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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

La profecía del abad negro (16 page)

Para entonces yo había olvidado que acababa de ver en el vestíbulo cómo el abad negro se elevaba unos palmos del suelo, y por eso me pilló por sorpresa verlo salir y quedarse suspendido en el aire como si careciera de gravidez. No tenía más que venir hacia mí para hacerme con facilidad su presa. La sensación de horror me hizo detenerme, abrumada por la idea de que mi vida llegaba a su fin. Y, en efecto, es lo que empezó a hacer. Inmóvil en la cornisa, eludiendo contemplar el vacío que se abría a mis pies, pero sin dejar de mirar al que iba a ser mi asesino, vi con cierta fascinación cómo se desplazaba por el aire, y por primera vez creí entender el significado de la expresión «criaturas de la noche». ¿Será así como las víctimas ven a sus verdugos en el momento en que van a morir?, pensé. Sin embargo, el abad negro no llegó hasta mí. La lluvia se había hecho tan fuerte que resultaba cegadora, y oí cómo el monstruoso ser prorrumpía en unos atronadores rugidos de protesta animal. El hedor había vuelto a apoderarse del aire, pero, ante mi perplejidad, observé que en lugar de acercarse a donde yo estaba se dirigía hacia el suelo, y lo vi desaparecer por una esquina del edificio.

Mi memoria me ayudó a encontrar una explicación para la sorprendente renuncia de aquel monstruo: yo había leído en el cuaderno de Stanley Fenton que el agua ejercía un gran poder sobre los vampiros, hasta el extremo de que podía paralizarlos, y la tormenta había llegado oportunamente en mi ayuda. Mas ¿cuánto tiempo duraría?

Con el rostro bañado por la lluvia, miré al cielo. La tormenta todavía podía durar un buen rato y yo debía aprovechar la inesperada tregua que se me había concedido para huir del colegio y buscar refugio en otro lugar. ¿Habría alguno que fuera seguro? Volví sobre mis pasos con intención de regresar a la ventana, y a través de ella al aula, pero tuve que hacerlo despacio porque la mezcla de agua y suciedad hacían resbaladiza la cornisa, mientras pedía en voz baja que mi aliada, la lluvia, no cesara. Por el momento así era, e incluso llovía más intensamente. Daba la impresión de que el trecho que me separaba de la ventana había aumentado, y me pregunté cómo había podido recorrerlo antes con tanta ligereza.

La prisa y el temor de que dejara de llover parecían haber puesto plomo en mis piernas, pero al fin, no sin dificultad, alcancé la ventana y pude entrar en el aula desierta. En cuanto salí al corredor a través de la puerta destrozada, pensé si no estaría siendo demasiado optimista, pues si bien era cierto que la lluvia había ahuyentado al abad negro, no lo era menos que sólo llovía en el exterior. Dentro del colegio, no.

De repente vi el Hampton College como una trampa, y supe que no estaría a salvo —y eso, además, sólo de forma momentánea— hasta que no me encontrara fuera de él, pues el abad podía haber vuelto a entrar en el colegio huyendo de la lluvia. Quizá me estaba acechando desde las sombras. Por ello, en lugar de avanzar despacio, pendiente de la impenetrable oscuridad que me rodeaba, lo hice corriendo, deseosa de salir de allí. Nunca había bajado tan deprisa por una escalera, ni nunca, tampoco, había corrido tanto para llegar a la salida de un edificio.

Encontré la puerta cerrada con llave, lo cual me provocó un abatimiento pasajero. Si cuando yo había llegado al colegio estaba abierta, eso quería decir que el propio abad negro la había cerrado. Únicamente podía haber sido él, pues tanto Dick Higgins como Mrs. Gregson estaban muertos.

Y si la había cerrado, era porque de ese modo se aseguraba de que yo no podría salir del colegio.

