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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

La profecía del abad negro (4 page)

—Me gusta —mentí sin rubor: no podía decir otra cosa.

La reunión fue similar a otras en las que había participado en diferentes colegios a lo largo de mi corta vida laboral: un intercambio de opiniones poco o nada originales a propósito de la función de la enseñanza, una retahíla de bienintencionadas declaraciones de principios con respecto al nuevo curso, y un sonrojante acto de sumisión total a Mrs. Gregson. Al menos me permitió conocer a los que desde el día siguiente iban a ser mis compañeros de trabajo, de los cuales sólo retuve los nombres del profesor de Química —Sean Foster, un hombre de unos cuarenta años de edad, vestido de negro— y la profesora de Historia del Arte, una atractiva joven llamada Joan Parker. No llegué a hacer la pregunta que deseaba acerca del peligro que podía suponer para los alumnos la proximidad del colegio a la carretera. Lo único que me llamó la atención fue que los profesores parecían conceder mucha importancia a dos alumnos, Camille y Geoffrey Fenton, hablando de ellos como adolescentes problemáticos.

Cuando el grupo empezó a disolverse, dando por terminada la reunión, me escabullí hacia la puerta y, sin esperar a nadie, bajé al
hall
, donde no vi ni siquiera al portero. El intercambio de impresiones no había durado más de una hora y el panorama que encontré al salir no difería del que había dejado al entrar: el mismo color del día, el mismo cielo cubierto, los mismos matorrales húmedos a ambos lados de la carretera. Ahora era cuestión de ir a un restaurante de la ciudad, y para ello debería solicitar por teléfono un taxi, mas no me atreví a hacerlo, porque los transportistas no habían dado señales de vida.

Dubitativa, bajé los peldaños semienterrados por las hojas podridas para observar el grupo de casas abandonadas, y volví a preguntarme qué sentido tenía que el colegio siguiera estando allí si nadie vivía por aquella zona de la ciudad. Una voz me sacó de mi abstracción:

—No es un lugar recomendable, le aconsejo que deje de interesarse por él.

Era el profesor de Historia, un hombre de unos treinta años, de modales un tanto afectados y vestido con elegancia, a quien había sorprendido más de una vez mirándome de reojo durante la reunión. No recordaba su nombre y lo catalogué inmediatamente como un donjuán.

—Me estaba preguntando por qué no vive nadie allí —repuse, tratando de mostrarme cordial; quizá me había precipitado y no pretendía más que ser amable con una compañera de trabajo recién llegada.

—Se nota que es forastera, aquí nadie se pregunta ya por eso…, hace más de ciento cincuenta años que es algo así como una zona muerta.

Me estremecí al oír que lo definía de esa forma.

—¿Y cómo es que no han trasladado el colegio a una zona de la ciudad más agradable?

El hombre sonrió con suficiencia.

—Hay otro nuevo en construcción, pero las obras son lentas… Problemas municipales —me explicó.

—No debería haberlos tratándose de un colegio.

—Tiene razón, pero las cosas son así… Tarde o temprano habrá otro colegio con el nombre de Hampton —hizo una pausa antes de seguir—. Discúlpeme si le parezco un entrometido…, siento curiosidad por saber si Mrs. Gregson la ha alojado en la casa de la carretera.

—Sí, y no me parece mal, la soledad se agradece a veces —repuse a la defensiva.

—Bueno…, es una soledad relativa. Todo es relativo. Quizá no lo sepa, pero hay dos alumnos que viven cerca de usted, los hermanos Fenton; habitan en un edificio situado a unos cuatrocientos metros de la casita que le ha tocado ocupar. Es probable que, si se siente tan atraída por esas viejas, casas no haya reparado en él.

—¿Los Fenton? Sí, he oído hablar de ellos en la reunión; al parecer, se trata de dos alumnos difíciles.

—Difíciles, esa es la palabra. Tendrá ocasión de conocerlos mañana…, si es que acuden el primer día de clase.

—¿Suelen faltar a menudo? —pregunté, interesada.

—Más de un día, y no hay que culparlos a ellos. Viven solos, atendidos por una tía que también hace a la vez de criada, de institutriz y de ama de llaves. Su madre murió hace unos tres años y el padre no les presta mucha atención; se dice que pasa largas temporadas fuera de aquí.

—Comprendo —asentí.

Se hizo un silencio que me incitó a mirar de nuevo la zona muerta, como la había llamado el profesor.

—Está visto que le sigue interesando ese lugar, pero ya le he dicho que es poco recomendable —dijo.

—¿Qué quiere decir «poco recomendable»?

—En este país no hay un lugar donde no se cuenten historias extrañas. Al parecer, hace unos ciento cincuenta años se celebraban en el antiguo Stoney rituales ocultistas e invocaciones malignas; hubo una abadía, cuyas ruinas todavía se conservan, si bien a duras penas se tienen en pie, que era el centro de la vida de la ciudad. Con el paso de los años y con la muerte de los viejos habitantes, todo se fue trasladando a la zona nueva…, nadie quería vivir allí.

