La abominable bestia gris (2 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La primera etapa estaba alcanzada. Luego, el hombre dotó a la Luna de otro elemento indispensable para engendrar vida. Combinando cada dos átomos de hidrógeno con uno de oxígeno, hizo una molécula de agua. ¿Cuánta energía se utilizó para fabricar toda el agua que le era indispensable a este sediento mundo? La cuenta de gastos de la Luna era fabulosa. El hombre había pagado un alto precio para hacer de un satélite muerto un mundo lleno de vida, y todavía estaba pagándolo.

La Luna, no obstante, comenzaba a corresponder al titánico esfuerzo de la humanidad. En el fondo de muchos cráteres, previamente impermeabilizados, yacían muchos millones de metros cúbicos de agua. La que no se evaporaba se utilizaba para crear en derredor de estos lagos verdes manchas de césped. Tiernos arbolillos, cuyas semillas procedían de la Tierra, empezaron a crecer rápidamente gracias al agua y a los auxilios de una ciencia super adelantada. En el cielo azul de la Luna flotaban ya nubes blancas moviéndose a impulsos del viento. Colosales y modernísimas ciudades clavaban sus cimientos en el subsuelo lunar. La vida, en fin, se agitaba sobre este mundo resucitado, que cedía los preciosos metales encerrados en sus entrañas a las industrias terrestres.

Todavía no había llovido sobre los desiertos de la Luna. Pero esto no preocupaba en absoluto a los selenitas, ya que la alimentación del hombre del siglo XXV no estaba encadenada a los productos nacidos de la Tierra y expuestos a los caprichos atmosféricos, como en el remoto siglo XX.

La ciencia había penetrado tiempo atrás los misterios más profundos de la naturaleza, tales como el proceso llamado fotosíntesis, en virtud del cual las plantas verdes extraían energía de la luz solar, de las sustancias minerales y de la humedad de la tierra y del carbono de la atmósfera, fabricando azúcares, féculas, celulosas y otros compuestos de carbono que al ser digeridos por el hombre y los animales transferían la energía solar que contenían a las células vivas de éstos. En la actualidad, los alimentos eran producidos sintéticamente en cantidades fabulosas.

El hombre emergía, como señor de su planeta, y se lanzaba a la conquista del Universo todo. Había domado fuerzas naturales que sus aterrorizados antepasados adoraban como divinas, había obligado a la fuerza de cohesión de la materia a mover las ruedas de sus máquinas, transformando áridos desiertos en jardines, yermos polares en praderas y cambiando de forma los continentes. Había impreso sobre la faz de su mundo el sello de su voluntad y disponíase a invadir con su ciencia y su cultura los mundos más lejanos. Nunca estuvo más cerca de alcanzar el paraíso terrenal… ni tan cerca de ver aniquilada su civilización y su propia vida.

Hoy, cuando todos los pueblos nacidos en el planeta Tierra aunaban sus esfuerzos para establecer firmemente la paz y la prosperidad universal, surgía en el horizonte la amenaza de un viejo y feroz enemigo. En las profundidades del espacio, rojo y siniestro, brillaba el planeta Marte, al que ya los primeros pobladores de la Tierra atribuyeron un espíritu bélico dándole el mismo nombre que al dios pagano de la guerra.

En este rojo planeta habitaba actualmente la criatura más belicosa, cruel y desconcertante de cuantas se conocían en el orbe entero. La bestia gris —como solía llamársele en la Tierra y Venus— no era aborigen de Marte. Procedía de un remoto y desconocido sistema planetario, al parecer destruido por los mismos hombres grises en una de sus apocalípticas guerras, y eran portadores de una ciencia avanzada en cinco o seis siglos a la que la Humanidad había de alcanzar con el tiempo.

Los hombres grises (thorbod, según ellos mismos) penetraron con sus fantásticas aeronaves en el sistema planetario solar del que formaba parte la Tierra y se establecieron en Venus, sometiendo a los hombres de raza azul. Los terrestres supieron por primera vez de los thorbod con la aparición de unos misteriosos platillos volantes en el cielo de la Tierra.

Expulsados de Venus por la rebelión de los hombres azules los thorbod fueron a refugiarse en Marte. Desde entonces, los hombres grises ocupaban Marte, dedicados activamente a su propia reproducción y a acumular artefactos bélicos con la intención de arrollar a la Humanidad y erigirse en señores del Universo.

