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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La abominable bestia gris

 

Los esfuerzos de los planetas para asegurar la paz han resultado vanos. Desde el rojo planeta Marte, oleadas de platillos volantes se lanzan al asalto de la Tierra. Es el temido ataque de LA ABOMINABLE BESTIA GRIS. El mundo, estremecido de terror, se enfrenta a un enemigo poderoso, cruel e implacable. Es la guerra total. George H. White nos describe en un escalofriante relato los últimos días de la Tierra, la lucha desesperada del género humano debatiéndose en los horrores de una guerra sin cuartel y la angustia de su irremisible derrota. ¡LA ABOMINABLE BESTIA GRIS! Impone a la Tierra su dominio, ¡Es el fin del Mundo! La destrucción de todo lo creado por el hombre, la muerte y, como última alternativa, ¡la esclavitud!.

George H. White

LA ABOMINABLE BESTIA GRIS

La Saga de Los Aznar (Libro 6)

ePUB v1.0

ApacheSp
12.07.12

Título original:
La abominable bestia gris

George H. White, 1954.

Editor original: ApacheSp

ePub base v2.0

Capítulo 1.
Marte, portador de la guerra

C
on los codos sobre la mesilla de vidrio y la mandíbula apoyada en los puños, QW-d-224, comandante del patrullero sideral CS-99, permanecía en completa inmovilidad, absorto ante el tablero de ajedrez extendido ante él.

—Te queda una sola jugada —aseguró una voz clara y un tanto metálica, brotando del tornavoz del aparato de televisión.

QW-d-224 soltó un gruñido y movió el rey sobre el tablero. Levantó los ojos y miró a la pantalla del televisor situado enfrente. En ésta se veía un segundo tablero de ajedrez, en cuyos escaques, idénticas piezas ocupaban los mismos lugares que en el tablero de QW-d-224. Una mano larga y blanca entró en el campo visual del televisor, tomó el rey y lo movió, repitiendo el movimiento que acababa de hacer el acorralado comandante del patrullero sideral.

—Estás aquí, ¿no? —preguntó la voz metálica del televisor con acento triunfal—. Muy bien. Ahora me como la torre y… ¡jaque al rey! Jaque mate, por cierto.

QW-d-224 movió las piezas de su propio ajedrez según veía moverse las del tablero televisado, examinó la situación con gesto contrariado y murmuró:

—Sí. Jaque mate… no cabe duda.

Una risa burlona brotó del tornavoz del aparato. De la pantalla desapareció el ajedrez, apareciendo en su lugar el rostro juvenil y sonriente de una linda muchacha que no aparentaba más de 25 años.

—¡Vamos, QW-d-224! —Rió la juvenil imagen a todo color, con pupilas chispeantes de malicia—. ¡Déjame ver tu torva faz!

—¡Eres una estúpida JJ-b-47! —Refunfuñó el hombre, tomando las piezas y metiéndolas a puñetazos en una cajita de transparente material plástico—. No es muy deportivo que digamos burlarse del vencido, máxime cuando te he derrotado mil veces sin mortificarte ni una sola. Pero esto cambiará. La próxima vez que te gane van a oírse mis carcajadas hasta en Neptuno.

—Te molesta tu derrota, ¿eh? —rió la joven.

—Me molesta tu estupidez. Al fin y al cabo tienes más de cien años de edad y eres una veterana en el ajedrez. Te sobran motivos para vencerme… pero el caso es que eso no ocurre con frecuencia. ¡Y si por una pifia me ganas, te ríes encima… vejestorio del demonio!

La juvenil y sonriente faz hizo una mueca de enojo.

—Tampoco es muy elegante echar en cara a una dama su edad —insinuó desdeñosa—. Yo no tengo la culpa de haber nacido cincuenta años antes que tú, y servirse de la edad de una para mortificarla es… es…

—¡Vete a paseo, guapa! —rugió QW-d-224 dando vuelta a un interruptor y haciendo desaparecer de la pantalla la imagen de la linda abuela.