—¿Hay alguna leyenda local sobre eso? —inquirí, pensando en mi proyecto de libro.

—Sí, aunque carece de interés… ¿Quiere que la lleve a alguna parte en mi coche?

Estuve tentada de aceptar, pero en ese momento vi cómo se detenía frente a mi casa un camión y deduje que eran los transportistas.

—Gracias, pero veo que acaba de llegar el resto de mi equipaje —señalé con la cabeza hacia allí.

—Bien, en tal caso lo dejaremos para otro momento, no faltarán ocasiones… Bienvenida a Stoney y al Hampton —dijo, estrechándome la mano.

Me abrí camino entre los coches que esperaban a sus propietarios y salí a la carretera. Tampoco había demasiado tráfico en esa ocasión y conseguí cruzar sin dificultad al otro lado, mientras veía cómo uno de los transportistas, con los brazos en jarras, miraba hacia el colegio. Le hice una señal con la mano. El sonido de un claxon indicó que el profesor de Historia me saludaba desde su coche al pasar. Volví a pensar que tal vez lo había juzgado mal y sólo trataba de mostrarse acogedor…

Los transportistas descargaron mis bultos y los llevaron al recibidor. No era mucho: sólo más libros, discos y ropa, mi ordenador portátil, los equipos de vídeo y DVD, un pequeño televisor y la silla en la que solía trabajar, con la que estaba encariñada y a la cual me había acostumbrado. Cuando terminaron su trabajo, les di una propina y les pregunté si podían acercarme a la ciudad.

—Con mucho gusto, señorita —dijo uno de ellos.

De camino a Stoney, no pude evitar mirar con curiosidad la casa de la que me había hablado mi compañero, la cual se hallaba, en efecto, bastante cerca de la mía y daba la impresión de haber sido diseñada por el mismo arquitecto del Hampton College: aparte del jardín, dos pisos, un tercero abuhardillado, un porche y, por encima de todo, ese aire sombrío, decadente, como de otro mundo, propio de una clase social extinta, que se adhería a la fachada cual una hiedra invisible.

«El lugar menos adecuado para un niño y una niña que están creciendo sin madre ni compañía paterna», pensé.

Intenté olvidarme de ellos. No eran más que dos alumnos, a los cuales debería dar clase, y mi función consistiría en hacer lo posible para que dejaran de ser «difíciles»; no debía inmiscuirme en su vida privada, por mucho que su situación personal resultara dolorosa…; pero, por otra parte, tampoco podía ser indiferente a ella, porque era seguro que afectaba a su comportamiento en el colegio. El camión me dejó en la entrada de la ciudad, pues tenía que seguir su ruta, y desde allí no me fue difícil encontrar un restaurante donde recobrar fuerzas.

Un taxi me llevó a casa después de haber comido y pasé el resto de la tarde intentando poner en orden mis cosas. Reuní todos los libros en el despacho, donde instalé también el ordenador, y decidí dedicar a la música una de las estancias vacías del otro piso, para lo cual subí una de las sillas del recibidor. Dejé el televisor en el dormitorio y, aunque no había comprado otra cortina, me sentí mejor cuando quité la que había. La vista y mi gusto lo agradecieron. A media tarde llegó el pedido que había efectuado a la tienda de comestibles, y gracias a eso creí que ya estaba instalada en mi nueva casa.

Después de tanto mover objetos de un lado a otro y subir y bajar escaleras, quedé agotada. La noche había caído sin que me hubiera apercibido de ello y, puesto que no tenía ganas de preparar cena, me limité a comer un sándwich en la habitación de la música, mientras escuchaba unos cuartetos de Schubert.

Como tendría que levantarme a las siete de la mañana, no quería acostarme demasiado tarde y, por ello, cuando la música terminó, salí a fumar un último cigarrillo en el porche. La luna permanecía oculta tras un impenetrable manto de nubes, y el viento producía un raro silbido. El edificio del colegio se hallaba a oscuras, pero de repente se encendió la bombilla del porche, lo cual me hizo pensar que había vuelto a fundirse y el vigilante nocturno acababa de cambiarla por otra, igual que la noche anterior. No parecía que hubiera una buena instalación eléctrica en el Hampton College, o quizá los apagones se debían a su lejanía con respecto a la ciudad. «Espero que no suceda lo mismo en esta casa», pensé.

Aunque me había hecho el propósito de acostarme pronto, no me seducía la idea de retirarme; mis costumbres londinenses seguían pesando demasiado sobre mí. En aquel momento tampoco me apetecía leer o escuchar música —y menos aún navegar por Internet o perder tiempo viendo la televisión— y, en contra de lo que me había propuesto, opté por dar una vuelta y acercarme al colegio. Sentía curiosidad por ver de noche el edificio, así como la zona de las casas abandonadas, sobre todo para comprobar si me producían el mismo rechazo, la misma insana sensación que durante el día.

