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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La abominable bestia gris (6 page)

Esta vez, la técnica parecía del lado de los marcianos. Los aparatos marcianos no sólo eran mejores, sino que tenían de su parte una gran ventaja. Todos respondían a las mismas características, mientras que las escuadras terrestres diferían entre sí en detalles pequeños, pero de enorme importancia. La Policía Sideral sólo llevaba dos años formada. Hasta entonces, cada nación había construido su modelo especial de aparatos, de forma que al juntarlos para que pelearan unidos contra los thorbod, dejaban mucho que desear en cuanto a «compenetración», velocidad y obediencia a un mando unificado.

Durante una larga hora, Miguel Ángel Aznar estuvo pendiente del aparato de radio, siguiendo con el corazón en un puño las incidencias de la batalla que se reñía a una distancia cada vez mayor del Rayo. En la primera refriega, los aparatos marcianos abrieron una profunda brecha en las formaciones terrestres, envolvieron a toda un ala y la liquidaron en un abrir y cerrar de ojos. La maniobra era un vivo exponente de la audacia y astucia thorbod, a la vez que una deplorable muestra de la falta de cohesión entre las escuadras terrestres.

Un presentimiento atroz se clavó en el alma de Miguel Ángel. Sus ojos, llenos de angustia, se clavaron en los de Richard Balmer. Este era un fornido norteamericano de carácter optimista.

—Las cosas no andan muy derechas por la Tierra, ¿verdad? —Murmuró Richard—. Bueno, no debemos desanimarnos. Todavía faltan por librar muchas batallas.

—No muchas —repuso Miguel Ángel sobriamente—. Es un mal comienzo. Un tropiezo más serio de lo que parece a simple vista.

Volvió a imperar el silencio en la sala de control. La radio comunicó otra mala noticia. La bestia había arrollado a las escuadras venusinas después de una larga pugna. Tropas thorbod estaban desembarcando en Venus contra la oposición de los pocos aviones de caza que les restaban a los venusinos. Los aparatos marcianos estaban bombardeando las principales ciudades. Y habían transcurrido solamente siete horas desde que empezó la batalla.

El almirante volvió a sentir la angustia de un desagradable presentimiento. La Humanidad se hallaba a las mismas puertas de la esclavitud. La bestia arrollaría la oposición terrestre y se erigiría en dueño y señor de todo el sistema planetario solar. Esto era lo que presentía Miguel Ángel, pero se abstuvo de comunicarlo a nadie, ni siquiera a sus más íntimos amigos. La perspectiva era tan espantosa que le sumió por unos largos minutos en el más profundo terror.

Se dijo que era un ave de mal agüero. Aquello no podía ocurrir. Mejor dicho, no debía ocurrir. La bestia dominando a la Tierra significaba el ocaso de la cultura y la civilización cristianas, el fin de la libertad, la opresión más insufrible y la esclavitud más ignominiosa. Y rebelándose contra tan funestos presentimientos se entregó a una furiosa actividad.

El Rayo estaba prácticamente encima de Marte y era hora de empezar a preparar el desembarco de las tropas especiales. Marte crecía de tamaño con rapidez. El autoplaneta comenzó a frenar. Lola Contreras se presentó en la sala de control enfundada en una de aquellas pesadas armaduras contra la radiactividad y el fuego.

—Aquí me tiene usted, excelencia, dispuesta a acompañarle —dijo la muchacha alegremente.

Miguel Ángel la miró en silencio y trató de esbozar una desmayada sonrisa. Su agudeza femenina avisó a Lola que algo había cambiado en la actitud del almirante desde la última vez que le viera. No sospechó siquiera que Miguel Ángel acababa de recibir funestas noticias de la Tierra. Ella, como todos los tripulantes del Rayo, seguía creyendo con fe ciega en el triunfo de las armas terrestres. Supuso que el almirante estaba muy ocupado para pensar en ella y procuró pasar desapercibida yendo a hundirse en un rincón, donde no podía estorbar ni irritar la vista del apuesto almirante.

Miguel Ángel, tomando el mando de la aeronave, dictaba secas órdenes a sus ayudantes. Una a cada lado de la enorme sala circular, se veían dos grandes pantallas de televisión. En una de ellas apareció de pronto el planeta Marte, aumentado un número considerable de veces. A continuación, como si el Rayo cayera sobre aquel planeta con la velocidad de un cometa, el disco rojizo de Marte fue hinchándose, desbordó el marco de la pantalla y en adelante no fue ya un disco color rojo lo que se vio en el cristal deslustrado, sino un pedazo del mismo Marte que alguien parecía estirar en todos sentidos haciendo que surgieran con creciente claridad los canales, las montañas y el relieve del planeta.

Lola comprendió que no era el Rayo quien se aproximaba a Marte con tan terrible velocidad, sino la imagen del planeta la que se acercaba a la pantalla de televisión a través de las lentes de un potente telescopio electrónico.

