La abominable bestia gris (11 page)

Read La abominable bestia gris Online

Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

—Respecto a eso… he de comunicarle otra mala noticia, amigo mío. El Estado Mayor General, con la aprobación de la Sociedad de las Naciones, le ha destituido a usted como almirante de la Policía Sideral y le ordena regresar inmediatamente a Madrid con todos los efectivos aéreos y humanos de su Cuerpo Expedicionario.

Lola Contreras dejó escapar una ahogada exclamación de asombro. La voz del general Ortiz siguió diciendo:

—No sabe cuánto pesar me causa tener que darle esta deplorable noticia, amigo mío. Le suplico que no nos juzgue precipitadamente, al menos a sus compatriotas, españoles. La Federación ibérica y sus representantes en la Sociedad de las Naciones le ha defendido con valor digno de elogio, pero una mayoría de votos en contra nos ha vencido. La Federación ibérica amenazó incluso con separarse de la Sociedad de las Naciones y la Policía sideral, pero ya comprenderá usted que no podemos hacer esto, precisamente cuando una escisión en la unión mundial precipitaría nuestra ruina. Por no dar la campanada y que no se nos tache de ruines, hemos tenido que aceptar el veredicto de la Asamblea y el nombramiento en su lugar del general Limoges.

—Lo comprendo perfectamente, excelencia —aseguró Miguel Ángel con voz ciara y tranquila—. Gracias por su defensa. No se preocupe por mí. Que yo sea o deje de ser almirante de la Policía Sideral carece de importancia ahora, cuando otros asuntos de mayor peso nos agobian a todos por igual. Procederé a la inmediata retirada de nuestro Cuerpo Expedicionario y estaré de regreso en Madrid dentro de cinco días.

—Sí, venga —suplicó el general Ortiz—. La estúpida decisión de los hombres sobre quienes pesa tanta responsabilidad no puede perjudicar en lo más mínimo su prestigio. Todos nos sentiremos más tranquilos viéndole aquí con su Rayo.

—Adiós —murmuró Miguel Ángel sin soltar el micrófono.

Escuchóse un pequeño chasquido. Allá en Madrid, el general Ortiz había colgado su micrófono. Inmediatamente restalló la bronca voz de Richard Balmer.

—¡Estúpidos… necios… imbéciles! —Bramó fuera de sí—. ¿Qué significa eso de destituirte a estas alturas? ¿Creerán que pierden esta guerra por nuestra causa? ¿Esperarán tal vez que todo se vuelva a su favor nombrando almirante a ese envidioso francés? ¡Debí de figurarme una cosa así hace tiempo! ¡Diga lo que se diga, el género humano es tan ruin ahora como en el siglo XX…! ¡Pedantes del diablo…!

—Calma, Richard, calma —aconsejó Miguel Ángel.

—¡Qué calma ni qué narices! —Barbotó el tornavoz—. Desde que regresamos a este asqueroso mundo no hemos hecho otra cosa que ir de aquí para allá arriesgando nuestro pellejo por una Humanidad hipócrita y desagradecida. ¿Y cómo nos pagan? ¡Retirándonos su confianza, y apeándonos del cargo de almirante! Créeme, Angelillo. Vámonos con viento fresco de aquí. Tenemos todavía nuestro Rayo, que nosotros construimos con nuestras propias manos en los duros días de Ragol y nadie nos puede arrebatar. Vayámonos a Madrid, descarguemos a toda esta tropa, dame tiempo para que recoja a mi novia y partamos en busca de otro planeta donde no exista un sólo hombre. ¡Mi novia y yo nos casaremos y nos comprometemos a repoblar aquel planeta! ¡Al menos podremos vivir lejos de mentiras, de amenazas y de ambiciones, sin hombres humanos, sin hombres grises… completamente solos!

