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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La abominable bestia gris (10 page)

—¡Hola, Ángel! —Llamó el tornavoz del aparato de radio—. ¡Aquí Richard al habla, a bordo del Rayo! Estamos en estos momentos sobre Dumpran… comienza el combate preliminar… ¡Ahora veo venir hacia acá un enjambre de platillos volantes! Parecen muy furiosos los bicharracos… nuestros cazas se lanzan sobre ellos… ¡Muy bien, muchachos! Se nota que estos aviones nuestros son del último modelo, pues no tienen apenas nada que envidiar a los mejores thorbod… Allá van nuestros bravos destructores hacia la ciudad mientras los cazas entretienen a los platillos… El Rayo desciende y pone en juego sus proyectores de Rayos Z… Veo caer agavillados a los «bichos»… ¡Ah, si tuviéramos unos cuantos Rayos! ¡Atención! Los destructores que llevan los torpedos se lanzan en vuelo rasante sobre los alrededores de Dumpran… ¡Bien; han soltado sus sanguijuelas… buen provecho, hombrecitos grises! ¡Carape! ¡Veo caer unos cuantos cazas iberos… acude el Rayo a lo más empecinado de la refriega… pasa como un huracán por lo más denso de la formación… incendia a diestra y siniestra platillos volantes…! ¡Ahí van los torpedos subterrestres!

Una formidable conmoción sacudió el suelo como un terremoto. Los ocupantes del subterráneo se tambalearon mirándose con cierto temor a los ojos. El tornavoz de la radio dejó de oír una sonora carcajada de Richard Balmer.

—¡Aúpa! ¡La costra que protege a Dumpran por arriba salta a pedazos en el aire…! suben muy altos los caparazones de acero y moles de cemento que pesan incalculables toneladas… ¡Otro!

Un segundo temblor de tierra sacudió el piso bajo los pies de Lola Contreras. Inmediatamente se produjo un tercer terremoto. Algo cedió bajo el suelo de acero de la cámara acorazada. Las planchas se resquebrajaron y un chorro de polvo cayó sobre los aparatos de radió.

—¡A eso llamo yo trabajar bien! —Aulló Richard Balmer por el altavoz—. ¡Cristo, y qué destrozo! Una imponente columna de humo brota de la ciudad. En su base veo estallar varias explosiones más pequeñas… la nube sube y sube, oscureciendo el sol… Nuestros destructores vuelven a descender sobre Dumpran… atraviesan la gigantesca seta atómica y sueltan una rociada de bombas… gases venenosos para los conmocionados habitantes de Dumpran… ¡Buen provecho, bichos!

—Escucha, Richard —llamó Miguel Ángel asiendo el micrófono—. Corto la comunicación por ahora. Vamos a abandonar todo esto y a marchar hacia Dumpran. Hasta más tarde. No dejes de permanecer en contacto con la Tierra, pues espero la respuesta de los señores generales ¡O.K…! ¡Ángel! ¡Corto!

Miguel Ángel hizo una seña a Lola para que le siguiera y abandonó la cámara para trasladarse apresuradamente al lugar donde aguardaban los vehículos subterrestres. Antes de introducirse en el aparato, el almirante dio algunas instrucciones a los coroneles.

—En cuanto les comuniquemos por radio que hemos entrado en Dumpran, avanzarán ustedes por los túneles abiertos por los aparatos, dejando aquí un millar de hombres. Usted, coronel Lis, tomará el mando de esta fuerza de retaguardia, con la que opondrá una resistencia bastante tenaz a los thorbod. Les hará creer que nuestras fuerzas han sido muy mermadas por el asalto y se retirará en dirección a los túneles que comunicarán con Dumpran. Antes de introducirse en estos túneles dispondrá la explosión de las bombas atómicas para que hagan volar toda la ciudad y las bestias que hayan entrado en ella. Respecto a las fuerzas que van a tomar parte en el asalto de Dumpran, les recomiendo una menor fogosidad. Allí tendremos poco por hacer después del bombardeo del Rayo con explosivos y gases, y no podemos sufrir considerables mermas en nuestro ya pequeño contingente. Eso es todo.