La bestia gris debía su nombre a la coloración cenicienta de su repulsiva piel. Su estatura media era de 2,20 metros. Eran macizos y robustos y contaban, como los hombres de la Tierra y de Venus, con dos piernas y dos brazos, con la sola diferencia de que pies y manos tenían solamente cuatro dedos y sus huesos eran totalmente distintos. Tenían una cabeza voluminosa, desproporcionada con el tamaño del tronco, desprovista de pelos y horriblemente fea. Su cráneo tomaba la forma de un huevo y proyectaba una frente muy ancha y abombada sobre un par de ojos de gran tamaño, redondos, de variado color y de pupila hendida como la de los gatos. Bastante más abajo de los ojos presentaban una trompetilla extensible y, casi pegada a ésta, una boca repugnante, carnosa y casi sin maxilar inferior. Sus orejas eran largas y puntiagudas, levantándose ligeramente sobre su cráneo pelado, duro y reluciente.

Orgánicamente, la bestia gris parecía un extraño capricho de la Naturaleza. Los hombres grises no poseían sangre roja ni caliente, ni corazón, ni pulmones, ni cualquier otro órgano siquiera parecido al de los hombres humanos, a excepción quizás de un estómago muy simplificado. Respiraban a través de la piel. La sangre circulaba espontáneamente por sus venas y tejidos, sin corazón que la impulsara, en un proceso muy parecido al de las plantas.

Si como ser vivo el hombre gris era una rareza en el sistema planetario solar, como sujeto racional resultaba un intelecto total y absolutamente incomprensible para los terrestres. A su vez, la bestia gris era impotente para descifrar la serie de instintos, sentimientos e impulsos que guiaban a los humanos hacia su destino universal. Aunque cada pueblo entendiera y hablara la lengua del otro, sus idiomas respectivos eran incapaces de describir la forma del alma de cada uno. La bestia jamás comprendería el significado de los términos amor, aflicción, piedad, amistad, gratitud ni esperanza. No podía comprenderlo porque era incapaz de sentirlo, y por este fundamental motivo la bestia y el hombre podían entenderse al hablar de la forma y del color de las cosas, pero fracasaban irremediablemente al pasar a describir las sensaciones y sentimientos que en sus mentes y sus almas constituían el mundo de valores inmateriales.

Unos y otros —hombres y bestias— vivían separados por un insalvable abismo de incomprensiones. La fatalidad les hizo diametralmente opuestos fisiológica, intelectual y espiritualmente. Dos razas de tan distinta naturaleza no cabían juntas en el mismo sistema planetario y el destino les impulsaba irrefrenablemente hacia un choque definitivo, tal vez mortal para ambos pueblos. La Tierra y Venus, coligadas ante la amenaza gris, procedían activamente al rearme de sus ejércitos, destacaban una considerable fuerza aérea en la Luna y ejercían una constante y nerviosa vigilancia en torno a sus planetas.

Era por esta causa por la que QW-d-224, comandante del patrullero sideral CS-99, se encontraba en estos momentos surcando el vacío cósmico, describiendo una órbita de 1,260.000 kilómetros en torno a la Luna, teniendo ésta a 200.000 kilómetros de distancia por el costado de estribor. QW-d-224 era un hombre corriente, de nacionalidad española, representando no contar más de veinticinco años de edad, aunque en realidad andaba cerca de los sesenta. Sus letras y cifra venían a ser algo así como su nombre y sus apellidos. No importaba que para sus familiares y amigos respondiera al nombre de Juan Marín. Para el Estado su nombre era QW-d-224, forma racionalizada de distinguirle de los centenares de Juan Marín existentes y de evitar las enojosas coincidencias de nombres y apellidos que ya se producían en el siglo XX, cuando la población total del mundo era solamente de 4.000 millones de almas.

QW-d-224 estaba completamente sólo a bordo de su patrullero. La tripulación que tenía a sus órdenes: pilotos, navegadores, observadores, etcétera, era puramente electrónica y ni siquiera tenía perfil humano, no obstante poseía en conjunto una serie de cerebros, ojos, oídos y voces, que superaban en muchos aspectos a los cerebros, ojos, oídos y voces humanos.

Desde la cabina de su patrullero sideral, QW-d-224 contemplaba la Luna cuando a sus espaldas se escuchó el violento repiquetear de un timbre. El hombre dio un salto de sorpresa, volviendo sus ojos hacia el monstruoso cuadro de instrumentos, en el cual se encendía y apagaba, con rápidos parpadeos, una luz roja. Una voz, metálica y dura, bramó por un altavoz:

—¡Atención, comandante! ¡Atención, comandante! ¡Aparatos enemigos a la vista! ¡Distancia, 1.300.000 kilómetros! ¡Velocidad, 20.000 kilómetros por minuto! ¡Rumbo, 230-110-040! ¡Número, 5.500! ¡Hora: 11,30 p. m.!

QW-d-224 dio un prodigioso salto que le llevó ante el cuadro de instrumentos. El «ojo» fotoeléctrico del serviola u observador acababa de descubrir al enemigo a través del potente telescopio electrónico, había calculado su distancia y velocidad, verificando su rumbo, contando su número y leído la hora del reloj de a bordo, todo esto en una fracción de segundo. Y el enemigo, para estos robots adiestrados en la identificación de aparatos, era uno sólo y universal: ¡la abominable bestia gris!