De pronto surgió de la neblina roja del planeta guerrero una formidable flota marciana de grandes cruceros de combate. El telescopio acortó más la distancia, dando la falsa impresión de que eran los cruceros thorbod quienes volaban hacia aquí a fantástica velocidad. Parecía le a Lola que estaba asomada a un gran ventanal, que tenía a los aparatos marcianos a simple vista y que éstos iban a colarse por la ventana abierta irrumpiendo en la sala de control. Los cruceros enemigos llegaron a estar tan cerca que pudo leerse con toda claridad los signos thorbod pintados en negro sobre sus fuselajes rojos.

Inesperadamente, como si la flota thorbod hubiera dado marcha atrás, los aparatos volvieron empequeñecerse hasta quedar reducidos a unos pequeños puntos brillantes a la luz del Sol. Era que el telescopio había eliminado varios aumentos para lograr una mayor perspectiva de la flota enemiga. Esta era tan numerosa que no cabía en toda la pantalla. El contador automático del Rayo fijó la distancia a que se encontraba el enemigo y su número: 20.000.

Temió Lola que el Rayo no pudiera traspasar aquella movible barrera de aviones. Esperó ver al autoplaneta desviándose de un lado u otro para eludir el encuentro de la flota marciana. Pero ocurrió todo lo contrario.

—¡Atmósfera a cien millas! —ordenó el almirante con voz tranquila. Y el Rayo siguió su meteórica marcha contra la flota thorbod.

Lola Contreras recordó entonces algo que había oído decir y tenía olvidado. El Rayo era una aeronave del espacio, construida para volar de un planeta a otro con velocidades iguales a las de la aceleración de la gravedad y sus constructores habían tomado todas las medidas oportunas para defenderle de los «escollos del espacio».

Los astronautas llamaban «escollos del espacio» a los millares de corpúsculos que andaban errabundos por el vacío interplanetario. Estos corpúsculos eran las «estrellas fugaces», que al entrar en la atmósfera terrestre, sólo por el roce con el aire y dada su gran velocidad, se ponían incandescentes, acabando por volatilizarse. En general, eran muy pequeños, pero los había de mayor tamaño.

Un choque en pleno vacío cósmico con uno de estos vagabundos significaba el irremisible fin de la nave interplanetaria. Para evitar su destrucción, el Rayo se envolvía durante sus viajes por el espacio en una atmósfera artificial, cuyos átomos fabricaba y emitía el propio autoplaneta. Sus resultados eran idénticos a los de la envoltura gaseosa de los auténticos planetas dotados de atmósfera. Esta «atmósfera» precedía al Rayo un centenar de millas. Si algún bólido entraba en contacto con esta «atmósfera» se ponía incandescente por efectos de la violenta frotación y acababa convertido en cenizas.

En estos momentos, al arremeter contra la flota thorbod, el Rayo lanzó su «atmósfera» cien millas por delante y en torno a sí. Con el tremendo impulso que llevaba, el autoplaneta estuvo en unos breves minutos encima de la escuadra marciana. Los cruceros thorbod asaetaron al Rayo con sus largos dardos de fuego, pero ellos no podían fundir la sólida envoltura del autoplaneta en los breves segundos que lo tuvieron a su alcance. El Rayo cargó violentamente contra la flota enemiga y horadó limpiamente la movible barrera de máquinas, incendiando a su paso todas las que tenía por delante.

Fue como un cuchillo atravesando una barra de mantequilla. Los asombrados cruceros marcianos quedaron atrás, virando en redondo y tratando inútilmente de dar alcance al Rayo. Pero la aeronave de Miguel Ángel les venció en la carrera, pasó como un bólido junto a Deimos, la más distante de las dos lunas de Marte y lanzó al espacio sus 40 destructores y sus 200 «zapatillas voladoras». Los veloces aviones salieron al encuentro de la flotilla de 10.000 aviones patrulleros thorbod que venía contra el Rayo. Los proyectores de Rayos Z del autoplaneta, que tenían un alcance enorme y una potencia desconocida incluso en las grandes baterías de esta clase establecidas en tierra firme, y alimentadas por poderosas pilas atómicas, jugaron a su capricho con los patrulleros marcianos, derribándoles en haces sobre Marte.

Lola Contreras no pudo seguir las incidencias de la lucha. El almirante habíase enfundado en su coraza de acero, y dando algunas instrucciones a sus amigos sobre lo que deberían hacer, salió a toda prisa de la sala de control hacia el piso superior. Lola echó tras él, alcanzándole en el momento en que se disponía a tomar el ascensor.

—Me había olvidado de usted —dijo Miguel Ángel mientras la jaula salía disparada hacia arriba—. ¿Continúa empeñada en venir con La tropa? —cedió el paso a Lola y Miguel Ángel y éstos se introdujeron.

—Desde luego. ¿No habrá cambiado de pensamiento?

—Puede acompañarnos si lo prefiere, pero estaría más segura quedándose en el Rayo.

El ascensor se detuvo. Salieron a la anchurosa plaza repleta de soldados. La tropa no podía ver cuanto estaba ocurriendo a su alrededor porque las paredes del autoplaneta eran opacas; pero, intuyendo la proximidad de Marte y habiendo visto salir a los destructores, mostrábase excitada y bulliciosa. Un circuito de potentes altavoces difundió por la nave la voz de George Paiton:

—¡Atención, ejército! ¡Prepárense para desembarcar!

