A su vez, los destructores siderales de la flotilla del Rayo giraban en torno a los torpedos impidiendo que los proyectiles dirigidos marcianos tocaran a las torpes máquinas o a ellos mismos. Como todo esto ocurría en unos breves minutos, mientras las máquinas se dejaban vencer por la fuerza de atracción de Marte y los aviones peleaban con furia demoníaca, la batalla debía ofrecer de lejos el aspecto de un loco torbellino aéreo girando y girando vertiginosamente como una enorme espiral que se enroscara en el aire y fuera a clavarse, finalmente, en el suelo del planeta.
Los incidentes sucedíanse con tal rapidez que la vista humana no podía seguirlos en su total desarrollo. Las máquinas «pensantes» actuaban por su cuenta, ofreciendo al final sus resultados netos. Antes de que comprendiera una centésima parte de lo ocurrido a su alrededor, Lola Contreras se veía cayendo entre los brazos del almirante.
El torpedo acababa de entrar en contacto con el suelo de Marte y todos los tripulantes fueron violentamente zarandeados, hacinándolos en un montón de carne palpitante y crujiente hierro.
—¡Sin novedad! ¡Estamos en Marte! —gritaron los pilotos alborozados.
No había tiempo que perder. Sobre las seis maquinas perforadoras, los destructores, las «zapatillas» y el mismo Rayo proseguían la batalla. Los torpedos debían internarse enseguida en el subsuelo de Marte.
El torpedo del almirante se levantó de popa y clavó su proa en el suelo. Las ruedas y el timón dorsal habíanse escamoteado en unas ranuras del fuselaje. El cilindro, envuelto en una enorme nube de polvo, se clavó en el suelo oblicuamente, iniciando su recorrido de varios kilómetros hasta Nemania, capital del imperio thorbod.
E
l torpedo subterrestre progresaba lenta, pero ininterrumpidamente, hacia Nemania. El enorme disco volteante de proa proyectaba un violento chorro de átomos de «dedona», que en un proceso parecido al chorro de arena utilizado para horadar el vidrio, convertía en sutil polvo la roca y la tierra del subsuelo marciano. Este polvo era empujado hacia atrás, pasaba entre el fuselaje del torpedo y las paredes del túnel por unas hendiduras y era capturado por las robustas palas del ventilador. El ventilador, en sus giros vertiginosos, lo aventaba hacia atrás en forma de huracán impetuoso hasta la superficie del suelo. Nadie podría penetrar por aquel, túnel en tanto los torpedos no hubieran llegado a su destino y dejado de soplar hacia atrás. Pero la distancia no era grande.
Al cabo de quince minutos, Miguel Ángel dio orden a los soldados de prepararse para el asalto. En el cuadro de instrumentos, las agujas magnéticas indicaban la proximidad de Nemania.
Lola Contreras dejó que el Almirante atornillara su escafandra. Luego, ella ayudó a Miguel Ángel a adosarse la suya. Vistos así, al fulgor rojizo de la luz interior, aquellos hombres vestidos de hierro parecían seres extraterrestres apretujados en un agujero del infierno. Las paredes metálicas del torpedo irradiaban un espantoso calor. El aire viciado era casi irrespirable. Entre la vibración de la máquina escuchábase el silbido de las válvulas de escape de las 200 escafandras expulsando el aire. Y la monstruosa lombriz de acero continuaba mordiendo el subsuelo, arrastrándose sobre su vientre.
Tras el cristal azulado de su escafandra, los ojos del almirante permanecían clavados en las saetas de los indicadores eléctricos. La aguja magnética cayó de golpe sobre el cero.
—¡Atención!
El pequeño altavoz situado bajo la mirilla de la escafandra del almirante difundió el aviso por toda la nave. El grito fue recogido por los auriculares que cada hombre tenía adosados a los lados de sus caparazones y los músculos se pusieron en tensión.