El almirante se introdujo en el vehículo subterrestre en pos de Lola Contreras, la puerta fue cerrada y la extraña máquina se puso en movimiento clavando la proa en un muro para dar comienzo a su largo buceo subterrestre hasta Dumpran.

Lola volvía a empuñar su cámara cinematográfica, si bien en estos instantes distaba mucho de sentir el entusiasmo de hacía unas horas, cuando se encaminaban hacia Nemania. En su pensamiento habíase verificado un cambio total. La persuasión del almirante de que esta guerra estaba irremisiblemente perdida para los terrestres, habíale afectado profundamente, transformando de arriba abajo todos sus sentimientos.

Era la única habitante del planeta Tierra que conocía los más recónditos pensamientos de Miguel Ángel Aznar. Esto le enorgullecía y, al mismo tiempo, le causaba una honda amargura. Ella, como todos los humanos, había vivido hasta ahora con la falsa creencia de que la Tierra era el mundo más poderoso de aquella galaxia. Desde tiempos remotos habíase dado por irremediable un violento choque de la humanidad con la bestia, y habiendo salido victoriosa e incólume de tantos peligros, la humanidad confiaba ciegamente en el triunfo final de los hijos de Adán. Y ahora, tras haber acariciado durante siglos la ilusión de que el hombre reinaría sin discusión sobre todos los planetas que giraban en torno al Sol, surgía el espectro de la derrota, la amenaza de una insoportable esclavitud, la certeza de que una vez la bestia pusiera su planta sobre la garganta de la humanidad, ésta jamás volvería a levantar la cabeza para mirar al cielo y a las distantes estrellas que había de conquistar. Si la Humanidad caía sobre el polvo, jamás recobraría su libertad.

El vehículo subterrestre, mordiendo las entrañas de Marte, avanzaba trepidando hacia Dumpran. Los pensamientos de Lola Contreras volaban ahora hacia Madrid y los familiares que tenía en aquella ciudad. Procuraba adivinar cómo sería la vida en la Tierra después que la bestia se hubiera posesionado de ella como dueña y señora. Trataba de imaginar a una humanidad sojuzgada por la criatura más cruel e inhumana de la creación. Dios, que lo había creado todo, había puesto, sin duda, a estas bestias en el camino de los hombres para arrancarles de su actual indiferencia y obligarles a volver a sus oraciones hacia El. Durante siglos, teniendo todo lo necesario para hacer de su privilegiado mundo un paraíso terrenal, la humanidad habíase dedicado a luchar entre sí, litigando por nimiedades, convirtiendo la fértil Tierra en un eterno campo de batalla, mientras en el rojo y siniestro Marte, el más mortal enemigo de la humanidad, laboraba en silencio preparando la fosa donde había de enterrar todo el orgullo, toda la soberbia, toda la estupidez y la ceguera de un mundo mimado por los imponderables dones de la Creación.

Las amargas reflexiones de Lola se vieron interrumpidas por un grito de Miguel Ángel Aznar: —¡Atención! ¡Prepárense para desembarcar! —.

Las agujas magnéticas del cuadro de indicadores movíanse con rapidez.

—¡Ahora!

Un espantoso crujido. El vehículo subterrestre había llegado a Dumpran. Se abrió violentamente la portezuela y los comandos empezaron a salir con sus ametralladoras atómicas disparando por delante. La máquina había venido a salir en una de las espaciosas rúas subterráneas de la populosa ciudad. Toda esta calle abierta en las entrañas de Marte estaba anegada por medio metro de agua. Las bombas del Rayo debían haber cortado las cañerías del suministro de agua y todo el fondo de la capital era un lago.

