La prueba (13 page)

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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

—¿Y cómo está?

—Bien, muy tranquilo. Un poco abotargado por los medicamentos. Se ha puesto muy contento de verme y me ha pedido noticias tuyas y de la librería, y también del niño. Te envía saludos.

—¿Y qué dice de lo de su hermana?

—Me ha dicho tranquilamente: «es cosa hecha, ya no se puede cambiar».

Lucas pregunta:

—¿Y qué será de él?

—Pues no lo sé. El juicio todavía no ha tenido lugar. Creo que se quedará en ese hospital hasta el fin de sus días. El lugar de Victor no está en una prisión. Yo le he preguntado qué podía hacer por él, y me ha dicho que le envíe regularmente algo con que escribir. «Papel y lápices, es todo lo que necesito. Aquí por fin podré escribir mi libro», me ha dicho.

—Sí, Victor quería escribir un libro. Me lo dijo cuando le compré la librería. Por eso lo vendió todo.

—Sí, y ya ha empezado a escribir su libro.

Peter saca de su cartera un montón de hojas mecanografiadas:

—Lo he leído en el tren. Quédatelo en tu casa, léelo y luego me lo devuelves. Lo escribió a máquina junto al cadáver de su hermana. Estranguló a su hermana y se sentó en su mesa a escribir. Los encontraron así, en la habitación de Victor, la hermana estrangulada, acostada en la cama, Victor escribiendo a máquina, bebiendo aguardiente y fumando cigarros. Fueron las clientas de su hermana quienes llamaron a la policía al día siguiente. El día del crimen, Victor salió de casa, retiró todo el dinero del banco y fue a buscar aguardiente, cigarros y cigarrillos. A las clientas que tenían cita para pruebas y que esperaban ante la puerta les dijo que su hermana estaba indispuesta por culpa del calor y que no había que molestarla. Las clientas, obstinadas y sin duda impacientes por tener sus vestidos nuevos, volvieron al día siguiente, llamaron a la puerta, discutieron con las vecinas, encontraron muy raro todo aquello y finalmente decidieron alertar a la policía. La policía echó la puerta abajo y encontró a Victor borracho perdido, mecanografiando tranquilamente su manuscrito. Se dejó llevar sin ofrecer resistencia, llevándose las hojas que ya había escrito. Léelas. A pesar de las numerosas faltas, es legible, y muy interesante.

Lucas vuelve con el manuscrito de Victor y se pone a copiarlo en su cuaderno durante la noche.

Estamos a 15 de agosto y la canícula dura desde hace tres semanas. El calor es insoportable, tanto en el interior como en el exterior. No hay ningún medio de escapar. No me gusta nada el calor, no me gusta nada el verano. Un verano lluvioso, fresco, sí, pero la canícula siempre me ha puesto enfermo de verdad.

Acabo de estrangular a mi hermana. Está acostada en mi cama y tapada con una sábana. Con este calor su cuerpo empezará a oler enseguida. No importa. Ya avisaré más tarde. He cerrado con llave la puerta de entrada, y cuando llaman no abro. También he cerrado las ventanas y los postigos.

He vivido cerca de dos años con mi hermana. Vendí la librería y la casa que me pertenecían en una pequeña ciudad lejana, junto a la frontera. Vine a vivir con mi hermana para poder escribir un libro. En la pequeña ciudad lejana aquello me parecía imposible a causa de mi enorme soledad, que amenazaba con volverme enfermo y alcohólico. Pensé que aquí, junto a mi hermana, que se ocuparía de la casa, la comida y la ropa, llevaría una vida sana, una vida equilibrada que me permitiría por fin escribir el libro que siempre he querido escribir.

Pero, ay, la vida tranquila y calmada que yo me había imaginado rápidamente se convirtió en un infierno.