Escuchóse un ruido fragoroso, semejante al de una pared de ladrillo desmoronándose con estrépito. En la pantalla del aparato de televisión, ciega hasta este momento, se hizo la luz. La máquina había venido a irrumpir en mitad de una casa thorbod y se detuvo en seco. Se abrió la puerta. Las tropas especiales salieron velozmente por el agujero y se escuchó el seco restallar de una pistola eléctrica. Un soldado acababa de matar a un hombre gris, acudido a esta habitación desde otras dependencias de la casa, atraído por el ruido que hizo el torpedo. La bestia quedó de través bajo el dintel de una puerta. Los soldados terrestres saltaron sobre su cuerpo y se dispersaron por el edificio disparando contra cualquier cosa dotada de movimiento.
Miguel Ángel empuñó su pistola eléctrica y saltó fuera de la nave. Lola le siguió llevando su cámara cinematográfica. Echaron a correr saltando sobre el cuerpo de la bestia muerta. Se lanzaron por una escalera hacia abajo, en seguimiento de un grupo de soldados, cruzaron un patio y se vieron en mitad de una de las calles subterráneas de Nemania.
Corrían por todos lados los hombres grises, apelotonándose en los zaguanes de las casas para huir de la explosión de los proyectiles atómicos disparados por las tropas de asalto terrestres. Las ametralladoras tableteaban pestañeando en los rincones en sombras como pupilas que se encendían y apagaban velozmente. Los proyectiles surcaban la calle como chispas de fuego arrastradas por un huracán y al chocar en cualquier obstáculo estallaban con una luz vigorosa y blanca, irradiando un calor abrasador en mitad de una explosión ensordecedora. Estos diminutos proyectiles tenían la fuerza de un obús de 12 pulgadas de los que utilizaba la artillería del siglo XX, y al hacer explosión arrancaban de golpe esquinas enteras de un edificio, abrían enormes boquetes en las paredes del túnel y ensanchaban enormemente las puertas de acceso a los edificios.
Sofocantes nubes de humo invadieron el túnel, obligando a las tropas especiales a recurrir a sus depósitos de oxígeno individuales. Los focos pegados al techo brillaban a través de esta neblina opaca, turbios y rodeados de un halo espectral. Los hombres cobraban un tamaño mayor al moverse entre la humareda, semejando espantables monstruos, algo cabeceantes en sus grotescas armaduras de hierro.
Un coro de sirenas levantó su largo clamor de quejas. La voz de la ciudad llamaba a sus moradores a las armas. Lola Contreras vio interrumpida su tarea de captar estas imágenes por un brazo vigoroso que tiraba de ella, empujándola hacia el resguardo que ofrecía el zaguán por donde habían salido. Era el almirante.
—Ahora vendrá la reacción thorbod —explicó el joven a modo de excusa—. No debe permanecer en mitad de la calle.
Escucháronse potentes explosiones muy lejos de allí.
—Esos deben de ser los restantes\1«\2»\3que han alcanzado la ciudad por otros puntos —apuntó Miguel Ángel.
—¿Hemos de permanecer aquí? —interrogó Lola.
—Sólo hasta que lleguen nuestras tropas que están avanzando por los túneles que hemos dejado tras nosotros. Reserve su provisión de film para entonces.
—¿Pues qué va a ocurrir?
—Nada agradable, puedo garantizárselo. No hay nada tan violento y horrible como una lucha dentro de una ciudad, máxime cuando las ciudades son subterráneas. Usted no se habrá visto jamás en una situación semejante, ¿verdad? Le recomiendo mucha prudencia. Desconfíe de todo. No avance sola por una calle ni entre en una habitación sin saber lo que hay dentro. No toque nada, pues puede estar conectado a una granada que la convertirá en pedazos. Si disparan contra usted y no le dan, corra hacia el sitio donde ocurrió la última explosión, pues el que le esté tirando apuntará al lugar donde se encontraba un segundo antes. Y sobre todo, no se entusiasme demasiado cinematografiando lo que ocurre. Es la única forma de que ese film llegue a proyectarse alguna vez… y de que usted pueda verlo.