Lola saltó a la calle detrás del almirante, chapoteando al avanzar en pos de los comandos hacia la entrada de un edificio. Una simple mirada en rededor bastó para darle una idea aproximada de cuál había sido el efecto de los torpedos atómicos disparados por los destructores del Rayo. Grandes grietas en las paredes del túnel y profusos derrumbamientos de las bóvedas indicaban la brutal conmoción sufrida por Dumpran. Espesas nubes de gases deletéreos se arrastraban sobre las oscuras aguas. Aquí y allá veíase flotar numerosos cadáveres de bestias con los grandes ojos desorbitados en el espasmo de una horrible agonía. Brotaban numerosos incendios, producidos por los circuitos eléctricos. Las luces estaban apagadas, pero un pálido resplandor bajaba hasta estas lóbregas cavernosidades por grandes grietas abiertas por el bestial impulso de las explosiones en los techos. No muy lejos de donde vino a detenerse el vehículo subterrestre, todo un «rascasuelos» había volado, formando un pozo de 250 metros de profundidad. Mirando hacia arriba por esta monstruosa chimenea se veían grandes moles de cemento balanceándose milagrosamente colgando de robustas varillas de hierro, vigas saledizas retorcidas inverosímilmente y cristalinos chorros de agua, procedentes de las cañerías seccionadas, que bajaban en forma de caprichosas cascadas para aumentar el caudal de las calles, convertidas en corrientes subterráneas.

Poco les quedaba por hacer a las tropas especiales en esta ciudad sacudida desde sus cimientos por el ímpetu bestial de terroríficos explosivos y envenenada por las turbias nubes de gases que vinieron a completar la obra destructora. Un silencio de tumba, sólo interrumpido por el medroso crepitar de los incendios, deslizábase por los sombríos pasadizos entre el gorgotear del agua.

Como en Nemania, los comandos fueron a guarecerse en un zaguán, cerca del túnel abierto por el vehículo subterrestre. A cierta distancia sonó el estampido de un fusil atómico. La detonación retumbó fraccionándose en cien ecos profundos. Escuchóse el rumor de piedras deslizándose hacia abajo. Atraídos por los disparos de los comandos, un grupo de bestias vino deslizándose con precaución por el fondo de la calle. Todos ellos iban vestidos con corazas de hierro. Al ver la extraña máquina sobre las aguas en mitad del túnel, dispararon contra ella con sus fusiles atómicos.

—Déjenles venir —cuchicheó Miguel Ángel a sus hombres—. Creo conocer un poco a estas extrañas criaturas. Nunca han visto una máquina como la nuestra y esto debe excitar su natural curiosidad como todo producto de la técnica. Todo es cuestión de paciencia y ver quién tiene los nervios mejor templados.

Los hombres grises vacilaron antes de decidirse a avanzar. Se les oyó cuchichear entre sí, señalando varias veces a la máquina, que atraída poderosamente su curiosidad. Finalmente, empezaron a moverse.

Lo hacían muy despacio, mirando a derecha e izquierda antes de avanzar cada paso. Mientras tanto, en otras partes de la ciudad crepitaban las ametralladoras atómicas, llenando los subterráneos de sonoros ecos. Los nervios terrestres comenzaron a tensarse. Habían acudido otros hombres grises, cubiertos con sus escafandras protectoras contra los gases y la mortal radiación de que estaba impregnada toda la ciudad. Cuando estaban a corta distancia, los comandos surgieron velozmente de su refugio y comenzaron a disparar, llenando todo el túnel de fragorosas explosiones. La bóveda se derrumbó sobre los hombres grises y los comandos corrieron a tomar posiciones sobre lo alto de la montaña de escombros, disparando desde allí sobre las bestias que habían quedado al otro lado de la providencial barricada.

