París y diciembre, 1937.
Se dice que el dinero es el único poder que actúa sobre la vida social. Si miramos la realidad con una óptica de retícula fina, la proposición es más bien falsa que verídica. Pero tiene también sus derechos la visión de retícula gruesa, y entonces no hay inconveniente en aceptar esa terrible sentencia.
Sin embargo, habría que quitarle y que ponerle algunos ingredientes para que la idea fuese luminosa. Pues acaece que en muchas épocas históricas se ha dicho lo mismo que ahora, y esto invita a sospechar, o que no ha sido verdad nunca, o que lo ha sido en sentidos muy diversos. Porque es raro que tiempos sobremanera distintos coincidan en punto tan principal. En general, no hay que hacer mucho caso de lo que las épocas pasadas han dicho de sí mismas, porque —es forzoso declararlo— eran muy poco inteligentes respecto de sí. Esta perspicacia sobre el propio modo de ser, esta clarividencia para el propio destino es cosa relativamente nueva en la historia.
En el siglo VII antes de Cristo corría ya por todo el Oriente del Mediterráneo el apotegma famoso:
Chrémata, chrémata aner!
"¡Su dinero, su dinero es el hombre!" En tiempo de César se decía lo mismo; en el siglo XIV lo pone en cuaderna vía nuestro turbulento tonsurado de Hita, y en el XVII, Góngora hace de ello letrillas. ¿Qué consecuencias sacamos de esta monótona insistencia? ¿que el dinero, desde que se inventó, es una gran fuerza social? Esto no era menester subrayarlo: sería una perogrullada. En todas esas lamentaciones se insinúa algo más. El que las usa expresa con ellas, cuando menos, su sorpresa de que el dinero tenga más fuerza de la que debía tener. ¿Y de dónde nos viene esta convicción, según la cual el dinero debía tener menos influencia de la que efectivamente posee? ¿Cómo no nos hemos habituado al hecho constante después de tantos, tantos siglos, y siempre nos coge de nuevas?
Es tal vez el único poder social que al ser reconocido nos asquea. La misma fuerza bruta que suele indignarnos halla en nosotros un eco último de simpatía y estimación. Nos incita a repelerla creando una fuerza pareja, pero no nos da asco. Diríase que nos sublevan estos o los otros defectos de la violencia; pero ella misma nos parece un síntoma de salud, un magnifico atributo del ser viviente, y comprendemos que el griego la divinizase en Hércules.
Yo creo que esta sorpresa, siempre renovada, ante el poder del dinero, encierra una porción de problemas curiosos aún no aclarados. Las épocas en que más auténticamente y con más dolientes gritos se ha lamentado ese poderío son, entre sí, muy distintas. Sin embargo, puede descubrirse en ellas una nota común: son siempre épocas de crisis moral, tiempos muy transitorios entre dos etapas. Los principios sociales que rigieron una edad han perdido su vigor y aún no han madurado los que van a imperar en la siguiente. ¿Cómo? ¿Será que el dinero no posee, en rigor, el poder que, deplorándolo, se le atribuye y que su influjo sólo es decisivo cuando los demás poderes organizadores de la sociedad se han retirado? Si así fuese, entenderíamos un poco mejor esa extraña mezcla de sumisión y de asco que ante él siente la humanidad, esa sorpresa y esa insinuación perenne de que el poder ejercido no le corresponde. Por lo visto, no lo debe tener porque no es suyo, sino usurpado a las otras fuerzas ausentes.
La cuestión es sobremanera complicada y no es cosa de resolverla con cuatro palabras. Sólo como una posibilidad de interpretación va todo esto que digo. Lo importante es evitar la concepción económica de la historia, que allana toda la gracia del problema, haciendo de la historia entera una monótona consecuencia del dinero. Porque es demasiado evidente que en muchas épocas humanas el poder social de éste fue muy reducido, y otras energías ajenas a lo económico informaron la convivencia humana. Si hoy poseen el dinero los judíos y son los amos del mundo, también lo poseían en la Edad Media y eran la hez de Europa. No se diga que el dinero no era la forma principal de la riqueza, de la realidad económica en los tiempos feudales. Porque, aun siendo esto verdad y calibrando en la debida cifra el peso puramente económico del dinero en la dinámica de la economía medieval, no hay correspondencia entre la riqueza de aquellos judíos y su posición social. Los marxistas, para adobar las cosas según la pauta de su tesis, han menospreciado excesivamente la importancia de la moneda en la etapa precapitalista de la evolución económica, y ha sido forzoso luego rehacer la historia económica de aquella edad para mostrar la importancia efectiva que en los Estados medievales tenía el dinero hebreo.