Lola asintió con profundos movimientos de su grotesca escafandra. Sería prudente. Prometía a su excelencia no apartarse de él, no cometer tonterías ni apasionarse demasiado en la toma de imágenes sensacionalistas. Una ráfaga de proyectiles aulló a lo largo del túnel, dejando tras sí rastros de fuego, chocando contra las paredes, desencadenando una tormenta de ensordecedores truenos y deslumbrantes relámpagos blancos.
—Esos son los hombres grises —dijo Miguel Ángel—. No se han hecho esperar mucho rato.
Las tropas especiales., agazapadas en los zaguanes, contestaron con otra descarga cerrada que chirrió a lo largo de la calle en sentido inverso. Del cinturón del almirante pendía una pequeña emisora de radio del tamaño de una linterna eléctrica de bolsillo. Con este aparatito, Miguel Ángel estableció contacto con las tropas que venían a marcha forzada por los túneles abiertos por los torpedos subterrestres.
—Dense prisa —les dijo—. Los thorbod contraatacan y nuestra situación se hará insostenible sin refuerzos.
El almirante volvió la emisora a su cinturón, empuñó el fusil ametrallador atómico y se puso de rodillas bajo el dintel del portal. Asomando con precaución la cabeza, miró al fondo de la calle. El humo producido por las explosiones era tan espeso que le impidió ver nada. Esto favorecía a la bestia, que podría acercarse a los terrestres protegida por esta neblina opaca.
Comprendiéndolo así, las tropas especiales barrían el túnel en sucesivas descargas, ora hacia arriba, ora hacia abajo de la calle. A la vez, tenían que cuidar de proteger sus espaldas. Los thorbod que ocupaban los pisos altos de los «rascasuelos», pugnaban por bajar al nivel de la calle, abriéndose paso entre las ruinas y cascotes de las escaleras destruidas por los terrestres. De vez en cuando, alguna bestia conseguía introducir entre los escombros el cañón de un fusil y disparar contra los hombres vestidos de hierro que se atrincheraban en los zaguanes.
Los ojos vigilantes de Miguel Ángel, detrás de la mirilla de cristal azulado que contribuía a oscurecer la visión, advirtieron unas figuras borrosas moviéndose entre la neblina, pegadas a la pared.
Apuntó rápidamente y disparó. Una explosión aterradora, una llamarada blanca. En la breve fracción del fogonazo vio como se aplastaban contra la pared, haciéndose pedazos, dos hombres grises que habían avanzado, pese a las descargas terrestres, arrastrándose pegados a la pared y el suelo.
No eran los únicos que habían conseguido avanzar de esta forma, desafiando los proyectiles terrestres con una audacia que no era nueva en la conducta de estas extrañas criaturas. Saliendo de la neblina, tomando forma corpórea de entre el borrón gris, una turba de bestias se lanzó al asalto de las posiciones humanas haciendo fuego a quemarropa. Un disparo atómico efectuado a la distancia de seis metros era tan peligroso para el que disparaba como para quien encajaba el proyectil. Sin embargo, con un valor que sobrepujaba el más delirante heroísmo, los hombres grises cayeron sobre los terrestres y dispararon sin vacilación sobre ellos con sus armas atómicas, fuera cual fuere la distancia que les separaba.
