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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

La profecía del abad negro (6 page)

Había retenido sus nombres y sus rostros a la hora de pasar lista. Camille era la mayor y, en contra de lo que me había dicho el profesor de Historia, no parecía una alumna conflictiva; tenía quince años —lo comprobé en la lista de alumnos que me habían facilitado—, era morena, de ojos verdes, y había en ella una actitud reflexiva que denotaba casi a una persona adulta. Geoffrey tenía un año menos, sus cabellos también eran negros pero sus ojos marrones, y coincidía con su hermana en mantener una actitud un tanto distante hacia sus compañeros, lo cual, dada su edad, llamaba la atención. Fue él quien me hizo la única pregunta después de que yo expusiera mi plan de trabajo:

—¿Será el Shakespeare de las tragedias o el de las comedias?

Lo miré con sorpresa: era una pregunta que no esperaba de ningún alumno.

—Tal vez estudiemos una tragedia y una comedia, de ese modo podremos tener una visión más completa de su obra —repuse—. ¿Has leído alguna?

—Bastantes —contestó, sin hacer caso de las risas de sus compañeros.

—¿Y puedo saber cuáles te han gustado más?

—Claro…, me gustan las tragedias de reyes y también las más fuertes, como
Tito Andrónico
.

—Elegiré como tragedia una sobre la realeza —dije, sonriente.

—Yeats también me gusta —añadió tras un titubeo.

Camille no dijo nada, pero tuve la sospecha de que no le había agradado la intervención de su hermano, porque se volvió hacia él y le cuchicheó algo al oído. Geoffrey Fenton frunció el ceño y se mantuvo callado hasta el término de la clase.

¿Aquellos eran los alumnos difíciles? En cuanto el aula quedó desalojada, recogí mis papeles y salí. Como mi clase había sido la última de la mañana y no me tocaba dar otra hasta dos días después, me sentía con mejor ánimo que al levantarme, más aún considerando que iba a tener tiempo para terminar de instalarme…,
y visitar con calma la antigua abadía
. En el pasillo y en las escaleras todavía quedaban algunos alumnos rezagados, que me miraron de reojo, y en un rincón del vestíbulo vi a los Fenton. Estaban de pie, apoyados contra la pared, y parecían estar esperando a que pasara alguien a buscarlos. Geoffrey le dijo algo a su hermana y después se dirigió decididamente hacia mí, que me había detenido en medio del vestíbulo, sorprendida por la intensidad de sus miradas. Sin embargo, el bedel del colegio llegó a mi lado antes de que lo hiciera el muchacho.

—Mrs. Gregson me ha pedido que la busque para decirle que vaya a verla a su despacho antes de marcharse; la está esperando —me dijo.

La interrupción pareció contrariar a Geoffrey: se detuvo, hizo un mohín de desagrado y volvió al lado de Camille.

—Ahora subo —repuse.

Me despedí con la mirada de los dos hermanos, como pidiéndoles disculpas por no poder atenderlos. En realidad, la directora no tenía nada urgente que decir; sólo deseaba saber cómo había sido mi toma de contacto con el colegio y qué tal se habían desarrollado las primeras clases.

—Me agrada conocer la opinión de los nuevos profesores y profesoras en su primer día —añadió—. Siempre he mantenido la idea de que la enseñanza es un trabajo colectivo.

—Es demasiado pronto…, no tengo suficientes elementos de juicio —repuse desganadamente.

—¿Ha conocido a los hermanos Fenton?

—¿Por qué lo pregunta?

—Son extraños…, diferentes a los otros ¿Le parece que están interesados en sus clases de literatura?

—Eso espero.

Mrs. Gregson asintió mientras mordisqueaba un lapicero. En su mesa había folios amontonados y una taza vacía, en cuyo fondo reposaba una bolsa de té.

—¿Ya ha decidido cuáles son los libros que van a analizar durante el primer trimestre? —se interesó.

Se lo dije, algo molesta por su pregunta.

—Shakespeare está bien, muy bien… Sin embargo, ¿no cree que las lecturas deberían ser más instructivas? No tengo nada contra los otros autores que ha elegido, pero le confieso que prefiero temáticas más serias y profundas que los relatos fantásticos. ¿No ha pensado en Hardy o en Trollope…, en algunos autores más realistas?

—Mrs. Gregson…, a mi modo de ver no existen temáticas más profundas y serias que otras, sólo autores, obras, escritura… Dickens, Collins, Yeats, Doyle y Stevenson son una buena elección; trataré de que los alumnos vayan en sus análisis más allá de los argumentos y trabajen sobre el sentido de lo que leen, aunque se debe tener en cuenta que disfruten: la lectura también es un placer. Y la literatura fantástica ha legado más obras maestras que otros géneros y movimientos… Piense en Goethe, en Maupassant, en Gogol, en Hoffmann, en Henry James —dije, procurando que no se notara mi creciente irritación.

La directora debió de reparar en que me sentía molesta, porque enseguida sonrió, conciliadora.

—No piense que me quiero entrometer en sus clases. Esperaremos a ver los resultados —se despidió; no obstante, en su tono había una velada pero clara advertencia.