El silencio y la oscuridad de la carretera sólo se veían alterados de vez en cuando por el rápido paso de algún vehículo, que ponía por unos momentos en ella un tinte amarillento; aun así, tuve cuidado de atravesarla corriendo. La bombilla del portón de entrada al Hampton era de escaso voltaje y la triste luz que desparramaba sobre los peldaños, todavía cubiertos de hojas, me hizo pensar que me estaba acercando a un mausoleo en vez de a un colegio. No se oía nada, aparte del viento. La sensación de soledad habría sido absoluta de no mediar el esporádico ruido de los coches, y el conjunto tenía algo de repulsivo. Desde luego, aquélla no era la mejor forma de encarar mi nuevo trabajo.

No subí por la escalera, porque no tenía la menor intención de hablar con el vigilante, Higgins, y estuve mirando durante varios minutos la masa negra que formaban las casas abandonadas, fundida con la oscuridad del cielo, atraída a mi pesar por ellas. Por lo que había contado el profesor de Historia, cuyo nombre no recordaba, allí podía haber un tema para incluir en mi libro o para un futuro trabajo, y sabía que las recorrería antes o después. «¿Por qué no ahora?», me dije. Miré mi reloj, como si mi decisión dependiera de él. Si no me entretenía demasiado, disponía de tiempo suficiente para una primera toma de contacto con el lugar; un lugar «poco recomendable», como había dicho aquel hombre.

No dudé más: di la vuelta al edificio del colegio y me encaminé hacia las casas, con la mirada fija en la negrura, la cual parecía aumentar en densidad a cada paso que daba. Ese paseo nocturno fue el inicio de mis días de pesadilla, mi primera aproximación al horror.

Una visita a la antigua abadía

La distancia entre el colegio y las casas no era excesiva, mas para llegar a ellas era necesario atravesar un descampado cubierto de zarzas, matorrales y agujeros embarrados, azotado con violencia por el viento. Para protegerme del frío tuve que subir las solapas del chaquetón. Pronto pude darme cuenta de que el grupo de casas era mayor de lo que había supuesto: se trataba de un pueblo más que de un barrio, o, mejor todavía, allí estaba el origen de la actual Stoney, el lugar donde los secretos de sus primeros habitantes habían muerto con éstos…, o al menos eso creía.

Luego de un titubeo seguí avanzando por la primera calle que vi surgir ante mí. El viento hacía chocar de forma tan continua y con tanta estridencia las puertas de las casas vacías y las ventanas, ya sin cristales, que sentí cómo mi ánimo se encogía. No era miedo a lo desconocido, sino un temeroso respeto a la ausencia de vida en un lugar construido para la convivencia. Las casas eran como un esqueleto descarnado de lo que habían sido décadas atrás, carcasas huecas, una prueba evidente de la finitud de las cosas. Eran lo que menos armonizaba con la proximidad de un colegio.

Aparte del silbido del viento y de los golpes de puertas y ventanas, reinaba el silencio, hermanado con la oscuridad. Conforme me adentraba en el dédalo de callejas flanqueadas por cadáveres de edificios, empecé a experimentar un agudo malestar. Nunca había tenido miedo de los lugares abandonados ni de los cementerios, pero aquellas calles y casas hacían notar la existencia de algo indefinible, relacionado con el mal. El profesor de Historia había hablado de invocaciones y rituales ocultistas celebrados allí. Me tranquilicé diciéndome que quizá estaba excesivamente influida por sus palabras, pero, aun así, no pude menos que mirar con recelo en torno de mí. Estuve a punto de dar la vuelta y regresar, pero en el fondo aquel lugar muerto me atraía y me impelía a no dejar nada sin recorrer.

De esa manera, reafirmado mi deseo de seguir mi inspección, al poco de haber dejado atrás las casas encontré un pequeño cementerio, cuyas tumbas se hallaban semiocultas bajo la vegetación que, con el paso del tiempo, había ido creciendo con ellas, formando una maraña vegetal que nadie se había tomado la molestia de podar. La llama de mi encendedor, al que recurrí por curiosidad, me permitió ver que la herrumbre había corroído las cruces, que los nombres de las lápidas eran ilegibles y que el moho se había adueñado de las escasas tumbas en las cuales la vegetación no había llegado a crecer, lo cual hacía que en ellas aún se pudieran leer menos los nombres y las fechas de quienes yacían allí. Ahora eran un puñado de tumbas anónimas, un lugar de culto al olvido. Me pregunté por qué las hierbas habían crecido más en unas sepulturas que en otras, y la única respuesta que se me ocurrió fue que un escritor romántico habría encontrado en eso una fuente de inspiración para un bello relato. Todo era tan antiguo y estaba tan descuidado que daba la impresión de que no había nadie inhumado en aquel cementerio, de que las lápidas, las cruces y la tierra no ocultaban nada debajo de ellas.

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