Di unos fuertes golpes en la puerta, como si al otro lado hubiera alguien capaz de abrirla, pero enseguida dejé de hacerlo porque me pareció que con ello estaba llamando la atención del abad negro. Tenía que haber un duplicado de la llave, y sólo podía estar en el cuarto del portero o en uno de los bolsillos de éste. Noté una rara sequedad en la boca y volví a percibir los latidos en mis oídos. El cuarto de Dick Higgins se hallaba junto a la puerta y, en contra de lo que temía, estaba abierto. Una cadena de truenos, tan fuertes que hicieron vibrar las paredes y parecían capaces de derribar el edificio, confirmaron que la tormenta estaba en su apogeo. Con la llamita del encendedor por toda iluminación busqué en los cajones de la mesa y por las paredes. Allí no había llave alguna. En el caso de que existiera, debía de estar en un bolsillo del muerto. La sola idea de tener que ver el cadáver sin ojos y registrarlo, añadida al temor de que el abad estuviera dentro del colegio, casi me provocó un ataque de histeria.

De nuevo tuve que atravesar el vestíbulo para llegar al nacimiento de la escalera. Higgins seguía tendido allí, con la terrible oquedad de sus ojos vacíos, oscura como el edificio sin luz. Dominando a duras penas mi náusea, busqué en los bolsillos de sus ropas pero, por más que lo hice, no encontré ninguna llave. Con el paso del tiempo, mi sensación de estar atrapada en el Hampton iba en aumento. Sabía que el abad negro reaparecería en cuanto acabara de llover, y eso si no se hallaba en alguna parte del colegio…, y yo no encontraba la llave de la puerta. Quizá no había sabido buscarla bien y estaba en el cuarto del vigilante nocturno, pues estaba segura de que Higgins no la llevaba encima. Sólo tenía la posibilidad de volver a intentarlo…

Busqué la llave una vez más en la pequeña estancia, hasta que me convencí definitivamente de que no estaba allí. Aunque seguía oyendo llover con tanta fuerza como antes, fui a la ventana para escrutar el cielo y, al asomarme, vi que sólo un frágil cristal me separaba del exterior, pues no había ningún tipo de barrotes protectores. Sin dudarlo cogí la silla y lo golpeé con ella hasta que se hizo añicos. Los truenos ahogaron el sonido de la rotura. Ya me disponía a saltar cuando un intenso hedor me hizo volverme a mirar hacia atrás: una figura alta y negra se había materializado en el umbral de la puerta del cuarto.

De un salto alcancé el porche. Por suerte, la distancia de la ventana al suelo era escasa y caí de pie sin sufrir ni un golpe, lo cual me permitió llegar rápidamente a la escalera, donde fui recibida por la lluvia. El contacto con el agua me provocó una extraña sensación de euforia, como si se tratara de un baño purificador, y tuve ganas de reír y llorar a la vez. Antes de echar a correr para atravesar la carretera, me volví a mirar el colegio. El abad negro estaba en el porche, protegido de la lluvia, y miraba en mi dirección.

La mente funciona en ocasiones de una manera bastante extraña. Mientras, empapada por la lluvia, cruzaba corriendo la carretera sin vigilar siquiera que pudiera llegar algún vehículo, me acordé de dos versos de una «Quimera» de Gérard de Nerval que había leído semanas atrás:
«Va a hacer volver el tiempo el orden de otros días; / la tierra ha tiritado bajo el soplo profético…»
.

La inocencia devuelve la vida

Los hermosos versos de Gérard de Nerval no surgieron solos en mi mente: lo hicieron acompañados por el recuerdo de Geoffrey y Camille Fenton, en quienes no había vuelto a pensar esa noche por culpa del feroz asedio al que acababa de verme sometida en el Hampton College. Sin embargo, seguían estando en su casa, expuestos al peligro. Eso me hizo sentir una punzada de remordimiento. Mi olvido era imperdonable. ¿De qué modo les habría afectado el renacimiento del abad negro? ¿Habrían sufrido alguna agresión por parte de aquel ser? Cualquier cosa parecía posible en esa noche terrible, que iba a suponer la culminación de las noches que la habían precedido desde mi llegada a la ciudad. Yo temía por mí, pero sentía también una gran preocupación por la suerte que podían haber corrido los dos hermanos, e incluso su tía, ocupantes de otra vivienda aislada en aquel lugar de pesadilla.