Cuando volví a bajar al vestíbulo pensando que aquella desagradable mujer iba a estar pendiente de mí durante los meses siguientes, Camille y Geoffrey Fenton todavía estaban allí. No había ningún otro alumno y esta vez se acercaron los dos al verme.

—Miss Boyle…, discúlpenos, sólo queríamos decirle que sus propuestas de estudio nos han parecido estupendas, y no le preocupe que no sea lo mismo para el resto de la clase —dijo Geoffrey.

—Gracias. Espero que resulten provechosas para todos —sonreí a ambos y los seguí mirando, como animándoles a continuar, porque tenía la certeza de que no me habían estado esperando para decirme sólo eso.

Por un instante me pareció que el muchacho iba a añadir algo, pero Camille lo cogió por un brazo y tiró de él hacia la puerta de salida.

—Esperad… —les pedí, yendo tras ellos—. ¿No queréis nada más?

—No —repuso Camille.

Su hermano la miró de reojo.

—¿Sabéis que vuestra casa y la mía están cerca una de otra? —añadí—. Si os parece bien, os acompaño.

Sin esperar su respuesta, dejé que salieran delante. Caminaban tan deprisa que tuve que apretar el paso para alcanzarlos. Ninguno de los dos dijo nada hasta que hubimos atravesado la carretera, en aquel momento desierta de vehículos.

—Yo quería saber si tiene libros de Yeats —Geoffrey rompió el silencio—. En casa tenemos uno y nos gustaría leer otros.

—Sí, tengo más de uno, de lo contrario no lo habría propuesto como lectura. ¿No es fácil de encontrar en las librerías de Stoney?

—No…, tienes que encargarlos, pero en casa no gustan mucho esas lecturas.

—Bueno, espero no crearos un problema familiar por haceros leer y analizar a Yeats —el chico hizo un gesto de rechazo al oír eso—. Haré fotocopias de los fragmentos que vayamos a estudiar. Si queréis os puedo prestar alguno.

—Será estupendo —aceptó Geoffrey.

Me sorprendía que Camille se mantuviera al margen de la conversación. Se había separado unos pasos de nosotros y caminaba cabizbaja.

—¿Por qué os interesa tanto Yeats? —pregunté.

—Por las leyendas…, nos encantan las leyendas.

Estábamos pasando por delante de mi casa, y se lo dije, pero ni siquiera se dignaron mirarla.

—Os invitaría a entrar para dejaros un par de libros, pero os deben de estar esperando. ¿Queréis que vaya a veros esta tarde y os los lleve?

—¿Al colegio?

—No, a vuestra casa; de ese modo podré conocer a vuestra familia.

—¿No le han explicado que nuestra madre murió? —intervino Camille por primera vez desde que habíamos salido del colegio—. Nuestro padre se pasa los meses fuera y vivimos con nuestra tía: ella es nuestra familia.

—Bien, pues así conoceré a vuestra tía. Iré en cuanto hayáis regresado del Hampton —contesté, sorprendida por la acidez de su tono.

—A usted también le atraen las leyendas —dijo repentinamente Camille—. Lo sabemos.

—¿Quién os lo ha dicho? —inquirí, desconcertada.

—La vimos anoche, cuando volvía de la vieja zona y la abadía, antes de la tormenta —repuso la muchacha—. Acabábamos de regresar de allí y la vimos pasar… Nadie iría a esos lugares si no se sintiera atraído por ellos.

—¿No era muy tarde para que estuvierais solos en un sitio tan peligroso?

Intercambiaron una mirada de complicidad.

—¿Cómo sabe que es peligroso? ¿Conoce la leyenda…, conoce la profecía? —inquirió Camille.

—Espero que me la contéis.

—Esta tarde, cuando nos veamos —aceptó.

Hablando así habíamos llegado a su casa y, después de haberse despedido de mí, entraron en el jardín a través de una puerta de verjas, las cuales, por lo que pude advertir, se prolongaban rodeando el edificio. Daba la impresión de que se trataba de una antigua fortaleza.

—Una cosa más… —dije desde fuera—. ¿Por qué vais de noche a ese lugar? ¿Os lo permite vuestra tía?

—Un día u otro veremos al abad negro —repuso Geoffrey.

De nuevo el abad negro… ¿Qué habrían querido decir con eso de que lo verían? Los seguí con la mirada hasta que llegaron al porche; me pareció ver que se movía la cortina blanca de una ventana abierta del primer piso, como si alguien nos hubiera estado espiando desde allí, pero probablemente había sido a causa del viento.

Memorial de Stanley Fenton

El recuerdo de las casas abandonadas y la abadía, reavivado por la charla que había mantenido con los hermanos Fenton, me acompañó como una obsesión durante la tarde. Podía haber ido a dar un paseo para observarlas a otra hora y con otra luz, pero me molestaba ser vista desde el colegio —sobre todo por Mrs. Gregson— y lo pospuse hasta la noche, para cuando en el Hampton no hubiera nadie más que el vigilante nocturno.