Durante una hora, mientras llegaba el grueso de la tropa que avanzaba por el pasadizo que abriera el vehículo subterrestre, los comandos estuvieron tiroteándose con los thorbod, sufriendo buen número de bajas. Cuando, finalmente, llegaron las tropas especiales por el túnel, los hombres grises fueron rechazados hacia las salidas superiores de la ciudad.

Con el grueso de las tropas llegaron también los aparatos de radio. Miguel Ángel pudo al fin establecer contacto con Richard Balmer, a bordo del Rayo.

—Sí —dijo Richard—. Hay noticias de la Tierra. Nuestras fuerzas aéreas han sido casi totalmente destruidas y la bestia está desembarcando importantes contingentes en varios puntos del Globo. Es la ruina total, Ángel. Nunca creí que llegara a suceder una catástrofe como ésta.

—Pero el Estado Mayor… ¿No hay ningún recado para mí?

—Espera un momento. El general Ortiz quiere hablarte.

Mientras esperaba a la escucha, Miguel Ángel cruzó una mirada de angustia con Lola Contreras. La muchacha iba a abrir la boca para decir algo cuando sonó la voz del general Ortiz.

—¡Hola, Rayo! Aquí el general Ortiz… Hola, almirante…

—El almirante al habla, general —dijo Miguel Ángel—. Creía que no iba a saber de ustedes nunca. El Estado Mayor ha tenido tiempo de sobra para deliberar. ¿Qué responde a mi proposición?

—Pues… —el general Ortiz carraspeó—. Verá usted, Aznar. Su proposición ha sido muy mal acogida por los Estados Unidos de Europa, por la Unión Africana y… en fin. Bastará que le diga que solamente la Federación Ibérica y los Estados Unidos de Norteamérica le hemos apoyado. Los demás han tachado de absurdo y… estúpido su plan de llevar la guerra a Marte. Desde luego, los acontecimientos se han precipitado de forma tal que ya es tarde para enviar un numeroso cuerpo expedicionario a Marte. La puesta en práctica del plan de usted requiere algún tiempo y nuestra situación es tan comprometida que no admite espera.

—Lo que ocurre es que el pánico ha cundido incluso entre nuestros dignos generales —acusó Miguel Ángel secamente—. Aunque la bestia haya barrido del cielo nuestras fuerzas aéreas y esté invadiendo el Mundo, tardará todavía mucho en apoderarse de todas nuestras ciudades y aniquilar nuestros ejércitos. Las ciudades de la Tierra fueron construidas con vistas a resistir un largo asedio y soportarán los bombardeos y asaltos thorbod durante mucho más tiempo del que yo necesito para apoderarme de medio centenar de ciudades marcianas. Hubo una corta pausa. Finalmente—: Sí —dijo el general Ortiz—. Por una vez más tiene usted toda la razón, almirante. El pánico más profundo ha prendido en la Humanidad contagiándose incluso a los que hace solamente unas horas estaban firmemente convencidos de que ganaríamos esta guerra. El aniquilamiento fulminante de la Luna, la invasión de Venus por los thorbod y tres grandes batallas perdidas en el aire han bastado para conmover hasta los cimientos la opinión pública. Cuanto usted me llamó, hace solamente dos horas, la Humanidad confiaba todavía en rechazar a la bestia. Ahora, la Sociedad de las Naciones está redactando un largo documento donde se propone a la bestia un cese de hostilidades.

—¡Eso es una locura! ¡Una proposición de armisticio en estos momentos sólo servirá para que la bestia conozca nuestra flaqueza! ¡Jamás accederá a pactar una paz sabiéndose a dos pasos de la victoria absoluta!

—Sin embargo —dijo Ortiz con acento amargo—, el documento será presentado dentro de una hora a los hombres grises.

—Muy bien, adelante —rugió el joven—. ¡Sigan perdiendo tiempo! ¡Tal vez, cuando la bestia rechace toda negociación y no les quede más alternativa que rendirse incondicionalmente, vengan a asirse a mi plan primitivo como a la única tabla de salvación! El general carraspeó.

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