Miguel Ángel abandonó el quicio del zaguán y retrocedió hacia lo más hondo del patio, arrastrando consigo a Lola. Una silueta grotesca se destacó sobre el fondo parcialmente iluminado de la calle. Era un hombre gris enfundado en un traje de hierro. Miguel Ángel empujó a Lola, tirándola al suelo, se dejó caer a su vez y disparó desde la posición de tendido. Sobre su cabeza pasó el proyectil atómico dejando un penacho de muerte. La bala fue a estallar contra la jaula del ascensor, que estaba a cuatro metros por detrás de los terrestres. Al mismo tiempo, el proyectil del almirante alcanzaba a la bestia en mitad del pecho y la hacía pedazos. Pero la onda expansiva del proyectil atómico thorbod levantó a Miguel Ángel y Lola tres metros sobre el suelo y les lanzó a gran distancia, casi a la misma calle.
Al caer, las armaduras produjeron un ruido de chatarra espantoso. Lola sintió crujir todos sus huesos. Aunque las armaduras estaban forradas interiormente de caucho espumoso, la conmoción fue tan repentina y violenta que dejó a la muchacha medio atontada. El almirante, dando bandazos como un borracho, púsose en pie y fue a levantar a la repórter.
—¿Se hizo daño? —preguntó tirando de ella.
—Siento mis huesos como si hubiera caído desde un quinto piso —aseguró la muchacha, apretándose la parte de coraza que cubría sus riñones.
Escucháronse pasos precipitados que descendían la escalera situada a sus espaldas. Miguel Ángel se volvió, empuñando su ametralladora, pero la volvió a bajar al reconocer a las tropas especiales. Un coronel, de cuyo cinto pendía una diminuta emisora receptora de radio, saludó al almirante.
—A sus órdenes, excelencia. Ya estamos aquí. Creí que ese túnel no terminaba nunca.
—Bien venido, coronel Prendes. No sabe con cuanta ansiedad le esperaba. ¿Cuántos hombres vienen con usted?
—Todo mi batallón. Mil hombres. Detrás viene el coronel Sumapaz con el primer batallón. Los restantes batallones han venido por los otros pasadizos.
El almirante dio las órdenes oportunas y comenzó el asalto formal a la ciudad de Nemania. Los soldados terrestres se lanzaron arrojadamente a la calle subterránea y avanzaron en apretada línea disparando sus ametralladoras. Por un curioso azar de la guerra, estas tropas acorazadas contra la radiación cósmica, el calor y los golpes, que llevaban al cinto pistolas eléctricas y entre las manos ametralladoras atómicas, que se movían entre gases mortales y pertenecían al súper adelantado siglo XXV, adoptaban la formación de los ejércitos de la antigüedad, avanzando codo con codo, formando una muralla con sus cuerpos cubiertos de acero, inconmovibles al fuego del enemigo, llenando los huecos de los caídos inmediatamente que se producían y atronando la lobreguez de aquella vía subterránea con el pisar firme y acompasado de centenares de pies.
La semejanza con los ejércitos antiguos, sin embargo, paraba aquí. Las tropas especiales habían adoptado esta formación por no caber otra en estas circunstancias. Tenían que avanzar, costara lo que costase, y ocupar las plantas bajas de aquellos edificios de un centenar de pisos. Por lo demás, el volumen de fuego de sus armas automáticas era tan formidable que nada ni nadie podía oponerse a su paso. Una línea compacta de ametralladoras tronaba ininterrumpidamente barriendo el enorme túnel con una espesa lluvia de pequeños proyectiles atómicos que desmoronaban paredes, hacían caer grandes moles de cemento de las bóvedas y tendían una crepitante ola de fuego por delante, convirtiendo aquella vía subterránea en un infierno.
El rodillo de acero llegó así hasta una imponente plaza cuyo techo abovedado se alzaba a un centenar de pies sobre las cabezas de los terrestres. Aquí, la muralla se disolvió como por arte de magia al recibir desde las ventanas de los edificios una lluvia de proyectiles atómicos. Los comandos se lanzaron al asalto de las casas, dando comienzo a una batalla cruenta, febril y obstinada, disputando cada escalón y cada rellano de las escaleras bloqueadas de escombros y cadáveres, cada piso repleto de asechanzas y peligros, cada edificio convertido en ruinas…