Mi hermana me vigilaba y espiaba sin cesar. Inmediatamente, en cuanto llegué, me prohibió beber y fumar, y cuando volvía de hacer alguna compra o de pasear, me besaba afectuosamente, pero yo sabía que sólo la movía el objetivo de notar en mi cuerpo el olor del alcohol o del tabaco.

Me abstuve de beber alcohol durante unos cuantos meses, pero era absolutamente incapaz de prescindir también del tabaco. Fumaba a escondidas, como un niño, me compraba un cigarro o un paquete de cigarrillos e iba a pasear por el bosque. Al volver, masticaba agujas de abeto, comía bombones de menta para ocultar el olor. Fumaba también por la noche, con la ventana abierta, incluso en invierno.

A menudo me sentaba en mi escritorio con unas hojas de papel, pero tenía un vacío absoluto en la mente.

¿Qué habría podido escribir? En mi vida no pasaba nada, nunca en toda mi vida me había pasado absolutamente nada, ni tampoco a mi alrededor. Nada que valiese la pena escribir. Y además mi hermana me molestaba todo el tiempo, entraba en mi habitación con todo tipo de pretextos. Me traía té, quitaba el polvo a los muebles, arreglaba la ropa limpia en mi armario. También se inclinaba por encima de mi hombro para ver si mi trabajo de escritura avanzaba. Por ese motivo estaba obligado a llenar hoja tras hoja, y como no sabía con qué llenarlas, copiaba textos de libros, de cualquier libro. A veces mi hermana leía alguna frase por encima de mi hombro, le parecía que la frase era bonita y me animaba con una sonrisa de aliento.

No existía ningún riesgo de que ella descubriese mi superchería ya que ella no leía jamás, no pudo leer ni un solo libro en toda su vida porque no tuvo tiempo, desde la infancia trabajó de sol a sol.

Por la noche me obligaba a ir al salón:

—Ya has trabajado bastante por hoy. Charlemos un poco.

Mientras cosía, a mano o con su vieja máquina de coser a pedal, hablaba. De las vecinas, de sus clientas, de vestidos y tejidos, de su cansancio, del sacrificio que estaba haciendo para la obra y el éxito de su hermano, de mí, Victor.

Yo estaba obligado a permanecer allí sentado, sin tabaco, sin alcohol, escuchando sus parloteos estúpidos. Cuando por fin se retiraba a su habitación, yo me iba a la mía, encendía un cigarro o un cigarrillo, cogía una hoja de papel y la llenaba de insultos dirigidos a mi hermana, a sus clientas cortas de entendederas y a sus vestidos ridículos, y escondía la hoja entre las demás, que no eran más que copias absurdas de fragmentos de un libro cualquiera.

Para Navidad mi hermana me regaló una máquina de escribir:

—Tu manuscrito es muy gordo ya, pronto llegarás al final de tu libro, supongo. Después habrá que pasarlo a máquina. Tú habías hecho cursos de mecanografía en la escuela de comercio, y aunque lo hayas olvidado un poco, por falta de práctica, lo recuperarás enseguida.

Yo estaba ya al borde de la desesperación, pero, para complacer a mi hermana, me instalé de inmediato en mi mesa y, torpemente, fui copiando algunos pasajes del texto ya copiado de un libro cualquiera. Mi hermana me veía trabajar asintiendo con la cabeza, satisfecha:

—No va tan mal, Victor, estoy asombrada, qué bien va. Dentro de poco tiempo mecanografiarás tan rápido como antes.

Una vez solo yo releía las páginas mecanografiadas. Estaban repletas de innumerables faltas de mecanografía, errores y gazapos.

Algunos días después, al volver de mi paseo «higiénico», entré en un café de las afueras. Sólo quería calentarme un poco bebiendo una taza de té, pero mis manos y mis pies estaban fríos y completamente entumecidos por mi mala circulación.

Me senté en una mesa junto a la estufa, y cuando el camarero me preguntó qué quería, le respondí:

—Un té.

Y después añadí:

—Con ron.

