano, que constituía una tentación para mí; de no haber sido por el encuentro con los Fenton, habría seguido explorando la bodega.

Subimos deprisa por la escalera de caracol sin intercambiar ni una palabra, y no acortaron el paso ni al cruzar el umbral donde confluían los corredores del claustro invadidos por la niebla, que hacía invisibles los arcos de piedra y el pozo. De vez en cuando volvían a mirar hacia atrás, como si temieran que alguien nos estuviera siguiendo. Aún caminaron más deprisa para atravesar el claro que separaba la abadía del viejo cementerio. Mientras yo había permanecido dentro de la abadía, la niebla se había hecho más espesa y hedionda. Parecía surgir de la tierra.

—¿Sabéis cuáles son las tumbas de Shaverin, de Stanley Fenton y de su hija y su esposa? —les pregunté cuando pasábamos por el cementerio.

—Eso quiere decir que ya ha leído el cuaderno —observó Geoffrey.

—Era fácil deducirlo —repuse.

—Por supuesto que lo sabemos, pero ahora no podemos detenernos, se las mostraremos otro día.

Más que andar, corrían, y tuve que hacer un esfuerzo para adaptarme a su ritmo. No sé si me habrían contagiado su nerviosismo, pero lo cierto es que yo también intuía la existencia de una vaga amenaza detrás de cada sepulcro que asomaba por el lecho neblinoso, acechándonos, y llegó un momento en nuestra huida —no se me ocurre una palabra mejor ni más adecuada— que no necesité esforzarme para mantenerme a su lado; corría tanto como ellos. En cuanto llegamos a las primeras casas, me detuve unos segundos para tomar aliento. No me esperaron y, cuando reemprendí la marcha, vi caer un papel de uno de los bolsillos del abrigo de Geoffrey; el muchacho se apercibió de ello y retrocedió para recuperarlo y guardarlo cuidadosamente.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué tenéis tanto miedo? —les pregunté.

—No es miedo, sino prudencia —respondió Camille con inesperada serenidad, aunque me percaté de que miraba los portales oscuros de las casas vacías con la misma desazón con que hasta entonces había estado mirando hacia atrás—. Si es verdad que ha leído todo el cuaderno, sabrá que el abad negro profetizó que volvería a la vida…

—¿Por qué precisamente hoy? —pregunté, mirando también con inquietud los portales negros—. Y si pensabais eso, ¿por qué habéis ido esta noche a la abadía?

No contestaron. Habíamos llegado al final del barrio abandonado, pero eso no hizo que me sintiera más tranquila. Tampoco recuperé el dominio de mis nervios cuando pasamos por al lado del Hampton, donde la agónica luz de la bombilla del porche seguía siendo la única cosa que denotaba vida en aquel paisaje muerto; incluso daba la impresión de que el colegio era un mausoleo envuelto con un sudario de niebla.

Los hermanos guardaban un hermético silencio que me estaba resultando irritante por momentos; no respondían a mis preguntas ni daban explicación a su extraña conducta. No obstante, parecían menos agitados que antes. Cruzaron la carretera con más soltura que yo y, en cuanto llegaron al otro lado, echaron a correr.

—¡Voy a llevaros a vuestra casa! —grité.

—¡No se preocupe, sabemos llegar solos! —oí que respondía Camille.

—¡Mañana le devolveré el pañuelo! —dijo el muchacho.

—¡Geoffrey…, sobre todo no te olvides de ponerte la inyección! —le recordé cuando la niebla los ocultó, dejándome sola.

La poca distancia que me separaba de mi casa me parecía mayor que nunca. Ya no oía correr a los dos hermanos y estaba rodeada de soledad y silencio. Por la carretera no pasaba ni un solo vehículo. Me sentía más confusa que temerosa, pero no pude evitar que la angustia que se había instalado en mi estómago mientras recorría la abadía subiera hasta mi garganta como un soplo de aire envenenado. Me detuve para encender un cigarrillo y tuve que arrojarlo al suelo, porque tenía un sabor espantoso. Durante los segundos que estuve parada presté atención a mi alrededor. Cualquiera habría pensado que no había nadie más en el mundo.

Las manos me temblaban cuando extraje del bolsillo la llave de la puerta del jardín. También reinaban en él la oscuridad, el silencio y la niebla. Como por efecto de un enorme peso en el aire, no se movía ni una sola hoja. Apreté el paso con el propósito de llegar cuanto antes al porche y desde allí me volví a mirar el jardín. Fue la primera vez desde mi llegada a Stoney que lamenté de verdad estar viviendo en un lugar tan solitario, tan alejado del núcleo urbano. Sin embargo, no estaba lejos del Hampton College…

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