—Tal vez lo hagamos así algún día, Richard —contestó Miguel Ángel con voz que destilaba amargura—. Pero por ahora no podemos abandonar a esta estúpida Humanidad a su suerte. Son nuestros hermanos y hemos de prestarles nuestra ayuda mientras sea posible. Ya has oído lo que dijo el general Ortiz. Ordena a las Fuerzas Aéreas Ibéricas que emprendan el regreso a la Tierra, y tú trae el Rayo sobre Dumpran para que podamos efectuar el reembarque sin pérdida de tiempo.

—Truenos —refunfuñó Richard—. Allá vamos. Pero no olvides lo que acabo de decirte.

—No lo olvidaré —sonrió Miguel Ángel cortando la comunicación y colgando el micrófono.

Lola Contreras asió al joven español del brazo cubierto de acero y tiró de él obligándole a mirarla.

—No se entristezca, almirante —suplicó con voz llorosa—. En mí tiene usted un amigo a vida o muerte. Y cabe la satisfacción de asegurarle que millares y millares de personas le siguen admirando y queriendo. Movió el joven la cabeza de un lado a otro—. No, señorita Contreras —suspiró—. Es costumbre vieja en el Mundo que alguien cargue con los errores cometidos por todo un pueblo. Cuando se produce una hecatombe nacional, la masa enfurecida exige una cabeza sobre la que descargar toda su cólera y el Estado Mayor General ofrece la mía a las turbas para que éstas la echen a rodar y puedan desahogarse a su gusto.

—¿Pero qué culpa puede tener usted en esta catástrofe universal? —Protestó apasionadamente la muchacha—. Sólo hace un par de años que ustedes regresaron de Ragol. Cuando usted asumió la jefatura de la Policía Sideral, los terrestres llevábamos siglos de discusiones y escaramuzas con la bestia gris. Hace cientos de años que los sabios están en posesión de secretos de la bomba «W». ¿Por qué no la utilizaron contra Marte, evitándose todos estos conflictos y sinsabores creados por su indecisión? No se preocupe, señor Aznar; los prohombres del Mundo no podrán hacerle a usted cabeza de turco de una causa cuyas raíces están clavadas en largos siglos de errores y dudas.

—No conoce usted al mundo, querida amiga —sonrió Miguel Ángel con tristeza—. No importa quién tenga verdadera culpa. Alguien debe pagar los vidrios rotos y yo he sido designado para ello. En los momentos presentes no me queda un sólo amigo en la Tierra. Al público siempre le alivia que haya un responsable para poderlo insultar y maldecir. No importa. El Mundo se sentirá más consolado y a mí no me preocupa. Mi conciencia está tranquila. ¡Ojalá pudieran decir todos otro tanto!

Capítulo 8.
Invasión

E
ludiendo la lucha con los supervivientes de la ciudad que ocupaban los pisos superiores de Dumpran, los vehículos subterrestres volvieron a ponerse en marcha abriendo sendos túneles hasta emerger a la superficie del suelo, y las tropas especiales se lanzaron por estos pasadizos en pendiente hasta salir a la luz del Sol.

El Rayo, abatiendo a su alrededor platillos volantes y proyectiles dirigidos thorbod, descendió con una ligereza impropia de su pesado aspecto hasta que la cúpula de su Polo Sur quedó solamente a un metro de altura sobre el terreno. Mayor precisión no hubiera podido exigirse ni siquiera de un helicóptero. Dos grandes agujeros redondos se abrieron en la parte inferior de la esfera y por ellos cayeron dos enormes redes, que quedaron desplegadas como sendas cortinas.

Los comandos gatearon por estas redes con gran agilidad introduciéndose en el autoplaneta por las dos puertas de forma circular. Mientras tanto, las baterías de\1«\2»\3 montados sobre pequeñas protuberancias que envolvían a la esfera, barrían una zona de 300 millas en rededor que abatía platillos volantes en el cielo e incendiaba todos los bosques circundantes hasta la línea del horizonte. Como una clueca furiosa, el Rayo tendía sus protectoras alas de fuego mientras los polluelos se acogían a su maternal amparo.

