Ésta como manía de tomar todo presente con las pinzas de un ejemplar pretérito se ha transferido del hombre antiguo al filólogo moderno. El filólogo es también ciego para el porvenir. También él retrograda, busca a toda actualidad un precedente, al cual llama, con lindo vocablo de égloga, su "fuente". Digo esto porque ya los antiguos biógrafos de César se cierran a la comprensión de esta enorme figura suponiendo que trataba de imitar a Alejandro. La ecuación se imponía: si Alejandro no podía dormir pensando en los laureles de Milcíades, César tenía, por fuerza, que sufrir insomnio por los de Alejandro. Y así sucesivamente. Siempre el paso atrás y el pie de hogaño en huella de antaño. El filólogo contemporáneo repercute al biógrafo clásico.
Creer que César aspiraba a hacer algo así como lo que hizo Alejandro —y esto han creído casi todos los historiadores— es renunciar radicalmente a entenderlo. César es aproximadamente lo contrario que Alejandro. La idea de un reino universal es lo único que los empareja. Pero esta idea no es de Alejandro, sino que viene de Persia. La imagen de Alejandro hubiera empujado a César hacia Oriente, hacia el prestigioso pasado. Su preferencia radical por Occidente revela más bien la voluntad de contradecir al macedón. Pero, además, no es un reino universal, sin más ni más, lo que César se propone. Su propósito es más profundo. Quiere un Imperio romano que no viva de Roma, sino de la periferia, de las provincias, y esto implica la superación absoluta del Estado-ciudad. Un Estado donde los pueblos más diversos colaboren, de que todos se sientan solidarios. No un centro que manda y una periferia que obedece, sino un gigantesco cuerpo social, donde cada elemento sea a la vez sujeto pasivo y activo del Estado. Tal es el Estado moderno, y esta fue la fabulosa anticipación de su genio futurista. Pero ello suponía un poder extrarromano, antiaristócrata, infinitamente elevado sobre la oligarquía republicana, sobre su
príncipe
, que era sólo un
primus inter pares
. Ese poder ejecutor y representante de la democracia universal sólo podía ser la monarquía con su sede fuera de Roma.
¡República, monarquía! Dos palabras que en la historia cambian constantemente de sentido
auténtico
, y que por lo mismo es preciso en todo instante triturar para cerciorarse de su eventual enjundia.
Sus hombres de confianza, sus instrumentos más inmediatos, no eran arcaicas ilustraciones de la urbe, sino gente nueva, provinciales, personajes enérgicos y eficientes. Su verdadero ministro fue Cornelio Balbo, un hombre de negocios gaditano, un atlántico, un "colonial".
Pero la anticipación del nuevo Estado era excesiva: las cabezas lentas del Lacio no podían dar brinco tan grande. La imagen de la ciudad, con su tangible materialismo, impidió que los romanos "viesen" aquella organización novísima del cuerpo público. ¿Cómo podían formar un Estado hombres que no vivían en una ciudad? ¿Qué género de unidad era esa, tan sutil y como mística?
Repito una vez más: la realidad que llamamos Estado no es la espontánea convivencia de hombres que la consanguinidad ha unido. El Estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados. Esta obligación no es desnuda violencia, sino que supone un proyecto iniciativo, una tarea común que se propone a los grupos dispersos. Antes que nada es el Estado proyecto de un hacer y programa de colaboración. Se llama a las gentes para que juntas hagan algo. El Estado no es consanguinidad, ni unidad lingüística, ni unidad territorial, ni contigüidad de habitación. No es nada material, inerte, dado y limitado. Es un puro dinamismo —la voluntad de hacer algo en común— y merced a ello la idea estatal no está limitada por término físico alguno.
Agudísima la conocida empresa política de Saavedra Fajardo: una flecha, y debajo: "O sube o baja". Eso es el Estado. No es una cosa, sino un movimiento. El Estado es, en todo instante, algo que
viene de
y
va hacia
. Como todo movimiento, tiene un
terminus a quo
y un
terminus ad quem
. Córtese por cualquier hora la vida de un Estado que lo sea verdaderamente y se hallará una unidad de
convivencia
que parece fundada en tal o cual atributo material: sangre, idioma, "fronteras naturales". La interpretación estática nos llevará a decir: eso es el Estado. Pero pronto advertimos que esa agrupación humana está haciendo algo comunal: conquistando otros pueblos, fundando colonias, federándose con otros Estados, es decir, que en toda hora está superando el que parecía principio material de su unidad. Es el
terminus ad quem
, es el verdadero Estado, cuya unidad consiste precisamente en superar toda unidad dada. Cuando ese impulso hacia el más allá cesa, el Estado automáticamente sucumbe, y la unidad que ya existía y parecía físicamente cimentada —raza, idioma, frontera natural— no sirve de nada: el Estado se desagrega, se dispersa, se atomiza.
