Miguel Ángel guardó silencio. Todas las miradas estaban fijas en su atlética persona, como si de ella fuera a emanar una luz de inspiración o esperanza.
—¿No tiene usted nada que decir, señor Aznar? —preguntó el general Kadde, de Venus.
—¿Quiere decir que se me pide mi parecer? —Repuso el joven—. En ese caso, creo que el Mundo debe proceder a la destrucción de todo cuanto pueda serle útil a la Bestia y rendirse luego. El final será el mismo, es decir, el exterminio de la humanidad. Pero el plazo será más largo y también más prolongada la esperanza. Mientras la Bestia tenga que reconstruir todo lo destruido y necesite del auxilio del género humano, el mundo se mantendrá en pie.
Luego… ya puede suponerse. La Humanidad será un lastre para la Bestia y ésta se desprenderá de ella sin el menor escrúpulo.
—Sí —dijo el general Ortiz—. El señor Aznar acaba de indicar el mejor sistema para evitar una mortandad inútil. Me adhiero a su proposición.
Todos los presentes se mostraron del mismo parecer.
—Aprobado por unanimidad —dijo el almirante Limoges—. El Mundo procederá a la destrucción de cuantas instalaciones militares e industriales sean de utilidad del enemigo… y luego se rendirá. Esta decisión nuestra, ya lo saben ustedes, abre ante la Humanidad un largo y pavoroso capítulo: el de su exterminio total. Nada podemos hacer por evitarlo… excepto una cosa.
El nuevo almirante se interrumpió con un dedo en alto mirando a Miguel Ángel.
—Excepto una cosa —repitió con voz que trataba de ser emocionada—. Unos cuantos centenares de hombres y mujeres pueden escapar de este mundo en ruinas y buscar con el auxilio del autoplaneta Rayo un nuevo mundo donde multiplicarse y prosperar. ¿No es cierto, señor Aznar?
—Sí, cierto es —repuso el joven arrugando el ceño.
—Tal vez nuestro entrañable amigo, el señor Aznar, ha estado pensando antes que nosotros en esta posibilidad.
—En efecto, estuve pensando en ella —confirmó el joven.
—Entonces… no será aventurado suponer que, al menos, los jefes de Estado y los altos dignatarios de la Iglesia y las fuerzas armadas, con sus familiares, y los sabios más ilustres de la Tierra, podrán escapar de este planeta y encontrar otro habitable entre los millones de mundos existentes en el Cosmos.
—Unos seis mil hombres y mujeres pueden escapar en mi astronave y emprender esa aventura —respondió Miguel Ángel, y todas las caras se iluminaron de alegría a su alrededor—. Pero no serán, ciertamente, los jefes del Estado, los jefes de las fuerzas armadas y sus distinguidas familias quienes emprenderán el camino de la salvación.
Una bomba de aire líquido cayendo en mitad de aquella sala no hubiera dejado más yertos a los emperingotados generales.
—¿Cómo? —exclamó el general Yenangyat—. Existen en este planeta solamente ciento cincuenta mil millones de seres cuyo derecho a salvar la vida y buscar una nueva tierra de promisión es tanto como el que puedan tener sus señorías y sus distinguidas familias —siguió diciendo Miguel Ángel con sus pupilas centelleantes de rabia—. ¿Por qué no se han de tener en cuenta también?
—¡Todo el mundo no cabe en el Rayo! —protestó el general Kadde.
—No pretendo llevarme a todo el mundo. Solamente a los seis mil seres que designe la suerte.
—¡Señor Aznar! —Bramó el almirante—. ¡Usted no puede hacer eso! ¡Nos incautaremos del Rayo si es preciso! ¡Le encarcelaremos a usted…! ¡No llevará en su astronave a los que usted quiera, sino a los que nosotros le ordenemos!
Miguel Ángel cruzó en dos saltos la estancia y abrió de par en par la puerta. En la habitación contigua a la sala de conferencias había gran número de altos jefes del Ejército y de las Fuerzas Aéreas, que se volvieron a mirar curiosamente.
—Prueben a hacer todo eso —amenazó Miguel Ángel— y yo diré ahora mismo a gritos la traición que está fraguándose en esta Asamblea.
—¡Cierre esa puerta! —gritó el almirante.
Un soldado de los que montaban guardia por la parte de afuera se dispuso a obedecer. Con la rapidez de un relámpago, Miguel Ángel le arrebató la pistola de la funda del cinturón y apuntó con ella a cuantos había en las dos salas.
—¡Todo el mundo con las manos en alto! —bramó—. ¡Dispararé contra el primero que pestañee! ¿Saben ustedes lo que pretenden sus dignos generales?
—Cállese, Aznar —ordenó el general Ortiz poniéndose en pie y avanzando hacia el joven sin hacer caso de la siniestra pistola—. No diga nada. Concédanos, al menos, ya que no la vida, el honor de morir con nuestro prestigio. Sí, tiene usted razón. Nosotros somos los que menos merecemos acompañarle en su viaje. Nuestro puesto está aquí y nuestro deber es combatir hasta el último instante. Váyase en paz con los compañeros que la suerte le depare… y ojalá ese resto de nuestra doliente humanidad pueda multiplicarse en el nuevo mundo que usted le quiere dar. Buena suerte… y adiós.
