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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La abominable bestia gris (12 page)

—No sé… Me asusta pensarlo. La opresión… la esclavitud… y, finalmente, el exterminio. La Bestia entrará en posesión de un rico y vasto imperio, con todo lo necesario para mantener y engrandecer a las futuras generaciones thorbod. Bajo el cálido cielo de la Tierra, la Bestia se multiplicará rápidamente, en cantidades abrumadoras. El hombre humano tendrá que trabajar afanosamente para alimentar y fortalecer el reino de sus enemigos, tendrá que cederle sus principales ciudades, replegarse hacia las regiones más inhóspitas del planeta, hasta el día en que los vencedores exterminen al último hombre en el último pedazo de tierra y este mundo y todos los mundos habitables del reino del Sol graviten bajo la hegemonía de la Bestia Gris.

Un escalofrío recorrió hasta la nuca la espina dorsal de Lola.

—Y usted, señor Aznar… ¿qué piensa hacer? ¿Se quedará aquí afrontando lo que venga… o tal vez, como decía Richard Balmer, tomará su maravilloso Rayo escapando de este planeta en busca de otro mundo donde sus hijos y los hijos de sus amigos puedan levantar un nuevo pueblo y engrandecer una nueva nación?

—No sé… ¿quién sabe? —Murmuró Miguel Ángel con una triste sonrisa—. Estoy cansado de luchar… ¡muy cansado! Siento la tentación de permanecer aquí, corriendo la suerte de los demás hombres, dejándome llevar por el destino y resignándome a ser lo que la Bestia quiera hacer de nosotros. Y por otro lado… me subleva la idea de pasar de hombre libre a esclavo, de someterme a los caprichos de una bestia inhumana y cruel… De presenciar con mis propios ojos, sin hacer nada por evitarlo, la ruina de este mundo aterrorizado. No sé qué haré si llega el trágico momento de tomar una decisión. Creo que estoy tan aturdido y asustado como los hombres que han salido al encuentro de la Bestia con una petición de paz. Tal vez, al fin, se arregle todo. Nadie puede jactarse de conocerlas extrañas reacciones de estas fieras. Tal vez éste sea el principio del fin, pero no el fin del género humano… todavía.

Lola Contreras lanzó con el rabillo del ojo una mirada sobre el noble rostro de Miguel Ángel Aznar. Por primera vez le vio desalentado y envejecido, con un pliegue de honda amargura en la comisura de la boca y un brillo de desesperación en sus oscuras y febriles pupilas.

—Lo que necesita usted es unas horas de sueño —dijo la muchacha en el momento que entraban en Madrid—. Deje para más tarde el ofrecer sus servicios y los de su astronave al Gobierno. No se comprometa a nada, créame. Venga a mi casa. Allí podrá descansar en paz y tranquilidad. ¿Quiere?

Miguel Ángel se encogió de hombros. La «zapatilla» se deslizaba suavemente, volando a lo largo de una de las amplias avenidas madrileñas, con grandes y bien cuidados jardines centrales.

Pese a su risueño carácter, el exterior de la ciudad presentaba cierto aire de nostálgica desolación. Ni un ser humano se movía en los jardines. Los tranvías, sin fin, permanecían inmóviles. Las cigarras parecían ser los únicos habitantes de la populosa ciudad, chirriando sonoramente desde las frondas. Una bandada de palomas surcó el cielo azul.

Aznar aterrizó suavemente, posando la «zapatilla volante» ante uno de los formidables caparazones de acero que daban acceso a la ciudad subterránea.

Antes de que se abriera la sólida puerta tuvieron que soportar un minucioso interrogatorio por televisión.

—¿No saben que se ha proclamado el estado de sitio y está prohibido deambular por las afueras de la ciudad? —Gruñó el guardián—. Bueno, les abriré, pero apresúrense a entrar, no vaya a presentarse el enemigo en el intervalo.