Sólo esta duplicidad de momentos en el Estado —la unidad que ya es y la más amplia que proyecta ser— permite comprender la esencia del Estado nacional. Sabido es que todavía no se ha logrado decir en qué consiste una nación, si damos a este vocablo su acepción moderna. El Estado-ciudad era una idea muy clara, que se veía con los ojos de la cara. Pero el nuevo tipo de unidad pública que germinaba en gales y germanos, la inspiración política de Occidente, es cosa mucho más vaga y huidiza. El filólogo, el historiador actual, que es de suyo arcaizante, se encuentra ante este formidable hecho casi tan perplejo como César y Tácito cuando con su terminología romana querían decir lo que eran aquellos Estados incipientes, transalpinos y ultrarrenanos, o bien los españoles. Les llaman
civitas, gens, natio
, dándose cuenta de que ninguno de esos nombres va bien a la cosa. No son
civitas
, por la sencilla razón de que no son ciudadanos. Pero ni siquiera cabe envaguecer el término y aludir con él a un territorio delimitado. Los pueblos nuevos cambian con suma facilidad de terruño, o por lo menos amplían y reducen el que ocupaban. Tampoco son unidades étnicas
—gentes, nationes
—. Por muy lejos que recurramos, los nuevos Estados aparecen ya formados por grupos de natividad independiente. Son combinaciones de sangres distintas. ¿Qué es, pues, una nación, ya que no es ni comunidad de sangre, ni adscripción a un territorio, ni cosa alguna de este orden?
Como siempre acontece, también en este caso una pulcra sumisión a los hechos nos da la clave. ¿Qué es lo que salta a los ojos cuando repasamos la evolución de cualquiera "nación moderna"? —Francia, España, Alemania—. Sencillamente esto: lo que en una cierta fecha parecía constituir la nacionalidad aparece negado en una fecha posterior. Primero, la nación parece la tribu, y la no-nación, la tribu de al lado. Luego la nación se compone de dos tribus, más tarde es una comarca, y poco después es ya todo un condado o ducado o "reino". La nación es León, pero no Castilla; luego es León y Castilla, pero no Aragón. Es evidente la presencia de dos principios: uno, variable y siempre superado —tribu, comarca, ducado, "reino", con su idioma o dialecto— otro, permanente, que salta libérrimo sobre todos esos límites y postula como unidad lo que aquél consideraba precisamente como radical contraposición.
Los filólogos —llamo así a los que hoy pretenden denominarse "historiadores"— practican la más deliciosa gedeonada cuando parten de lo que ahora, en esta fecha fugaz, en estos dos o tres siglos, son las naciones de Occidente, y suponen que Vercingetórix o que el Cid Campeador querían ya una Francia desde Saint-Malo a Estrasburgo —precisamente— o una
Spania
desde Finisterre a Gibraltar. Estos filólogos —como el ingenuo dramaturgo— hacen casi siempre que sus héroes partan para la guerra de los Treinta Años. Para explicarnos cómo se han formado Francia y España, suponen que Francia y España preexistían como unidades en el fondo de las almas francesas y españolas. ¡Como si existiesen franceses y españoles originariamente antes de que Francia y España existiesen! ¡Como si el francés y el español no fuesen, simplemente, cosas que hubo que forjar en dos mil años de faena!
La verdad pura es que las naciones actuales son tan sólo la manifestación actual de aquel principio variable, condenado a perpetua superación. Ese principio no es ahora la sangre ni el idioma, puesto que la comunidad de sangre y de idioma en Francia o en España ha sido efecto, y no causa, de la unificación estatal; ese principio es ahora la "frontera natural".
Está bien que un diplomático emplee en su esgrima astuta este concepto de fronteras naturales, como
ultima ratio
de sus argumentaciones. Pero un historiador no puede parapetarse tras él como si fuese un reducto definitivo. Ni es definitivo ni siquiera suficientemente específico.