Nadie, ni el más idealista, puede dudar de la importancia que el dinero tiene en la historia, pero tal vez pueda dudarse de que sea un poder primario y sustantivo. Tal vez el poder social no depende normalmente del dinero, sino, viceversa, se reparte según se halla repartido el poder social, y va al guerrero en la sociedad belicosa, pero va al sacerdote en la teocrática. El síntoma de un poder social auténtico es que cree jerarquías, que sea él quien destaque al individuo en el cuerpo público. Pues bien: en el siglo XVI, por mucho dinero que tuviese un judío, seguía siendo un infrahombre, y en tiempo de César los "caballeros", que eran los más ricos como clase, no ascendían a la cima de la sociedad.
Parece lo más verosímil que sea el dinero un factor social secundario, incapaz por sí mismo de inspirar la gran arquitectura de la sociedad. Es una de las fuerzas principales que actúan en el equilibrio de todo edificio colectivo, pero no es la musa de su estilo tectónico. En cambio, si ceden los verdaderos y normales poderes históricos —raza, religión, política, ideas— toda la energía social vacante es absorbida por él. Diríamos, pues, que cuando se volatilizan los demás prestigios queda siempre el dinero, que, a fuer de elemento material, no puede volatilizarse. O, de otro modo: el dinero no manda más que cuando no hay otro principio que mande.
Así explica esa nota común a todas las épocas sometidas al imperio crematístico que consiste en ser tiempos de transición. Muerta una constitución política y moral, se queda la sociedad sin motivo que jerarquice a los hombres. Ahora bien: esto es imposible. Contra la ingenuidad igualitaria es preciso hacer notar que la jerarquización es el impulso esencial de la socialización. Donde hay cinco hombres en estado normal se produce automáticamente una estructura jerarquizada. Cuál sea el principio de ésta es otra cuestión. Pero alguno tendrá que existir siempre. Si los normales faltan, un seudoprincipio se encarga de modelar la jerarquía y definir las clases. Durante un momento —el siglo XVII— en Holanda, el hombre más envidiado era el que poseía cierto raro tulipán. La fantasía humana, hostigada por ese instinto irreprimible de jerarquía, inventa siempre algún nuevo tema de desigualdad.
Mas, aun limitando de tal suerte la frase inicial que da ocasión a esta nota, yo me pregunto si hay alguna razón para afirmar que en nuestro tiempo goza el dinero de un poder social mayor que en sazón ninguna del pasado. También esta curiosidad es expuesta y difícil de satisfacer. Si nos dejamos ir, todo lo que pasa en nuestra hora nos parecerá único y excepcional en la serie de los tiempos. Hay, sin embargo, a mi juicio, una razón que da probabilidad clara a la sospecha de ser nuestro tiempo el más crematístico de cuantos fueron. Es también edad de crisis: los prestigios hace años aún vigentes han perdido su eficiencia. Ni la religión ni la moral dominan la vida social ni el corazón de la muchedumbre. La cultura intelectual y artística es valorada en menos que hace veinte años. Queda sólo el dinero. Pero, como he indicado, esto ha acaecido varias veces en la historia. Lo nuevo, lo exclusivo del presente es esta otra coyuntura. El dinero ha tenido, para su poder, un límite automático en su propia esencia. El dinero no es más que un medio para comprar cosas. Si hay pocas cosas que comprar, por mucho dinero que haya y muy libre que se encuentre su acción de conflictos con otras potencias, su influjo será escaso. Esto nos permite formar una escala con las épocas de crematismo y decir: el poder social del dinero
—ceteris paribus—
será tanto mayor cuantas más cosas haya que comprar, no cuanto mayor sea la cantidad del dinero mismo. Ahora bien: no hay duda que el industrialismo moderno, en su combinación con los fabulosos progresos de la técnica, ha producido en estos años un cúmulo tal de objetos mercables, de tantas clases y calidades, que puede el dinero desarrollar fantásticamente su esencia, el comprar.
En el siglo XVIII existían también grandes fortunas, pero había poco que comprar. El rico, si quería algo mas que el breve repertorio de mercancías existentes, tenía que inventar un apetito y el objeto que lo satisfaría, tenía que buscar el artífice que lo realizase y dejar tiempo para su fabricación. En todo este intrincamiento intercalado entre el dinero y el objeto se complicaba aquél con otras fuerzas espirituales —fantasía creadora de deseos en el rico, selección del artífice, labor técnica de éste, etc.— de que se hacía, sin quererlo, dependiente.
Ahora un hombre llega a una ciudad y a los cuatro días puede ser el más famoso y envidiado habitante de ella sin más que pasearse por delante de los escaparates, escoger los objetos mejores —el mejor automóvil, el mejor sombrero, el mejor encendedor, etc.— y comprarlos. Cabría imaginar un autómata provisto de un bolsillo en que metiese mecánicamente la mano y que llegara a ser el personaje más ilustre dela urbe.
El Sol
, 15 de mayo de 1927.