La tormenta me acompañó hasta casa. Mi primera intención después de haber pensado en los Fenton había sido seguir hasta la suya, pero decidí llamarles por teléfono para salir cuanto antes de dudas.

Sin cambiarme de ropa ni dar la luz del recibidor, descolgué el auricular y marqué su número tras haberlo buscado con torpeza en mi agenda, la cual resbaló de mis manos y fue a parar al suelo. No sólo no me agaché a recogerla sino que, exasperada, la envié con el pie a un rincón. Estaba tan nerviosa que antes de marcar no me había detenido a comprobar si había línea, pero me tranquilizó oír el familiar sonido del timbre. Estuve escuchando las sucesivas llamadas, y cuando ya creía que no iban a responder, Geoffrey se puso al teléfono. Su voz sonaba titubeante, como si tuviera miedo de contestar.

—¿Estáis bien? Soy miss Boyle.

El muchacho guardó silencio y su respiración entrecortada me indicó que estaba llorando. En su lugar percibí la voz de Camille.

—¿Puede venir a casa? Nuestra tía ha tenido que hacer un viaje urgente…, estamos solos y Geoffrey tiene miedo.

Creí detectar una vacilación en ella.

—¿Sólo Geoffrey tiene miedo? —inquirí.

—¿Qué está insinuando?

—Me ha parecido que estás asustada.

—Digamos que no estoy tranquila. Geoffrey todavía no se encuentra bien y ya le he comentado que estamos solos… Hace un rato hemos oído unos ruidos en el jardín.

—¿No habéis avisado a la policía?

—¡Para qué!

Su tono era tan despectivo que me confirmó que sabía mucho más de lo que estaba dando a entender: si hasta entonces no habían telefoneado a la policía, quizá se debía a que eran conscientes de que ésta no podía hacer nada contra el abad negro, aparte de dar por supuesto que no les creerían.

—No os mováis de ahí, iré enseguida a reunirme con vosotros —le dije.

—Por favor, no tarde. Creo…, creo que a Geoffrey le ha vuelto la fiebre.

Era la primera vez que la oía solicitar un favor, y en su voz no quedaba ni rastro de la altanería y suficiencia que tanto me habían desagradado. Parecía al fin una persona vulnerable. Me aseguré de que seguía lloviendo y antes de salir me cambié de ropa, pues la que vestía estaba completamente empapada. La situación tenía algo de absurda: ¡temía pillar un resfriado cuando estaba en juego la vida de todos nosotros! Atravesé el jardín y fui corriendo a la casa de los Fenton, más atenta a la lluvia que a los charcos por los que iba chapoteando en mi camino. Poco antes había tenido la confirmación de que era cierto que el agua paralizaba al abad negro —o lo hacía menos poderoso—, pero aun así el escepticismo trataba de abrirse paso en mi mente susurrando a mi oído que aquello no era posible y debía mirarlo con los ojos de la razón. Sin embargo, acababa de verlo, no se trataba de un fenómeno de autosugestión. Más todavía: gracias a ello seguía estando viva. Camille vino a abrir la puerta del jardín llevando un paraguas blanco que destacaba en la oscuridad con un fulgor fantasmal. Sin decir nada me dejó entrar, volvió a cerrarla con llave y echó a correr hacia la casa, por lo que tuve que seguirla deprisa.

Geoffrey estaba sentado en un sofá del vestíbulo. Tenía el rostro lívido y la bata casera que vestía lo hacía parecer mayor; en sus ojos había huellas de un llanto reciente. Se levantó al verme entrar para venir a estrecharse contra mí, casi tembloroso.

