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Authors: José Ortega y Gasset

Tags: #Filosofía

La rebelión de las masas (27 page)

La realidad histórica, o más vulgarmente dicho, lo que pasa en el mundo humano, no es un montón de hechos sueltos, sino que posee una estricta anatomía y una clara estructura. Es más, acaso es lo único en el universo que tiene por sí mismo estructura, organización. Todo lo demás —por ejemplo, los fenómenos físicos— carece de ella. Son hechos sueltos a los que el físico tiene que inventar una estructura imaginaria. Pero esa anatomía de la realidad histórica necesita ser estudiada. Los editoriales de los periódicos y los discursos de ministros y demagogos no nos dan noticia de ella. Cuando se la estudia bien, resulta posible diagnosticar con cierta precisión el lugar o estrato del cuerpo histórico donde la enfermedad radica. Había en el mundo una amplísima y potente sociedad —la sociedad europea—. A fuer de sociedad, estaba constituida por un orden básico debido a la eficiencia de ciertas instancias últimas: el credo intelectual y moral de Europa. Este orden que, por debajo de todos sus superficiales desórdenes, actuaba en los senos profundos de Occidente, ha irradiado durante generaciones sobre el resto del planeta, y puso en él, mucho o poco, todo el orden de que ese resto era capaz.

Pues bien: nada debiera hoy importar tanto al pacifista como averiguar qué es lo que pasa en esos senos profundos del cuerpo occidental, cuál es su índice actual de socialización, por qué se ha volatilizado el sistema tradicional de "vigencias colectivas", y si, a despecho de las apariencias, conserva algunas de éstas latente vivacidad. Porque el derecho es operación espontanea de la sociedad, pero la sociedad es convivencia bajo instancias. Pudiera acaecer que en la fecha presente faltasen esas instancias en una proporción sin ejemplo a lo largo de toda la historia europea. En este caso, la enfermedad sería la más grave que ha sufrido el Occidente desde Diocleciano o los Severos. Esto no quiere decir que sea incurable; quiere decir sólo que fuera preciso llamar a muy buenos médicos y no a cualquier transeúnte. Quiere decir, sobre todo, que no puede esperarse remedio alguno de la Sociedad de las Naciones, según lo que fue y sigue siendo, instituto antihistórico que un maldiciente podría suponer inventado en un club, cuyos miembros principales fuesen míster Pickwick, monsieur Homais y congéneres.

El anterior diagnóstico, aparte de que sea acertado o erróneo, parecerá abstruso. Y lo es, en efecto. Yo lo lamento, pero no está en mi mano evitarlo. También los diagnósticos más rigurosos de la medicina actual son abstractos. ¿Qué profano, al leer un fino análisis de sangre, ve allí definida una terrible enfermedad? Me he esforzado siempre en combatir el esoterismo, que es por sí uno de los males de nuestro tiempo. Pero no nos hagamos ilusiones. Desde hace un siglo, por causas hondas y en parte respetables, las ciencias derivan irresistiblemente en dirección esotérica. Es una de las muchas cosas cuya grave importancia no han sabido ver los políticos, hombres aquejados del vicio opuesto, que es un excesivo exoterismo. Por el momento no hay sino aceptar la situación y reconocer que el conocimiento se ha distanciado radicalmente de las conversaciones de
table-beer
.

Europa está hoy
desocializada
o, lo que es igual, faltan principios de convivencia que sean vigentes y a que quepa recurrir. Una parte de Europa se esfuerza en hacer triunfar unos principios que considera "nuevos", la otra se esfuerza en defender los tradicionales. Ahora bien esta es la mejor prueba de que ni unos ni otros son vigentes y han perdido o no han logrado la virtud de instancias. Cuando una opinión o norma ha llegado a ser de verdad "vigencia colectiva", no recibe su vigor del esfuerzo que en imponerla o sostenerla emplean grupos determinados dentro de la sociedad. Al contrario, todo grupo determinado busca su máxima fortaleza reclamándose de esas vigencias. Es el momento en que es preciso luchar en pro de un principio, quiere decirse que éste no es aún o ha dejado de ser vigente. Viceversa: cuando es con plenitud vigente, lo único que hay que hacer es usar de él, referirse a el, ampararse en él, como se hace con la ley de gravedad. Las vigencias operan su mágico influjo sin polémica ni agitación, quietas y yacentes en el fondo de las almas, a veces sin que éstas se den cuenta de que están dominadas por ellas, y a veces creyendo inclusive que combaten en contra de ellas. El fenómeno es sorprendente, pero es incuestionable y constituye el hecho fundamental de la sociedad. Las vigencias son el auténtico poder social, anónimo, impersonal, independiente de todo grupo o individuo determinado.