A cambio, estuve pensando también en los sorprendentes Fenton y en sus aficiones. Camille había dado muestras de ser más reservada y más impenetrable que su hermano, mientras que en éste había una llamativa mezcla de ingenuidad y pedantería, por otra parte típica de su edad, que le hacía ser extravertido. Yo no sabía si el chico había hablado en público de Yeats y Shakespeare porque lo sentía realmente o por llamar la atención de sus compañeros de clase, pero su referencia al abad negro y a la posibilidad de verlo algún día había sido dedicada a mí, y expresada además con total convicción. Debía de ser un niño muy imaginativo.

¿Ver al abad negro? ¿Acaso no estaba ya muerto? ¿Quién había sido aquel abad que tanta influencia parecía haber ejercido sobre los antiguos habitantes de Stoney, y por qué algunos seguían hablando hoy de él? No olvidaba que el hombre de la Biblia y la botella de
whisky
también había citado ese nombre, y en presente. Por ello, más de una vez tuve un escalofrío al relacionar la figura de ese abad negro con el intruso que había estado merodeando de noche por el jardín. Y la idea de que pudiera tratarse de un vagabundo tampoco ayudó a tranquilizarme: aparte de los chapoteos de las pisadas, había sido
silencioso como un fantasma
… Sin embargo, lo cierto era que me había sentido inquieta en tanto recorría las casas abandonadas, el cementerio y las ruinas de la abadía, pues había detectado en ellas algo más de lo que tenía ante mí, algo así como una presencia invisible y un soplo siniestro, y que luego no me había sentido mejor en casa.

Cuando llegó la noche y calculé que los Fenton ya habrían regresado del colegio, cogí dos libros de Yeats,
The Wild Swans at Cole
y
The Tower
, y salí, no sin antes comprobar si amenazaba otra tormenta como la noche anterior. En sólo un par de días empezaba a asociarlas con la ciudad, como parte del color local. El cielo estaba cubierto igualmente, mas decidí arriesgarme y no cogí un paraguas.

La oscuridad pesaba ya sobre el edificio del Hampton College, convertido a esa hora en una compacta mancha negra, alterada por la amarillenta luz de la bombilla del porche, igual que el palacio de un relato gótico que esperara la aparición de fantasmas. De camino a la casa de los Fenton no vi pasar más que un automóvil y un camión de transporte. Ya había tenido ocasiones para darme cuenta de que era una carretera poco frecuentada, pero cada vez más me parecía estar viviendo en un paraje solitario, en un escenario lúgubre, y me pregunté qué tendría aquel sitio para que nadie se hubiera decidido a derribar las viejas casas y edificar otras. No creía que la explicación fuera el respeto al pasado, porque no tenían nada de respetable. Los motivos no eran de mi incumbencia —al fin y al cabo, podía considerarme un ave de paso—, pero sí lo era tener que vivir unos meses allí. ¿Y si dejaba la casa para alquilar un apartamento en la ciudad? Cualquier persona sensata lo habría hecho en mi lugar, teniendo en cuenta sus ventajas prácticas, pero yo no lo era y me atraían la cercanía del colegio, la posibilidad de llevar una vida tranquila e independiente, y la vecindad de la abadía, la cual despertaba y alimentaba mi amor por los relatos extraños y los escenarios fantásticos.

Entré en el jardín de los Fenton después de empujar la verja que lo separaba del exterior, que, ante mi sorpresa, sólo estaba entornada, y al llegar a la puerta de la casa pulsé el timbre. Sonaba tan fuerte que casi me sobresaltó. Yo esperaba que abriera la tía de los chicos, mas lo hizo el propio Geoffrey, quien mostró alegría al verme.

—¡Es miss Boyle! —gritó—. ¡Trae los libros que había prometido! —añadió al verlos.

No sé si habría mostrado tanto alborozo ante la contemplación de un tesoro. Casi resultaba exagerado. Me los arrebató de las manos y los agitó en el aire como si se trataran de un trofeo, mostrándoselos a su hermana, que llegaba en esos momentos. Era evidente que los libros también la alegraban, pero se mostró más reservada.

—¿Y vuestra tía? —pregunté.

—Ahora no se encuentra en casa, ha tenido que ir a la ciudad a resolver un asunto —respondió Camille con expresión seria—. ¿Le apetece tomar algo…, una taza de té?

Denegué con la cabeza.

—Es un poco tarde, cenaré enseguida —añadí.

Miré apreciativamente la sala donde me hallaba; en una primera impresión, el diseño arquitectónico y la distribución de la casa eran similares a los de la mía, pero todo era mucho más amplio y trabajado: hacía pensar en el proyecto de una mansión campestre victoriana, y la que me habían facilitado en el colegio parecía haber sido construida para la servidumbre; el mobiliario era abundante y ostentoso, con una mesa de madera noble y sillas de tipo eduardino; había algunos cuadros enmarcados en las paredes —entre ellos, dos reproducciones de Caspar Friedrich y una de Arnold Böcklin—, y no pocas manchas de humedad; dos columnas barrocas flanqueaban la escalera que llevaba al primer piso, la cual, a diferencia de la de mi casa, era de piedra, y la lámpara que pendía del techo llamaba la atención por su elegancia, casi excesiva en un interior como aquél.

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