Los dos jóvenes entraron en el caparazón. Un rápido ascensor, capaz para varios centenares de personas, les dejó en el piso 40, donde Lola tenía su casa.

En contraste con el exterior de la ciudad, una agitación febril dominaba en los hondos pasadizos subterráneos. Cada pasillo de uno de estos pisos era tan ancho y largo como una calle. La gente charlaba asomada a las puertas de sus apartamentos o formaba corro en mitad del corredor. Se comentaba los sucesos de palpitante actualidad; el desembarco thorbod en casi todos los continentes, y especialmente su arrollador avance por tierras de España. El terror más profundo dominaba a la ciudad. En todos los ojos se veía un brillo de locura. Pero todavía la esperanza de llegar a un acuerdo con los temibles hombres grises mantenía en pie la socavada fortaleza de los nervios, oponiendo un dique de contención a las violentas manifestaciones de pánico.

La casa de Lola Contreras era, como todas las de Madrid, pequeña y acogedora. Vivían en ella tres generaciones de Contreras, moviéndose en un espacio inverosímilmente reducido. Unos niños lloraban abrazados a una mujer joven, de un asombroso parecido con Lola. La muchacha le presentó a Miguel Ángel como su madre. Otra joven, con los mismos ojos y cabellos que Lola, asomó por una puerta. Era la abuela. Tenía hijos de la misma edad que los de la Madre de Lola.

Todas estas mujeres miraron a Miguel Ángel con aires de la más total estupefacción, negándose a creer que el popular almirante de la Policía Sideral se hubiera dignado entrar en su humilde casa, descendiendo de la cumbre donde le había colocado el destino para estrechar sus manos y son reírles afablemente.

—He prometido a nuestro amigo que en esta casa gozaría de paz y tranquilidad por unas horas —dijo Lola cortando las exclamaciones de sorpresa y gozo de su madre y abuela—. Llévate a los niños a casa de tu hijo, Dolores. El señor Aznar está necesitado de descanso. Se opuso el joven a la expulsión de los pequeños—. No quiero causarles molestias. Lola le hizo entrar a empujones en una pequeña habitación, donde se veía una cama.

—Acuéstese aquí —le ordenó con severidad—. Le llamaré dentro de seis horas. ¿De acuerdo?

Miguel Ángel accedió a regañadientes. Lola cerró la puerta y él dejóse caer vestido sobre el lecho, exhalando un suspiro de inefable alivio. Quedó instantáneamente dormido como un leño.

Alguien le zarandeaba por un hombro. Abrió los ojos. Sobre su cabeza se inclinaba la cara de un hombre desconocido.

—¡Levántese, señor Aznar! —dijo el hombre con respeto, pero enérgicamente.

Miguel Ángel advirtió entonces que aquel individuo era un oficial de policía. Al incorporarse y mirar en torno vio, junto a la puerta, a dos policías más. Entre estos asomaba el bello rostro de Lola Contreras, sonrojado de furia.

—¿Qué ocurre? —preguntó Miguel Ángel.

—Tendrá usted que acompañarnos, señor Aznar —murmuró el oficial, visiblemente azorado por la personalidad que tenía ante sí.

—¿A dónde?

—No puedo decírselo ahora, señor…

—¿Estoy detenido?

—Precisamente detenido… no. Pero tendrá que venir con nosotros.

—Entonces es que estoy detenido —gruñó el joven saltando de la cama y echándose atrás un mechón de cabellos.

—No traen mandamiento judicial de arresto —rugió Lola mirando con odio a los policías—. ¡No se deje llevar a ninguna parte! ¡Ellos no pueden obligarle!

—Se lo suplico, señor —balbuceó el oficial—. No ofrezca resistencia. Me vería obligado a llevarle a la fuerza y… —. Miguel Ángel lo tranquilizó con un ademán y salió de la habitación. Los dos agentes de policía se apresuraron a dejarle expedito el paso.