Mas, inversamente, cuando una idea ha perdido ese carácter de instancia colectiva, produce una impresión entre cómica y azorante ver que alguien considera suficiente aludir a ella para sentirse justificado o fortalecido. Ahora bien: esto acontece todavía hoy, con excesiva frecuencia, en Inglaterra y Norteamérica. Al advertirlo nos quedamos perplejos. Esa conducta ¿significa un error, o una ficción deliberada? ¿Es inocencia, o es táctica? No sabemos a qué atenernos, porque en el hombre anglosajón la función de expresarse, de "decir", acaso represente un papel distinto que en los demás pueblos europeos. Pero sea uno u otro el sentido de ese comportamiento, temo que sea funesto para el pacifismo. Es más: habría que ver si no ha sido uno de los factores que han contribuido al desprestigio de las vigencias europeas el peculiar uso que de ellas ha solido hacer Inglaterra. La cuestión deberá algún día ser estudiada a fondo, pero no ahora ni por mí.

Ello es que el pacifista necesita hacerse cargo de que se encuentra en un mundo donde falta o está muy debilitado el requisito principal para la organización be la paz. En el trato de unos pueblos con otros no cabe recurrir a instancias superiores, porque no las hay. La atmósfera de sociabilidad en que flotaban y que, interpuesta como un éter benéfico entre ellos, les permitía comunicar suavemente, se ha aniquilado. Quedan, pues, separados y frente a frente. Mientras, hace treinta años, las fronteras eran para el viajero poco más que coluros imaginarios, todos hemos visto cómo se iban rápidamente endureciendo, convirtiéndose en materia córnea que anulaba la porosidad de las naciones y las hacía herméticas. La pura verdad es que desde hace años Europa se halla en estado de guerra, en un estado de guerra sustancialmente más radical que en todo su pasado. Y el origen que he atribuido a esta situación me parece conformado por el hecho de que no solamente existe una guerra virtual entre los pueblos, sino que dentro de cada uno hay, declarada o preparándose, una grave discordia. Es frívolo interpretar los regímenes autoritarios del día como engendrados por el capricho o la intriga. Bien claro está que son manifestaciones ineludibles del estado de guerra civil en que casi todos los países se hallan hoy. Ahora se ve como la cohesión interna de cada nación se nutría en buena parte de las vigencias colectivas europeas.

Esta debilitación subitánea de la comunidad entre los pueblos de Occidente equivale a un enorme distanciamiento moral. El trato entre ellos es dificilísimo. Los principios comunes constituían una especie de lenguaje que les permitía entenderse. No era, pues, tan necesario que cada pueblo conociese bien y
singulatim
a cada uno de los demás. Mas con esto rizamos el rizo de nuestras consideraciones iniciales.

Porque ese distanciamiento moral se complica peligrosamente con otro fenómeno opuesto, que es el que ha inspirado de modo concreto todo este artículo. Me refiero a un gigantesco hecho cuyos caracteres conviene precisar un poco.

Desde hace casi un siglo se habla de que los nuevos medios de comunicación —desplazamiento de personas, transferencias de productos y transmisión de noticias— han aproximado los pueblos y unificado la vida en el planeta. Mas, como suele acaecer, todo este decir era una exageración. Casi siempre las cosas humanas comienzan por ser leyendas y sólo más tarde se convierten en realidades. En este caso, bien claro vemos hoy que se trataba sólo de una entusiasta anticipación. Algunos de los medios que habían de hacer efectiva esa aproximación existían ya en principio —vapores, ferrocarriles, telégrafos, teléfono—. Pero ni se había aún perfeccionado su invención ni se habían puesto ampliamente en servicio, ni siquiera se habían inventado los más decisivos, como son el motor de explosión y la radiocomunicación. El siglo XIX, emocionado ante las primeras grandes conquistas de la técnica científica, se apresuró a emitir torrentes de retórica sobre los "adelantos", el "progreso material", etc. De suerte tal, que, hacia su fin, las almas comenzaron a fatigarse de esos lugares comunes, a pesar de que los creían verídicos, esto es, aunque habían llegado a persuadirse de que el siglo XIX había, en efecto, realizado ya lo que aquella fraseología proclamaba. Esto ha ocasionado un curioso error de óptica histórica, que impide la comprensión de muchos conflictos actuales. Convencido el hombre medio de que la centuria anterior era la que había dado cima a los grandes adelantos, no se dio cuenta de que la época sin par de los inventos técnicos y de su realización ha sido estos últimos cuarenta años. El número e importancia de los descubrimientos y el ritmo de su efectivo empleo en esa brevisima etapa supera, con mucho, a todo el pretérito humano tomado en conjunto. Es decir, que la efectiva transformación técnica del mundo es un hecho recentísimo y que ese cambio está produciendo ahora —ahora, y no desde hace un siglo— sus consecuencias radicales. Y esto en todos los órdenes. No pocos de los profundos desajustes en la economía actual viven del cambio súbito que han causado en la producción de esos inventos, cambio al cual no ha tenido tiempo de adaptarse el organismo económico. Que una sola fábrica sea capaz de producir todas las bombillas eléctricas o todos los zapatos que necesita medio continente es un hecho demasiado afortunado para no ser, por lo pronto, monstruoso. Esto mismo ha acontecido con las comunicaciones. De pronto y de verdad, en estos últimos años recibe cada pueblo, a la hora y al minuto, tal cantidad de noticias y tan recientes sobre lo que pasa en los otros, que ha provocado en él la ilusión de que, en efecto, está en los otros pueblos o en su absoluta inmediatez. Dicho en otra forma: para los efectos de la vida pública universal, el tamaño del mundo súbitamente se ha contraído, se ha reducido. Los pueblos se han encontrado de improviso
dinámicamente
más próximos. Y esto acontece precisamente a la hora en que los pueblos europeos se han distanciado más moralmente.