Hízose más ensordecedor el zumbido de las conversaciones. Diez mil hombres, acoplándose sobre los hombros sus escafandras de hierro, promovieron un estrépito formidable. No sólo la plaza estaba repleta de soldados, sino también los cuatro rascacielos. Desde las ventanas de estos edificios se asomaban miles de cabezas.

Abriéndose paso a codazos por entre la multitud, Miguel Ángel y Lola Contreras cruzaron la plaza y llegaron frente a una de las cuatro compuertas que daban sobre el anillo ecuatorial del Rayo. En posición de salir en cuanto se abrieran las compuertas, se veían dos enormes cilindros de proa y popa planas. Estos aparatos descansaban sobre unas ruedas escamoteables y ofrecían la particularidad de no presentar la menor ventana ni ranura. En la cabeza llevaban un disco giratorio cubierto de pequeñas púas, y a popa una enorme hélice de cuatro robustas y anchas palas, protegidas por una especie de enrejado. Por último, sobresaliendo del dorso del cilindro, hacia popa, se apreciaba un gran timón de dirección.

Una fila de soldados, vestidos de hierro, armados de ametralladoras atómicas y pistolas eléctricas, ascendían a estos artefactos por una angosta portezuela circular, de considerable espesor. La tropa cedió el paso a Lola y Miguel Ángel y estos se introdujeron en el cilindro.

Interiormente, el espacio libre disponible era más reducido que la longitud total del cilindro. No se veían bancos ni cosa alguna donde los tripulantes pudieran tomar asiento. Los constructores habían sacrificado hasta la más elemental comodidad para dar mayor cabida al cilindro. Únicamente a proa se veía un banco para los pilotos. Estos eran dos jóvenes de raza azul, como casi toda la tripulación permanente del Rayo. Lola y Miguel Ángel fueron a situarse de pie tras los pilotos, mientras los soldados de las tropas especiales continuaban subiendo, llenando rápidamente la cabina.

Cuando no fue posible admitir un sólo soldado más, la puerta fue cerrada automáticamente por los pilotos Se encendieron unas débiles luces rojas. Los 200 tripulantes del artefacto quedaron completamente aislados del exterior, sin que ni un átomo de aire ni el menor ruido penetrara hasta allí dentro.

¡Atención, torpedos! —Llamó una voz —. ¡Preparados! ¡Se abren las compuertas!

La pantalla de televisión que los pilotos tenían enfrente, se iluminó, apareciendo en el cristal deslustrado la sólida compuerta del Rayo. El efecto era el mismo que si estuvieran mirando por una ventana. De pronto, las compuertas del autoplaneta se abrieron.

—¡Adelante!

El torpedo se deslizó suavemente sobre sus ruedas. Alguien le empujaba desde fuera introduciéndolo en la cámara neumática. Una compuerta se cerró tras la popa del torpedo y otra se abrió ante él.

—Estamos a unos doce mil metros de altura sobre la superficie de Marte —explicó Miguel Ángel—. Aquí todavía no existe aire respirable.

La enorme hélice del torpedo empezó a girar, sometiendo a la estructura metálica a una notable vibración. El torpedo rodó por el piso de la cámara neumática, se lanzó sobre el anillo y flotó en el aire. Como estaba construido con «dedona», el mineral que rechazaba la fuerza de la gravedad, el torpedo subterrestre era, a la vez, un aparato aéreo. Este avión era muy poco maniobrero y lento en su desplazamiento horizontal. Hubiera sido una presa fácil para la caza thorbod, a no ser porque a su alrededor evolucionaban las «zapatillas voladoras» del Rayo, cuya misión era protegerlos hasta llegar a tierra.

A su vez, el propio Rayo iba descendiendo también, pero librando una descomunal batalla contra las escuadrillas marcianas y las baterías antiaéreas situadas sobre la costra del planeta. El Rayo lanzó varias andanadas de proyectiles dirigidos cargados de explosivos atómicos. Estos proyectiles, dotados de unas cortas alas y de una velocidad fantástica, descendieron como rayos sobre Marte y buscaron por sí mismos los objetivos que se les había señalado. La misión del Rayo en estos momentos difíciles era atraer sobre sí toda la atención de la bestia, mientras los seis «torpedos subterrestres» descendían sobre Marte.

La bestia, sin embargo, no perdió totalmente de vista a esta media docena de extraños aparatos. Una nube de cazas envolvía a la menguada formación, asaetándola con sus dardos de fuego y disparándole pequeños proyectiles dirigidos. Las «zapatillas», llamadas así por su remota semejanza con unas chinelas planas, peleaban abatiendo aparatos thorbod a diestra y siniestra. Apenas si se les veía pasar como una ráfaga de fuego por la pantalla de televisión del torpedo que ocupaba el almirante. Estas «zapatillas» iban tripuladas por pilotos «robots», máquinas autómatas de perfil humano que Miguel Ángel había traído consigo desde el misterioso planeta Ragol.

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