QW-d-224, el hombre del siglo XXV, se puso en pie para cruzar la no muy grande cabina y detenerse con las manos cruzadas a la espalda ante una gran ventana de forma oval. La ventana estaba protegida por un doble cristal de coloración azul contra las radiaciones ultravioleta de la luz solar, mortales allí, donde no existía atmósfera que atenuara sus efectos. A través de estos cristales, el hombre del siglo XXV pudo ver la Luna a doble tamaño del que la verían los observadores situados sobre la superficie del planeta Tierra.

¡La Luna! El fiel satélite de la Tierra que había visto nacer y desarrollarse a la Humanidad, siendo testigo de sus triunfos y catástrofes, seguía al cabo de millones de siglos, difundiendo su pálida luz sobre las noches terrestres. La Luna había jugado un papel muy importante en la vida de los hombres. El impresionante cambio de fases del satélite sirvió a la primitiva Humanidad para formar su primer calendario, cuando en el cielo ni en la tierra se conocían otras señales para medir el tiempo. Los egipcios, los peruanos y muchos otros pueblos antiguos tributaron a la Luna un culto sagrado. Como dijo Camilo Flammarión: «El claro de luna ha sido la primera vez astronómica. La ciencia ha comenzado en esta aurora, y siglo tras siglo, ha conquistado estrellas, el universo entero. Esta dulce y tranquila claridad nos redime de las penas terrestres y nos fuerza a pensar en el cielo. Después, el estudio de otros mundos se desenvuelve, las observaciones se extienden y la Astronomía queda fundada. Esto no es aún el cielo y tampoco es ya la tierra. El astro silencioso de la noche es la primera etapa de un viaje hacia el infinito».

Sí. La profecía del ilustre astrónomo habíase realizado. La Luna, que sirvió a los hombres para computar las primeras horas de una humanidad balbuceante y dio origen a la Astronomía, fue con el transcurso del tiempo la primera etapa hacia el infinito. Hoy, la Luna que contemplaba QW-d-224, el hombre del siglo XXV, se utilizaba como base de llegada y salida por los grandes y fantásticos navíos intersiderales, capaces de volar a través del espacio hasta los más remotos planetas del sistema solar. La Luna, una vez más, había prestado al hombre su cara pálida para que, utilizándola como trampolín, se lanzara a la conquista del universo.

Pero incluso la misma Luna había cambiado. Este satélite que hoy aparecía ante los ojos absortos del hombre del siglo XXV era muy distinto al que los astrónomos del siglo XX veían a través de las lentes de sus telescopios. El hombre había puesto su planta audaz sobre la superficie de la paciente Luna y, como ocurría en todos los lugares adonde llegaba la criatura más perfecta de la creación, habíala transfigurado para su provecho, convirtiéndola, de mundo desierto e inhóspito, en mundo habitado y amable.

Hoy, la Luna era una colonia avanzada de la Tierra, punto de partida hacia la colonización de otros mundos y campo de experimentos, ya que en ninguna parte tropezó el hombre con tal cúmulo de dificultades como para hacer del aterido satélite un planeta apto para la vida.

El hombre, en su tenaz labor de siglos, convirtió en verdes praderas los desiertos de África, Asia y Oceanía; secó algunos mares, como el Mediterráneo y mar Negro, y siempre acuciado por la apremiante necesidad de poner nuevas tierras bajo las plantas de la creciente población del mundo, se lanzó a la conquista de los grandes continentes que yacían sepultados por los hielos del Polo Sur.

En la lucha de su ingenio contra el hielo, el hombre se apuntó otra victoria; pero el alivio que estas nuevas tierras aportaron a la preocupada humanidad fue efímero. Gracias a sus portentosos adelantos en todos los ramos de la ciencia, el hombre había triplicado su período de vida, manteniéndose en una constante juventud. Seis generaciones sucesivas habitaban el planeta Tierra, creciendo velozmente en número. Los ojos de los angustiados terrestres se volvieron hacia su fiel satélite: la Luna. ¿Por qué no colonizarla? La Humanidad estaba en camino de realizar los deseos de Dios, haciéndose tan numerosa como la arena del mar, desbordando las fronteras de su mundo de origen y lanzándose a la conquista de nuevos mundos, portando su cultura y la doctrina de Cristo.