Miró Miguel Ángel a los generales, viendo en todos aquellos rostros, momentos antes encolerizados, una nueva expresión de paz y serenidad. El orgullo triunfaba al fin sobre la debilidad de la carne.
—Estos son los hombres que yo conocí —dijo Miguel Ángel arrojando la pistola al suelo—. Gracias por haberme concedido la dicha de guardar un grato recuerdo de todos ustedes.
—Es a usted a quien nosotros le debemos gratitud por habernos arrancado de nuestro terror y obligarnos a mirar el destino frente a frente —repuso Ortiz—. Creo expresar el sentir de todos nosotros al asegurar que ahora nos sentimos más tranquilos y confortados para afrontar con valor las duras horas que nos aguardan.
—Estoy seguro de que lo harán así —murmuró el joven—. Adiós, amigos. Les recordaré eternamente…
Miguel Ángel saludó con una inclinación de cabeza a la Asamblea y salió rápidamente, seguido de Lola Contreras.
En un subterráneo del Ayuntamiento de Madrid, una curiosa máquina electrónica, instrumento de la suerte, iba designando a los afortunados mortales, colonizadores de una nueva tierra de promisión todavía por descubrir. Era ésta la misma máquina que designaba a los grupos de trabajadores que al llegar a la edad «crítica» debían de servir al Estado durante un año en diversas actividades.
En esta ocasión, sin embargo, no tomaban parte en el sorteo únicamente los jóvenes de 21 años, sino toda la ciudad con sus diez millones de habitantes. Una cascada de fichas de acero delgadísimas caía por una ranura del artefacto. Eran los elegidos de la diosa fortuna para tripular el Rayo. Las fichas eran seleccionadas por otros aparatos electrónicos. Como en cada una de las finas láminas de acero estaban grabados el nombre, la dirección y el número de teléfono del usufructuario, era empresa fácil para una compleja instalación telefónica automática llamar al poseedor de una ficha idéntica y ordenarle con voz metálica y seca que se presentara a tal hora y en tal fecha en tal lugar, acompañado de mujer e hijos menores de 20 años.
Esta vez, la cita era perentoria y enigmática: —«Preséntese usted inmediatamente, en el término de treinta minutos, en la plaza Este —».
Mientras la máquina iba lanzando fichas y los telefonistas electrónicos llamaban a los afortunados, Lola Contreras extraía de un fichero especial una lista de técnicos, sabios, profesores y especialistas en todas las ramas de la ciencia, el arte, las letras y la religión cuya presencia había de ser no sólo útil, sino indispensables para un reducido pueblo empujado hacia el más extraordinario y asombroso de los éxodos: la búsqueda de un planeta habitable entre los millones y millones que gravitan en el Universo.
Entre tanto, también la guerra proseguía dando furiosas dentelladas y alargaba sus horribles tentáculos hacia Madrid. La Bestia estaba a las mismas puertas de la ciudad, poniendo en juego con fatídica maestría todos sus terribles instrumentos de destrucción.
La primera embestida llegó por el aire. Densas nubes de bombarderos, volando a alturas tan enormes que no se les podía ver a simple vista, dejaron caer sobre las defensas de la capital una espesa lluvia de bombas atómicas. Inmediatamente detrás llegaron los proyectiles dirigidos, volando a muy baja altura, para buscar con fría precisión los objetivos que se les habían señalado.
Negras nubes de humo se alzaban sobre el horizonte, cubriéndolo hasta cuanto alcanzara la vista. Las avanzadillas acorazadas thorbod irrumpieron en la lejanía, lanzando sus abrasadores dardos de fuego. Los hermosos bosques que rodeaban la capital ardieron como teas bajo la mortal caricia de los Rayos Z. Veíase volar en pedazos las cumbres del Guadarrama, bajo el impulso bestial de formidables explosivos. En aquellos montes estaban enclavadas las mejores defensas de la ciudad, pero faltas de protección aérea, con todo el cielo dominado por los platillos volantes y los bombarderos thorbod, los reductos iban cayendo uno tras otro, sepultando a sus tenaces y heroicos defensores.
En las entrañas de la ciudad subterránea se producían incesantemente escenas del más profundo terror. La gente, presa de pánico, buscaba en las líneas subterráneas que comunicaban Madrid con otras ciudades próximas y lejanas, unas salidas de escape. Los trenes no podían circular por estos túneles abarrotados de gentío, y aunque hubieran podido hacerlo, no habrían sido capaces de transportar con la rapidez necesaria los millones de seres que buscaban la salvación en una dirección única: el Este. Parte de la ciudad, impulsada por una resolución heroica de morir matando, corría hasta los arsenales del Ejército para enfundarse un fusil ametrallador atómico y concentrarse en los puntos de la ciudad que aconsejaba el Estado Mayor.