Las variaciones históricas no proceden nunca de causas externas al organismo humano, al menos dentro de un mismo período zoológico. Si ha habido catástrofes telúricas —diluvios, sumersión de continentes, cambios súbitos y extremes de clima— como en los mitos más arcaicos parece recordarse confusamente, el efecto por ellas producido trascendió los límites de lo histórico y trastornó la especie como tal. Lo más probable es que el hombre no ha asistido nunca a semejantes catástrofes. La existencia ha sido, por lo visto, siempre muy cotidiana. Los cambios más violentos que nuestra especie ha conocido, los períodos glaciales, no tuvieron carácter de gran espectáculo. Basta que durante algún tiempo la temperatura media del año descienda cinco o seis grados para que la glacialización se produzca. En definitiva, que los veranos sean un poco más frescos. La lentitud y suavidad de este proceso de tiempo a que el organismo reaccione, y esta reacción dentro del organismo al cambio físico del contorno, es la verdadera variación histórica. Conviene abandonar la idea de que el medio, mecánicamente, modele la vida; por lo tanto, que la vida sea un proceso de fuera a dentro. Las modificaciones externas actúan sólo como excitantes de modificaciones intraorgánicas; son, más bien, preguntas a que el ser vivo responde con un amplio margen de originalidad imprevisible. Cada especie, y aun cada variedad, y allí cada individuo, aprontará una respuesta más o menos diferente, nunca idéntica. Vivir, en suma, es una operación que se hace de dentro a fuera, y por eso las causas o principios de sus variaciones hay que buscarlos en el interior del organismo.
Pensando así, había de parecerme sobremanera verosímil que en los más profundos y amplios fenómenos históricos aparezca, más o menos claro, el decisivo influjo de las diferencias biológicas más elementales. La vida es masculina o femenina, es joven o es vieja. ¿Cómo se puede pensar que estos módulos elementalísimos y divergentes de la vitalidad no sean gigantescos poderes plásticos de la historia? Fue, a mi juicio, uno de los descubrimientos sociológicos más importantes el que se hizo, va para treinta años, cuando se advirtió que la organización social más primitiva no es sino la impronta en la masa colectiva de esas grandes categorías vitales: sexos y edades. La estructura más primitiva de la sociedad se reduce a dividir los individuos que la integran en hombres y mujeres, y cada una de estas clases sexuales en niños, jóvenes y viejos, en clases de edad. Las formas biológicas mismas fueron, por decirlo así, las primeras instituciones.
Masculinidad y feminidad, juventud y senectud, son dos parejas de potencias antagónicas. Cada una de esas potencias significa la movilización de la vida toda en un sentido divergente del que lleva su contraria. Vienen a ser como estilos diversos del vivir. Y como todos coexisten en cualquier instante de la historia, se produce entre ellos una colisión, un forcejeo en que intenta cada cual arrastrar en su sentido, íntegra, la existencia humana. Para comprender bien una época es preciso determinar la ecuación dinámica que en ella dan esas cuatro potencias, y preguntarse: ¿quién puede más? ¿Los jóvenes, o los viejos? —es decir, los hombres maduros—. ¿Lo varonil, o lo femenino? Es sobremanera interesante perseguir en los siglos los desplazamientos del poder hacia una u otra de esas potencias. Entonces se advierte lo que de antemano debía presumirse: que, siendo rítmica toda vida, lo es también la histórica, y que los ritmos fundamentales son precisamente los biológicos; es decir, que hay épocas en que predominan lo masculino y otras señoreadas por los instintos de la feminidad, que hay tiempos de jóvenes y tiempos de viejos.
En el ser humano la vida se duplica porque al intervenir la conciencia, la vida primaria se refleja en ella: es interpretada por ella en forma de idea, imagen, sentimiento. Y como la historia es ante todo historia de la mente, del alma, lo interesante será describir la proyección en la conciencia de esos predominios rítmicos. La lucha misteriosa que mantienen en las secretas oficinas del organismo la juventud y la senectud, la masculinidad y la feminidad, se refleja en la conciencia bajo la especie de preferencias y desdenes. Llega una época que prefiere, que estima más las calidades de la vida joven, y pospone, desestima las de la vida madura, o bien halla la gracia máxima en los modos femeninos frente a los masculinos. ¿Por qué acontecen estas variaciones de la preferencia, a veces súbitas? He aquí una cuestión sobre la cual no podemos aún decir una sola palabra.
Lo que sí me parece evidente es que nuestro tiempo se caracteriza por el extremo predominio de los jóvenes. Es sorprendente que en pueblos tan viejos como los nuestros, y después de una guerra más triste que heroica, tome la vida de pronto un cariz de triunfante juventud. En realidad, como tantas otras cosas, este imperio de los jóvenes venía preparándose desde 1890, desde el
fin de siècle
. Hoy de un sitio, mañana de otro, fueron desalojadas la madurez y la ancianidad: en su puesto se instalaba el hombre joven con sus peculiares atributos.