¿No advierte el lector desde luego lo peligroso de semejante coyuntura? Sabido es que el ser humano no puede, sin más ni más, aproximarse a otro ser humano. Como venimos de una de las épocas históricas en que la aproximación era aparentemente más fácil, tendemos a olvidar que siempre fueron menester grandes precauciones para acercarse a esa fiera con veleidades de arcángel que suele ser el hombre. Por eso corre a lo largo de toda la historia la evolución de la técnica de la aproximación, cuya parte más notoria y visible es el saludo. Tal vez, con ciertas reservas, pudiera decirse que las formas del saludo son función de la densidad de la población: por lo tanto, de la distancia normal a que están unos hombres de otros. En el Sahara cada tuareg posee un radio de soledad que alcanza bastantes millas. El saludo del tuareg comienza a cien yardas y dura tres cuartos de hora. En la China y el Japón, pueblos pululantes, donde los hombres viven, por decirlo así, unos encima de otros, nariz contra nariz, en compacto hormiguero, el saludo y el trato se han complicado en la más sutil y compleja técnica de cortesía, tan refinada, que al extremooriental le produce el europeo la impresión de ser un grosero e insolente, con quien, en rigor, sólo el combate es posible. En esa proximidad superlativa todo es hiriente y peligroso: hasta los pronombres personales se convierten en impertinencias. Por eso el japonés ha llegado a excluirlos de su idioma, y en vez de "tú" dirá algo así como "la maravilla presente", y en lugar de "yo" hará una zalema y dirá "la miseria que hay aquí".

Si un simple cambio de la distancia entre dos hombres comporta parejos riesgos, imagínense los peligros que engendra su súbita aproximación entre los pueblos sobrevenida en los últimos quince o veinte años. Yo creo que no se ha reparado debidamente en este nuevo factor y que urge prestarle atención.

Se ha hablado mucho estos meses de la intervención o no intervención de unos Estados en la vida de otros países. Pero no se ha hablado, al menos con suficiente énfasis, de la intervención que hoy ejerce de hecho la opinión de unas naciones en la vida de otras, a veces muy remotas. Y ésta es hoy, a mi juicio, mucho más grave que aquélla. Porque el Estado es, al fin y al cabo, un órgano relativamente "racionalizado" dentro de cada sociedad. Sus actuaciones son deliberadas y dosificadas por la voluntad de individuos determinados —los hombres políticos— a quienes no pueden faltar un mínimum de reflexión y sentido de la responsabilidad. Pero la opinión de todo un pueblo o de grandes grupos sociales es un poder elemental, irreflexivo e irresponsable, que además ofrece, indefenso, su inercia al influjo de todas las intrigas. No obstante, la opinión pública
sensu stricto
de un país, cuando opina sobre la vida de su propio país, tiene siempre "razón", en el sentido de que nunca es incongruente con las realidades que enjuicia. La causa de ello es obvia. Las realidades que enjuicia son las que efectivamente ha pasado el mismo sujeto que las enjuicia El pueblo inglés, al opinar sobre las grandes cuestiones que afectan a su nación, opina sobre hechos que le han acontecido a él, que ha experimentado en su propia carne y en su propia alma, que ha vivido y, en suma, son él mismo. ¿Cómo va, en lo esencial, a equivocarse? La interpretación doctrinal de esos hechos podrá dar ocasión a las mayores divergencias teóricas, y éstas suscitar opiniones partidistas sostenidas por grupos particulares; mas por debajo de esas discrepancias "teóricas", los hechos insofisticables, gozados o sufridos por la nación, precipitan en ésta una "verdad" vital que es la realidad histórica misma y tiene un valor y una fuerza superiores a todas las doctrinas. Esta "razón" o "verdad" vivientes que, como atributo, tenemos que reconocer a toda auténtica "opinión pública", consiste, como se ve, en su congruencia. Dicho con otras palabras, obtenemos esta proposición: es máximamente improbable que en asuntos graves de su país la "opinión pública" carezca de la información mínima necesaria para que su juicio no corresponda orgánicamente a la realidad juzgada. Padecerá errores secundarios y de detalle, pero tomada como actitud macrocósmica, no es verosímil que sea una reacción
incongruente
con la realidad, inorgánica respecto a ella y, por consiguiente, tóxica.

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