—Bien —masculló Lola—. Si estos hombres se lo llevan yo iré también con usted. ¡Sabe Dios si no querrán asesinarlo!

El oficial puso cara de espanto y Ángel se echó a reír. —No creo que pueda servirles para nada… muerto —dijo—. Bien, señor oficial. Cuando usted quiera.

El grupo se dirigió hacia la puerta. Miguel Ángel se entretuvo un solo momento para estrechar las manos de la madre y la abuela de Lola y luego siguió a los policías hasta el corredor.

La muchacha se puso a su lado. Como unas horas antes, la gente seguía obstruyendo el pasillo, formando corros y mirando con curiosidad al grupo formado por los tres policías y los dos jóvenes.

—¡Es el almirante de la Policía Sideral! —gritó alguien reconociendo a Miguel Ángel.

El grito corrió el pasillo velozmente.

—¡Es el almirante destituido…! ¡Le llevan preso! … ¡Alguna culpa tendrá cuando le quitaron el mando y lo lleva la policía! …

La gente se arremolinó. Caras crispadas de rabia o desprecio hacían muecas en torno a Miguel Ángel, gritando insultos. Los vecinos salieron a asomarse atraídos por el tumulto, inquiriendo con curiosidad las causas de la gritería. Solamente el profundo respeto que inspiraban los uniformes de la policía impidió que el ex almirante fuera agredido.

—¡Vamos… por favor… apresúrense! —apuraba el oficial empujando a Lola y a Miguel Ángel.

Llegaron al ascensor. La muchedumbre quedó detrás de las redes de acero, bramando insultos y amenazas. El ascensor se puso en movimiento bajando a gran velocidad Miguel Ángel había palidecido ligeramente, pero no demostraba sentir rabia ni rencor. Lola, en cambio, estaba amarilla de cólera.

—¡Desarrapados… miserables…! —mascullaba con el aliento entrecortado por la agitación.

El ascensor se detuvo suavemente. Se abrieron las puertas. Estaban en una de las más populosas vías subterráneas de la ciudad. Sólo a los vehículos de la policía se les permitía transitar por estas calles brillantemente iluminadas con luz fluorescente. La calle carecía de aceras y estaba totalmente invadida por una abigarrada multitud, estacionada preferentemente bajo los grandes altavoces del circuito perifónico, en espera de oír las últimas noticias del curso de la guerra.

Detenido ante el ascensor había un automóvil policial eléctrico. Lola Contreras, Miguel Ángel y su escolta se acomodaron en el coche y éste se abrió paso entre el gentío haciendo sonar desaforadamente su sirena. Mientras rodaba a escasa velocidad hacia la plaza de España, los altavoces anunciaron:

—¡Atención! Los ejércitos thorbod, prosiguiendo su impetuoso avance sobre Madrid, se encuentran a cien kilómetros de la ciudad. Se espera de un momento a otro el bombardeo enemigo… Las fuerzas armadas ibéricas están librando una gran batalla en su empeño de contener la ola invasora. El Estado Mayor General se reafirma en su decisión de impedir a toda costa que el enemigo se apodere de la capital de España.

Los altavoces continuaron hablando de la confianza del Estado Mayor General en contener el arrollador avance de la Bestia, pero un formidable rugido de la multitud ahogó sus voces. Gritos coléricos exigían la verdad sobre el resultado de las negociaciones de paz promovidas por la Sociedad de las Naciones unas horas antes.

En mitad de este alboroto, el automóvil policial llegó a la plaza de España. Aquí, ante la pétrea fachada del Palacio de las Naciones, veíase congregado un abigarrado gentío. Proyectiles de la más diversa naturaleza surcaban el aire para ir a chocar contra los cristales de las ventanas. Por todas partes repetíase el grito de: «¿Qué ha contestado la Bestia a nuestras proposiciones de paz?» «¡Queremos saber toda la verdad!» «¡Queremos que se detenga el avance marciano!» «¡Queremos la paz!».