No sé por qué dije aquello, no tenía ninguna intención de añadir aquellas palabras, y sin embargo lo había hecho. Me bebí el té al ron y pedí otro ron, esta vez sin té, y después un tercer ron.

Miré a mi alrededor con inquietud. La ciudad no es muy grande, y casi todo el mundo conoce a mi hermana allí. Si ella sabía por sus clientas o por sus vecinas que yo había entrado en un bar... Pero no veía más que rostros de hombres fatigados, indiferentes, ausentes, y mi inquietud desapareció. Tomé otro ron más y salí del bar. Mis pasos eran algo inseguros, llevaba varios meses sin beber y el alcohol se me subió a la cabeza rápidamente.

No sabía cómo volver a casa. Tenía miedo de mi hermana. Erré por las calles un rato, y luego compré una caja de bombones de menta en una tienda, y me metí dos en la boca enseguida. En el momento de pagar, sin saber por qué, sin querer, por decirlo así, le dije a la vendedora con un tono indiferente:

—Déme también una botella de aguardiente de ciruela, dos paquetes de cigarrillos y dos cigarros puros.

Me metí la botella en el bolsillo interior del abrigo. Fuera nevaba, y yo me sentía perfectamente feliz. Ya no tenía miedo de volver, ya no tenía miedo de mi hermana. Cuando volví a casa, ella gritó desde la habitación que le sirve de taller de costura:

—Tengo un trabajo urgente, Victor. Tu cena está caliente en el horno. Yo comeré más tarde.

Comí rápidamente en la cocina, me retiré a mi habitación y cerré mi puerta con llave. Era la primera vez que me atrevía a cerrar mi puerta con llave. Cuando mi hermana quiso entrar en mi habitación, grité, me atreví a gritar:

—¡No me molestes! ¡Tengo unas ideas magníficas! Debo apuntarlas antes de que se me olviden.

Mi hermana respondió, humildemente:

—No quería molestarte. Sólo quería desearte buenas noches.

—¡Buenas noches, Sophie!

Ella no acababa de irse.

—Tenía una clienta muy exigente. Quería que su traje estuviese listo para fin de año. Perdóname, Victor, por haber tenido que tomar la cena tú solo.

—No importa —le respondí, en tono amable—, vete a la cama, Sophie, es tarde.

Después de un silencio, ella preguntó:

—¿Por qué has cerrado la puerta con llave, Victor? No habrías debido cerrar la puerta con llave. No era necesario, de verdad.

Bebí un sorbo de aguardiente para calmarme:

—No quiero que me molestes. Estoy escribiendo.

—De acuerdo, de acuerdo, Victor.

Me bebí la botella de aguardiente, que sólo era de medio litro, me fumé dos cigarros y numerosos cigarrillos. Tiré las colillas por la ventana. Seguía nevando. La nieve recubrió las colillas y la botella vacía que también lancé por la ventana, lejos, hacia la calle.

Al día siguiente por la mañana mi hermana llamó a mi puerta. Yo no respondí. Ella siguió llamando. Grité:

—¡Déjame dormir!

La oí salir.

Me levanté a las dos de la tarde. La comida y mi hermana me esperaban en la cocina. Éste fue nuestro diálogo:

—He recalentado la comida tres veces.

—No tengo hambre. Hazme café.

—Son las dos. ¿Cómo puedes dormir tanto?

—He estado escribiendo hasta las cinco de la mañana. Soy un artista. Tengo derecho a trabajar cuando quiera, y cuando la inspiración me lo permita. Escribir no es como coser vestidos. Métete esto en la cabeza, Sophie.

Mi hermana me contemplaba con admiración:

—Tienes razón, Victor, perdóname. ¿Acabarás pronto el libro?

—Sí, pronto.

—¡Qué alegría! Será un libro muy bonito. Los pocos fragmentos que he leído me han gustado mucho.

Yo pensaba: «¡Pobre idiota!».