Después del primer ataque aéreo contra las baterías antiaéreas de Madrid, la Bestia descubrió al Rayo en la laguna artificial y centró sobre éste sus violentos ataques. El Rayo estaba recibiendo a bordo un heterogéneo cargamento de víveres y máquinas y no podía despegar, a menos que se resignara a dejar en tierra a su patrón y a los siete mil madrileños que éste había decidido llevar consigo.
Richard Balmer puso en juego todas las defensas de que disponía el Rayo y aseguró a Miguel Ángel que estaba reuniendo las últimas piezas del equipo, que la situación hacíase insostenible. Sin embargo, ocurrió algo inesperado. Una poderosa escuadra de aviones irrumpió sobre el cielo de Madrid como avispas furiosas y se lanzaron como rayos contra los aparatos thorbod, organizándose en un abrir y cerrar de ojos la batalla más reñida y feroz de cuantas habíanse disputado hasta entonces.
La providencial llegada de estas fuerzas fue como un deslumbrante rayo de esperanza para los angustiados habitantes de Madrid. Sus esperanzas de salvación, sin embargo, eran infundadas. Esta flota eran los restos de las lucidas y poderosas escuadras de las Fuerzas Aéreas Ibéricas, reforzadas por escuadrillas de los Estados Unidos de Europa y de la Unión Africana. Eran la ofrenda del Estado Mayor General a Miguel Ángel Aznar, al Rayo y al puñado de seres que iban a emprender la más fantástica aventura de todos los siglos. Era la firme decisión de los generales de que nada ni nadie pudiera impedir la fuga de esta astronave hacia los más ignotos rincones del Universo, llevando un puñado de almas que serían, en breve, todo lo que quedaba de una humanidad libre y soberana.
La batalla aérea, dura y enconada como ninguna, se prolongó durante dos eternas horas. Por tierra, la Bestia seguía avanzando y daba los primeros arañazos al subsuelo de Madrid; pero en el cielo los hombres grises eran mantenidos a raya con una furia y un arrojo sobrehumanos. Caían agavillados los aviones de uno y otro bando. Nuevos contingentes llegaban desde todos los puntos del horizonte para sumarse a la contienda. Escuadrillas diezmadas por las batallas anteriores llegaban de todos los puntos de Europa, de África e incluso de Asia. No parecía más sino que todos los aviadores del mundo se hubieran dado cita sobre Madrid para tomar parte en el Apocalipsis final… y así era en realidad. Era este el último bestial coletazo de un gigante moribundo, el estertor de una humanidad que antes de caer inerme se asía con todas las fuerzas de sus dedos agarrotados a la garganta de su matador.
En la plaza Este, seis mil hombres y mujeres y niños, y cerca de un millar de sabios en todas las diversas ramas de la ciencia y la cultura, se ponían en marcha por el túnel subterráneo hacia la base aérea donde estaba el Rayo. Iban todos vestidos de hierro para no caer víctimas de la radiactividad originada por las bombas atómicas, y su desplazamiento producía un sordo y terrorífico rumor de aceros entrechocantes. La ciudad entera estremecíase por el impacto de los proyectiles atómicos que caían sobre ella. Agrietábanse las bóvedas, dejando caer chorros de tierra y pedruscos sobre el rezongante desfile de monstruos férreos.
Cuando la cola de la columna se perdía en el túnel, la Bestia irrumpía en Madrid por los túneles que sus máquinas excavadoras habían abierto. Resonaron apocalípticas explosiones en las calles de la populosa ciudad. Nubes de gases venenosos extendieron sus parduzcos tentáculos por las avenidas subterráneas. Un millón de encorajinados madrileños y aguerridos soldados se aprestaron a la defensa, contestando al asalto thorbod con el tronar ensordecedor de sus ametralladoras atómicas. Bóvedas y edificios se venían abajo entre cascadas de escombros. Brotaban incendios aquí y allá, chorros de agua y de vapor salían de las cañerías cortadas por las explosiones. Cada edificio, cada planta, cada hogar era un baluarte. Junto a las puertas de sus casas, mujeres vestidas de hierro aguardaban con un fusil entre las manos engarfiadas la llegada del invasor. Dentro yacían sus hijos retorciéndose en los espasmos de una horrible agonía producida por los gases… Madrid sería la piedra negra en la brillante campaña militar de la abominable bestia gris.
Y entre tanto, allá en la laguna artificial donde flotaba el Rayo envuelto en vedijas de humos, la trepidante lombriz de hierro emergía a la superficie de la tierra y avanzaba rápidamente hacia el muelle, donde esperaban las barcazas.
En el cielo, a las últimas luces sanguinolentas de un moribundo atardecer, las máquinas aéreas se retorcían intercambiando dardos de fuego, girando y girando como una enorme espiral de la que salían despedidas violentamente las víctimas incendiadas.
En la sala de control de la astronave, Miguel Ángel Aznar permanecía de pie ante el monstruoso cuadro de indicadores. Junto a él, Lola Contreras sollozaba con el alma en vilo, viendo en una de las enormes pantallas de televisión, los últimos estertores del día sobre un Madrid envuelto en llamas, bajo el palio funeral de densas humaredas.