—Tiene que protegernos, miss Boyle —me pidió.

—Tranquilo, lo haré —le aseguré, tratando de mostrar más convicción de la que sentía: ¿cómo podría ayudarles si ni siquiera había podido ayudarme a mí misma en el Hampton?—. Pero he sido yo quien os ha telefoneado…, ¿qué pensabais hacer si no hubiera venido?

—Precisamente acabábamos de decidir llamarla para pedirle que viniera —repuso la muchacha.

Daba la impresión de estar más tranquila que su hermano, pero su huidiza mirada y sus gestos denotaban que estaba poseída por la misma inquietud. Se había apoyado contra la pared, junto a la puerta, y se notaban los esfuerzos que hacía para controlar el ritmo de su respiración. Entonces reparé en que estábamos hablando como si diéramos por sobreentendido que la amenaza que pesaba sobre nosotros provenía del abad negro y, hasta ese momento, ninguno de los tres habíamos hecho la menor referencia a él.

—¿Lo habéis visto? —les pregunté.

—¿A quién?

—Es inútil seguir disimulando: hablo del abad negro.

—Sí —contestó en voz baja Geoffrey, mirando al suelo—. Lo he visto en el jardín antes de que empezara a llover.

—¿Cuánto tiempo antes? —quise saber, pensando en lo que había sucedido en el Hampton College: aún podía ver ante mí los cuerpos desangrados y sin ojos de Mrs. Gregson y Dick Higgins.

—Una hora, quizá un poco más —repuso con voz débil.

—Y ¿cómo sabes que se trataba de él?

—Nosotros lo devolvimos a la vida.

Aquellas palabras, dichas con sencillez, como si estuviéramos manteniendo una conversación normal a la hora del té, me provocaron un escalofrío, como suele suceder cuando lo insólito se manifiesta en nuestra cotidianidad. Ahora todo adquiría sentido: la actitud que mantenían ambos, sus frecuentes visitas a la abadía por las noches, el miedo que habían mostrado cuando los encontré en la bodega de ese lugar y, por encima de todo, la rara predicción que, según constaba en el cuaderno de Stanley Fenton, había formulado el abad negro. ¿Cómo podía saber éste siglo y medio atrás, que la inocencia le devolvería la vida algún día? Y aunque por fin le encontraba un sentido, me parecía increíble y espantoso.

—Debéis explicármelo con detalle —les exigí con voz ronca.

—Ahora no —apuntó la joven—. El abad negro reaparecerá en cuanto cese la lluvia. Hay que pensar algo…

—Lo mejor que podemos hacer es ir a refugiarnos en la ciudad; no sé, quizá podríamos alquilar una habitación en un hotel; así, al menos, no quedaremos aislados en un lugar tan solitario.

—¿Y cómo vamos a ir con esta lluvia? —inquirió Geoffrey—. La ciudad está demasiado lejos, no podemos ir andando hasta allí. Y si mientras tanto dejara de llover, el abad negro podría reaparecer…, nos sorprendería en el camino.

—Voy a pedir por teléfono un taxi —repuse; lamentaba no haber llevado a cabo mi propósito de alquilar un coche para utilizarlo durante el tiempo que estuviera viviendo en Stoney, porque de ese modo habríamos resuelto el problema.

—Pues ya puede darse prisa…, está dejando de llover —dijo Camille, que había ido a mirar por una de las ventanas del recibidor.

No esperé para ir a asomarme yo también; en efecto, la lluvia parecía ceder y apenas se oían sus monótonos golpes contra la gravilla y las plantas y flores del jardín. La perspectiva no podía ser peor; de seguir así, no tardaríamos en recibir la visita del abad negro. Les pregunté dónde estaban el teléfono y la guía, y fui al rincón de la estancia que indicaron. Pasé con nerviosismo las hojas buscando el servicio de taxis.

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