La Luna habíase explorado ya palmo a palmo cuando los hombres decidieron transformarla por completo. Desde los principios de la navegación interplanetaria era utilizada como base de aprovisionamiento de combustible para los cruceros del espacio y como puesto de vigilancia avanzado. También se extraían de sus entrañas algunos metales preciosos de los que comenzaban a escasear en el mundo. Pero el puñado de hombres que atendía a las instalaciones aeronáuticas y militares, al observatorio astronómico y a las minas, vivía allí encerrado en una pequeña ciudad subterránea recubierta por una gigantesca campana de cristal. Sólo los penados o los heroicos hombres de ciencia eran enviados allí, porque las condiciones de vida en la Luna eran espantosas.

Como la superficie total de la Luna no era mayor que América del Norte y América del Sur reunidas, la altura de los montes y desiertos de aquel mundo eran más imponentes que en la Tierra. Las sombras que proyectaban estos montes sobre el suelo eran negras como la pez, de un negro tan profundo como no se conocía en la Tierra, donde los rayos del Sol tenían que atravesar una densa atmósfera que los rompía y dispersaba, haciendo menos oscuras las sombras.

Pero en la Luna no existía atmósfera alguna. El cielo de este extraño mundo era eternamente negro y en él resplandecían, en una pureza sin nubes, el Sol, la Tierra y las estrellas, semejantes a botones de metal dorado sobre un fondo de terciopelo. La carencia de aire hacía de este mundo una presa inerme del frío y del calor. Durante el día lunar, que duraba 14,5 días terrestres, los ardientes rayos del Sol caían sin tregua sobre aquel mundo de llanuras y cráteres. La radiación solar, muy rica en rayos ultravioleta, mortales para los seres vivientes como los que poblaban la Tierra, llegaba íntegra al suelo de la Luna, calentándolo hasta la temperatura de 190 grados centígrados; un calor tórrido que ponía incandescentes las arenas de los desiertos y había evaporado hacía mucho tiempo la última gota de agua.

Cuando la tarde se aproximaba, la temperatura descendía rápidamente. Al desaparecer el sol tras los fantásticos picachos de hasta 8.800 metros de altura, recortados sobre el horizonte negro, la noche, que duraba 14,5 días terrestres, caía sobre la Luna, y con ella el horroroso frío del espacio cósmico. Al ardor del día sucedía un frío de más de 100 grados bajo cero. Allí no se movía un soplo de aire. Faltaba el agua. Ningún sonido podía producirse en aquel mundo privado de atmósfera, ni se podía encender un rescoldo de fuego por falta de oxígeno. En este mundo de calor extremado y espantoso frío, de inmovilidad y silencio eterno, el hombre sentíase horriblemente extraño.

No era empresa de niños convertir aquel mundo muerto en un planeta capaz de engendrar y mantener la vida, pero los terrestres afrontaron los múltiples problemas con audacia. En primer lugar, hacía falta una atmósfera semejante a la que envolvía a la Tierra, y los hombres se lanzaron a crearla artificialmente con todos los poderosos medios de que disponían. Enjambres de aeronaves trajeron desde la Tierra el utillaje necesario para crear una extensa red de fábricas atomizadoras sobre la aterida costra del satélite. El transporte y el montaje de estas centrales exigió prodigiosas hazañas de tenacidad, tiempo y organización; pero cuando, finalmente, las máquinas creadas por el ingenio terrestre comenzaron a lanzar al espacio átomos de oxígeno, de nitrógeno de anhídrido carbónico y los demás gases que entraban en la composición de la atmósfera terrestre, el gran milagro se realizó. Cuando la Luna estuvo envuelta por esta mezcla de gases, el hombre pudo despojarse de su escafandra y su traje especial y respirar a pleno pulmón el aire que acababa de fabricar, pudo oír los ruidos de aquel mundo resucitado y contemplar sobre él un cielo azul.

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