La evacuación se llevó a cabo con rapidez y buen orden. Ni un sólo hombre fue abandonado, ni una pieza del equipo. Los vehículos subterrestres que tan buenos servicios habían prestado a los comandos se remontaron en el aire y fueron a posarse sobre el anillo del autoplaneta, desde el cual pasaron al interior.

Miguel Ángel permaneció sobre el suelo de Marte todo el tiempo que duró la evacuación. Junto a él, Lola Contreras utilizaba su cámara cinematográfica tomando varios aspectos del reembarque. Cuando todos los hombres estuvieron a salvo en el interior del Rayo, Miguel Ángel y Lola treparon por una de las redes y entraron en el autoplaneta.

Junto a la puerta les estaba esperando George Paiton, muy enfadado, echando en cara a su amigo el haber permanecido hasta última hora en Marte.

—¡Para lo que te lo agradecen!

—Nunca, en ninguno de mis actos, he buscado el agradecimiento de los demás —repuso Miguel Ángel—. Hago las cosas como creo que deben hacerse. Vamos, fuera de aquí. Rumbo a la Tierra.

Las redes habían sido izadas. Se cerraron las puertas y el autoplaneta abandonó el cielo de Marte para lanzarse como un meteoro por los amplios espacios siderales. Mientras volaban hacia España, iban llegando de la Tierra nuevas y funestas noticias. Los marcianos habían desembarcado en la costa del Norte de España y avanzaban por tierra, teniendo sobre ellos un techo de aviones que allanaban el terreno con una continua lluvia de bombas atómicas.

Detrás de esta ola de fuego avanzaban las divisiones acorazadas de la bestia, la artillería lanzacohetes y todo el complicado equipo de un ejército invasor.

Apenas se recibieron noticias del desembarco enemigo, llegaron hasta los poderosos aparatos receptores del Rayo otras noticias ampliatorias. El ejército thorbod llevaba consigo potentes máquinas excavadoras. Luego que la aviación había acallado las defensas antiaéreas de las ciudades españolas, y mientras la artillería continuaba el matraqueo atómico, las máquinas excavadoras abrían profundos túneles bajo tierra abriéndose paso hasta el mismo corazón de Oviedo. La capital, con todas sus defensas superiores intactas pese al duro bombardeo, caía en manos de la bestia en dos días.

En las proximidades de la Tierra, cuando ya el autoplaneta había comenzado a frenar el terrible impulso cobrado a lo largo de varios millones de kilómetros en desenfrenada carrera por el espacio, los vigías electrónicos de a bordo descubrían una flota thorbod integrada por 400.000 cruceros de combate. La formación thorbod volaba muy deprisa rumbo a la Tierra.

—¡Cómo! —Exclamó el profesor Stefansson—. ¿Todavía mandan los hombres grises más refuerzos a la Tierra?

Miguel Ángel permaneció unos minutos pensativo, viendo en la pantalla de televisión conectada al telescopio electrónico, cada vez más cerca, a la escuadra enemiga. Finalmente dio con la solución del enigma.

—Esa flota no llega ahora de Marte para reforzar los efectivos que ya tienen en la Tierra —aseguró—. Son aviones que la bestia había retirado de nuestro planeta para llevarlos al suyo y hacer frente a nuestro ataque. Sin duda, recibieron contraorden por el camino. Viendo que el Rayo se retiraba de Marte, esta escuadra viró en redondo para regresar a la Tierra.

—¡Luego conseguimos nuestro propósito de obligarles a retirar fuerzas de la Tierra! —exclamó Richard Balmer rabioso—. ¡Maldición! ¡Y pensar que una reunión de generales estúpidos lo ha estropeado todo cuando las cosas empezaban a salir según planeamos! ¡Hay para reventar de rabia!

—Vamos a atacarles —dijo Miguel Ángel.

El Rayo, cuya velocidad era todavía considerable, dio alcance a la escuadra thorbod y se introdujo entre lo más denso de la formación, dejando un rastro de aviones convertidos en polvo cósmico por la violenta frotación de su «atmósfera».

El Rayo, abandonando la escuadra thorbod, hizo rumbo a España.