Bebía cada vez más y más y me volvía imprudente. Olvidaba paquetes de cigarrillos en los bolsillos del abrigo. Mi hermana, con el pretexto de barrer y limpiar, me registraba la ropa. Un día, entró en mi habitación blandiendo un paquete de tabaco medio vacío:

—¡Tú fumas!

Yo le respondí, desafiante:

—Sí, fumo. No puedo escribir sin fumar.

—¡Pero me habías prometido que no fumarías más!

—También me lo había prometido a mí mismo. Pero me di cuenta de que no podía escribir si no fumaba. Es un caso de conciencia para mí, Sophie. Si dejo de fumar, dejo de escribir también. He decidido que vale más seguir fumando y escribir que vivir sin escribir. Pronto acabaré el libro, deberías dejarme libre para acabar mi libro, Sophie. Poco importa que fume o que no fume.

Mi hermana, impresionada, se retiró, y después volvió con un cenicero que dejó en mi escritorio.

—Fuma, pues, no es tan grave, si es por tu libro...

Para beber adopté la táctica siguiente: compraba litros de aguardiente en diferentes barrios de la ciudad, procurando no ir dos veces a la misma tienda. Me colocaba la botella en el bolsillo interior del abrigo, escondía la botella en el paragüero del pasillo y cuando mi hermana salía o se acostaba, yo recuperaba la botella y me encerraba en mi habitación, bebía y fumaba hasta muy tarde, por la noche.

Evitaba los bares, volvía sobrio de mis paseos y todo fue bien entre mi hermana y yo hasta la primavera de aquel año, cuando Sophie empezó a impacientarse:

—¿Vas a acabar tu libro o no, Victor? Esto no puede seguir así. No te levantas nunca antes de las dos de la tarde, tienes mala cara, vas a ponerte enfermo y ponerme enferma a mí también.

—Ya lo he terminado, Sophie. Ahora tengo que corregirlo y pasarlo a máquina. Es mucho trabajo.

—No habría imaginado nunca que escribir un libro costase tanto tiempo.

—Un libro no es como un vestido, Sophie, no lo olvides.

Llegó el verano. Yo sufría terriblemente por el calor. Pasaba las tardes en el bosque, acostado bajo los árboles. A veces me dormía y tenía sueños confusos. Una tarde me sorprendió una tormenta en mi sueño, una tormenta terrible. Era el catorce de agosto. Salí del bosque todo lo rápido que pude con mi pierna enferma. Me precipité al abrigo del primer bar que encontré. Obreros y gentes sencillas bebían allí un poco de vino. Todos se alegraban de aquella tormenta, porque hacía muchos meses que no llovía. Yo pedí una limonada, todos se rieron y uno de ellos me tendió un vaso de vino tinto. Lo acepté. Después pedí una botella entera y ofrecí vino a todos. La cosa continuó mientras caía la lluvia, yo pedía una botella tras otra y me sentía maravillosamente bien, rodeado por una amistad calurosa. Me gasté todo el dinero que llevaba encima. Mis compañeros se fueron uno tras otro y yo no tenía deseo alguno de volver, me sentía solo, no tenía ganas de volver a casa, no sabía adónde ir, me habría gustado volver a mi casa, a mi librería, a la pequeña ciudad lejana que era el lugar ideal, ahora lo sabía con toda certeza, y supe también que jamás habría debido abandonar esa pequeña ciudad fronteriza para reunirme con mi hermana, a la que odiaba desde la infancia. El dueño del bar dijo:

—¡Cerramos!

En la calle mi pierna izquierda, la pierna enferma, cedió bajo mi peso y me caí.

No me acuerdo de lo demás. Me desperté bañado en sudor en mi cama. No me atrevía a salir de mi habitación. Fragmentos de recuerdos volvían a mí, lentamente. Rostros risueños y vulgares en un bar de las afueras... Después la lluvia, el barro... el uniforme de los policías que me recogieron... el rostro descompuesto de mi hermana... los insultos que yo le dediqué... la risa de los policías...

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