No se olvide cuál es, rigurosamente planteada, la cuestión. Se trata de averiguar qué es el Estado nacional —lo que hoy solemos llamar nación— a diferencia de otros tipos de Estado, como el Estado-ciudad o, yéndonos al otro extremo, como el Imperio que Augusto fundó. Si se quiere formular el tema de modo todavía más claro y preciso, dígase así: ¿Qué fuerza real ha producido esa convivencia de millones de hombres bajo una soberanía de poder público que llamamos Francia, o Inglaterra, o España, o Italia, o Alemania? No ha sido la previa comunidad de sangre, porque cada uno de esos cuerpos colectivos está regado por torrentes cruentos muy heterogéneos. No ha sido tampoco la unidad lingüística, porque los pueblos hoy reunidos en un Estado hablaban, o hablan todavía, idiomas distintos. La relativa homogeneidad de raza y lengua de que hoy gozan —suponiendo que ello sea un gozo— es resultado de la previa unificación política. Por lo tanto, ni la sangre ni el idioma hacen al Estado nacional; antes bien, es el Estado nacional quien nivela las diferencias originarias del glóbulo rojo y su articulado. Y siempre ha acontecido así. Pocas veces, por no decir nunca, habrá
el Estado coincidido con una identidad previa de sangre o idioma
. Ni España es hoy un Estado nacional porque se hable en toda ella el español, ni fueron Estados nacionales Aragón y Cataluña
porque
en un cierto día, arbitrariamente escogido, coincidiesen los límites territoriales de su soberanía con los del habla aragonesa o catalana. Más cerca de la verdad estaríamos si, respetando la casuística que toda realidad ofrece, nos acostásemos a esta presunción: toda unidad lingüística que abarca un territorio de alguna extensión es, casi seguramente, precipitado de alguna unificación política precedente. El Estado ha sido siempre el gran truchimán.
Hace mucho tiempo que esto consta, y resulta muy extraña la obstinación con que, sin embargo, se persiste en dar a la nacionalidad como fundamentos la sangre y el idioma. En lo cual yo veo tanta ingratitud como incongruencia. Porque el francés debe su Francia actual, y el español su actual España, a un principio X, cuyo impulso consistió precisamente en superar la estrecha comunidad de sangre y de idioma. De suerte que Francia y España consistirían hoy en lo contrario de lo que las hizo posibles.
Pareja tergiversación se comete al querer fundar la idea de nación en una gran figura territorial, descubriendo el principio de unidad que sangre e idioma no proporcionan, en el misticismo geográfico de las "fronteras naturales". Tropezamos aquí con el mismo error de óptica. El azar de la fecha actual nos muestra a las llamadas naciones instaladas en amplios terruños de continente o en las islas adyacentes. De esos límites actuales se quiere hacer algo definitivo y espiritual. Son, se dice, "fronteras naturales", y con su "naturalidad" se significa una como mágica predeterminación de la historia por la forma telúrica. Pero este mito se volatiliza en seguida sometiéndolo al mismo razonamiento que invalidó la comunidad de sangre y de idioma como fuentes de la nación. También aquí, si retrocedemos algunos siglos, sorprendemos a Francia y a España disociadas en naciones menores, con sus inevitables "fronteras naturales". La montaña fronteriza sería menos prócer que el Pirineo o los Alpes, y la barrera líquida, menos caudalosa que el Rin, el paso de Calais o el estrecho de Gibraltar. Pero esto demuestra sólo que la "naturalidad" de las fronteras es meramente relativa. Depende de los medios económicos y bélicos de la época.
La realidad histórica de la famosa "frontera natural" consiste, sencillamente, en ser un estorbo a la expansión del pueblo A sobre el pueblo B. Porque es un estorbo —de convivencia o de guerra— para A, es una defensa para B. La idea de "frontera natural" implica, pues, ingenuamente, como mas natural aún que la frontera, la posibilidad de la expansión y fusión ilimitadas entre los pueblos. Por lo visto, sólo un obstáculo material les pone un freno. Las fronteras de ayer y de anteayer no nos parecen hoy fundamentos de la nación francesa o española, sino al revés: estorbos que la idea nacional encontró en su proceso de unificación. No obstante lo cual, queremos atribuir un carácter definitivo y fundamental a las fronteras de hoy, a pesar de que los nuevos medios de tráfico y guerra han anulado su eficacia como estorbos.
¿Cuál ha sido entonces el papel de las fronteras en la formación de las nacionalidades, ya que no han sido el fundamento positivo de éstas? La cosa es clara y de suma importancia para entender la auténtica inspiración del Estado nacional frente al Estado-ciudad. Las fronteras han servido para consolidar en cada momento la unificación política ya lograda. No han sido, pues, principio de la nación, sino al revés; al principio fueron estorbo, y luego, una vez allanadas, fueron medio material para asegurar la unidad.
Pues bien: exactamente el mismo papel corresponde a la raza y a la lengua. No es la comunidad nativa de una u otra lo que constituyó la nación, sino al contrario: el Estado nacional se encontró siempre, en su afán de unificación, frente a las muchas razas y las muchas lenguas, como con otros tantos estorbos. Dominados éstos enérgicamente, produjo una relativa unificación de sangre e idiomas que sirvió para consolidar la unidad.
No hay, pues, otro remedio que deshacer la tergiversación tradicional padecida por la idea de Estado nacional y habituarse a considerar como estorbos primarios para nacionalidad precisamente las tres cosas en que se creía consistir. Claro es que al deshacer una tergiversación seré yo quien parezca cometerla ahora.
Es preciso resolverse a buscar el secreto del Estado nacional en su peculiar inspiración como tal Estado, en su política misma, y no en principios forasteros de carácter biológico o geográfico.