Eran las seis de la mañana cuando el Rayo descendió majestuosamente del cielo y se posó suavemente sobre las verdes aguas de la laguna artificial que servía de base a los grandes cruceros interestelares. Desde el aire, con auxilio del telescopio, la tripulación del autoplaneta había podido ver una ola de fuego avanzando por tierras de Castilla. León había caído en manos de la Bestia. Los ejércitos thorbod se encontraban a la altura de Valladolid.

La base acuática de las fuerzas aéreas ibéricas estaba casi completamente desierta. De los 200 poderosos cruceros siderales que solían verse flotar sobre las aguas unos días antes, sólo quedaban una docena escasa. Lo demás eran transportes sin ninguna utilidad militar. Una menguada escuadrilla de aviones de caza volaba sobre la capital española con evoluciones rápidas y nerviosas, como si esperaran ver asomar de un momento a otro en el horizonte a un enemigo abrumadoramente superior. La presencia de estos aviones sobre el cielo de Madrid era más simbólica que eficaz. Nada podrían contra las densas formaciones thorbod cuando éstas se presentaran.

Apenas había quedado flotando sobre las aguas el autoplaneta cuando fueron a rodearle los lanchones transbordadores. Las tropas especiales comenzaron a desembarcar. Lola Contreras esperaba ver aparecer a Miguel Ángel para despedirse de él cuando el joven se unió a ella vistiendo unas mallas negras de acero abrochadas a las muñecas con pasadores de oro, altas botas de cuero rojo y un ligero casco. Sobre el amplio pecho del propietario del autoplaneta se veía pintado un círculo rojo, • dentro del cual se cruzaba una flecha y un zigzagueante rayo.

—¿Qué significa ese dibujo? —interrogó Lola señalándolo—. He observado que algunos hombres de la tripulación lo llevan en el pecho, reemplazando la insignia de la Policía Sideral.

—Ya no pertenecemos a la Policía Sideral —hizo notar Miguel Ángel—. Este es el emblema particular del autoplaneta. El vuelo rápido y silencioso de una flecha y la contundencia fulminante y cegadora de un rayo, eso es lo que significa.

—¿Viene usted a Madrid?

—Sí. He de rendir cuentas de mi última misión y ponerme a disposición de las Fuerzas Aéreas Ibéricas por si necesitan de mí.

—¿Después de lo mal que se han portado con usted?

—Estoy seguro de que no fue de mis compatriotas de quien surgió la idea de destituirme. Y aunque así fuera, ¿qué importa? Debo prestarles toda mi ayuda hasta donde sea humanamente posible. Si les retirara ahora el apoyo del Rayo, ¿qué pensarían de mí? Vamos.

Ocupando una «zapatilla volante», pilotada por el propio Miguel Ángel, salieron por una de las esclusas y volaron a escasa altura en dirección a la ciudad. Después de unos minutos de silencio, Lola Contreras comentó:

—No sabemos nada sobre el resultado de las negociaciones de tregua. ¿Cree que la Bestia aceptará una paz?

—No. No lo creo.

—¿Ni siquiera haciéndoles proposiciones ventajosas?

—Las proposiciones que la Tierra puede hacer a Marte no bastan para colmar las ambiciones de la Bestia. Lo que la Bestia exige no puede otorgarlo nuestro planeta. En realidad, el hombre gris no tiene más que proseguir sus operaciones durante algunos días para que todo cuanto desea caiga en sus manos como fruta madura.

—Supongamos lo peor —murmuró Lola—. Supongamos que las exigencias de la Bestia son inadmisibles, que la guerra prosigue y el Hombre Gris se enseñorea de la Tierra y Venus. ¿Qué futuro le espera a la Humanidad?

Other books

Moment of Truth by Michael Pryor
Castle Walls by D Jordan Redhawk
Venice Heat by Penelope Rivers
Paper Covers Rock by Jenny Hubbard
Her Prodigal Passion by Grace Callaway
Granting Wishes by Deanna Felthauser