Al otro lado de la plaza se levantaba el majestuoso Palacio Residencial del Gobierno español, cuyo aspecto tranquilo contrastaba notablemente con la agitación reinante ante la Sede de las Naciones. El automóvil policial invitó a echar pie a detenerse en un patio interior. El oficial invitó a echar pie a tierra al ex almirante y a su joven y bella amiga y los condujo hasta una habitación en cuyo piso se veía el arranque de una escalera que se hundía en el suelo.

—¿Dónde me llevan? —preguntó Miguel Ángel mirando la escalera.

—Al Palacio de la Sociedad de las Naciones… al otro lado de la plaza —repuso el oficial—. He creído más conveniente que entremos por este pasadizo para evitar las desagradables manifestaciones del público, que acomete a todos los automóviles que entran en la Sede de las Naciones.

En este momento, un altavoz gritó en el patio que acababan de dejar:

—¡Atención! ¡Atención! La Presidencia de la Sociedad de las Naciones comunica que han fracasado todas las tentativas de hallar una solución pacífica para el conflicto armado entre la Tierra y Marte. La Bestia ha rechazado una tras otra todas las proposiciones hechas por la Sociedad de las Naciones y ha acabado por afirmar que no desea ninguna solución pacífica, a menos que la Tierra se rinda incondicionalmente…

Capítulo 9.
Guerra total

M
iguel Ángel conocía muy bien los estrechos pasillos por donde le llevaban. Esta era la que pudiera llamarse «entrada secreta» o salida de emergencia de la sala de conferencias de la Sociedad de las Naciones.

No le extrañó ver aparecer una estrecha portezuela al término del pasadizo ni mucho menos oír la voz del general Ortiz rogándole:

—Pase, excelencia… por favor.

Miguel Ángel y Lola se vieron en una sala grande, con una larga mesa en el centro y, sentados alrededor de ésta, a todo el Estado Mayor General de la Policía Sideral. El general Limoges, que ocupaba la cabecera de la mesa, dirigió una sonrisa hipócrita a su antecesor.

—No tenía por qué esconderse, señor Aznar —dijo con acento protector—. No teníamos, ni mucho menos, la intención de fusilarle.

—No me ocultaba —aseguró Miguel Ángel—. Simplemente estaba disfrutando de la hospitalidad de esta buena amiga. Mi intención era venir a rendir cuentas de mi expedición a Marte luego que hubiera descansado unas horas.

—Olvidemos lo de Marte —dijo Limoges—. Eso carece de importancia ahora. ¿Sabe ya que la Bestia ha rechazado de plano todas nuestras proposiciones de paz?

—Sí, lo sé. Y no me extraña. Ya advertí al general Ortiz, aquí presente, que la Bestia jamás negociaría una paz en tanto se viera en posición ventajosa.

—Por favor, señor Aznar —intercedió el general Kisemene—. Prescindamos de mutuas recriminaciones. Tal vez usted obró mal al intentar llevar la guerra a Marte… tal vez esta Asamblea, ofuscada por lo trágico del momento, le trató a usted con injusticia al deponerle de su cargo. Con toda probabilidad, una discusión sobre este asunto nos llevaría muy lejos… ya ninguna parte en definitiva. ¿Se muestra usted resentido? ¿Quiere que le restituyamos su cargo de almirante?

—¿Para qué? —preguntó Miguel Ángel sonriendo—. ¿Acaso existe todavía alguna Policía Sideral?

—Tiene usted razón —se apresuró a decir Limoges—. Lo de menos es quién sea almirante de una organización que prácticamente ha dejado de existir. Olvidemos lo pasado y enfrentémonos con lo inevitable. El Mundo se halla a dos pasos de la más estrepitosa derrota. No le queda más alternativa que rendirse o pelear hasta el último momento. ¿Qué debemos hacer?

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