El corazón de QW-d-224 palpitó más deprisa. Aparatos thorbod en formación masiva por los alrededores de la Luna, sólo podían querer decir una cosa. ¡Marte se decidía, finalmente, a comenzar la guerra!

Ahora era el operador automático de radio quien dejaba oír su voz llamando al patrullero:

—¡Hola, Luna! ¡Hola, Luna! ¡Llama CS-99, patrullero sideral!

—¡Hola, CS-99! ¡Contesta!, ¡Luna! —repuso la voz de un lejano operador de radio.

El radiotelegrafista automático del patrullero repitió el mensaje del observador.

—Entendido, CS-99 —contestó la Luna—. Siga informando cada minuto. Ponga rumbo a la Luna y manténgase a prudente distancia del enemigo.

El comandante ordenó a su piloto automático virar y poner proa al azul disco de la Luna. Luego fue a abrir el conmutador del aparato de radiotelevisión sintonizando con la Estación Central Interestelar de la Luna. En la pantalla apareció el conocido rostro de una joven y bella locutora.

—Noticias recibidas de nuestros patrulleros indican que una numerosa escuadra thorbod se dirige sobre la Luna desde todos los puntos del espacio —dijo la locutora leyendo una cuartilla—. Se recomienda a los selenitas calma y serenidad. Todo el mundo debe recluirse en sus casas. Las ciudades subterráneas cerrarán sus puertas de seguridad dentro de diez minutos. La flota selenita ha salido al encuentro del enemigo…

—¡Atención, comandante! —Gritó la voz del serviola electrónico de abordo—. ¡Proyectiles dirigidos enemigos a la vista! ¡Distancia, 1.250.000 kilómetros! ¡Velocidad, 50.000 kilómetros por minuto! ¡Número, 6! ¡Hora, 11,33!

El radiotelegrafista automático repitió el informe para la estación lunar.

—¡Hola, CS-99! —Llamó la Luna—. ¡Hola, CS-99! ¡Intercepte esos proyectiles!

QW-d-224 se precipitó sobre el cuadro de instrumentos, tiró de una palanquita y ordenó ante el micrófono:

—¡Comandante a artilleros! ¡Apunten contra proyectiles dirigidos y rompan fuego!

Los ojos electrónicos buscaron en el espacio a los veloces proyectiles, los identificaron y guiaron los proyectiles de Rayos Z contra ellos. Desgraciadamente, el alcance eficaz de estos rayos de fuego era solamente de 150 millas y la velocidad de los proyectiles demasiado grande para que estuvieran por muchos segundos dentro del radio de acción de los Rayos Z. En los siguientes minutos, el serviola electrónico continuó dando noticias del fantástico avance del enemigo: «Distancia, 200.000». «Distancia, 150.000…» «Distancia, 100.000…». «Distancia, 50…».

QW-d-224 conectó la pantalla al telescopio. Pudo ver un gran círculo negro, en cuyo fondo brillaban las estrellas muy aumentadas y media docena de largos y siniestros torpedos aéreos moviéndose a una fantástica velocidad. Desesperado, QW-d-224 vio cómo estos proyectiles salvaban en un sólo segundo la distancia de 300 millas por delante y por detrás del patrullero, sin que los Rayos Z tuvieran tiempo de hacerlos estallar. Los torpedos pasaron a corta distancia del patrullero y se achicaron velozmente en dirección a la Luna.

QW-d-224 corrió hacia el aparato de radio:

—¡Hola, Luna! ¡Hola, Luna…! No puede detener a los proyectiles… llevaban una velocidad tremenda… ¡Estallarán sobre la atmósfera de la Luna dentro de cinco minutos, si no frenan su impulso!

El lejano operador de radio contestó con una exclamación de rabia. QW-d-224 miró por la ventana de proa hacia el azul disco de la Luna. El corazón le palpitaba atropelladamente. Si los torpedos aéreos eran simples bombas atómicas, éstas harían explosión a consecuencia del violento frote de los artefactos con el aire de la atmósfera lunar, de la misma forma que estallaban los aerolitos al chocar con la atmósfera de la Tierra. Para poder penetrar la envoltura atmosférica de la Luna y hacer explosión a corta distancia de su superficie, los torpedos tendrían que reducir notablemente su velocidad, y entonces se encargarían de destruirlos las baterías antiaéreas de la Luna.

Pero podían ser otra cosa. Podían ser bombas atómicas especiales para desarrollar una reacción en cadena de todos los átomos de la atmósfera de la Luna, y en este caso no importaría que penetraran en la envoltura gaseosa del satélite a toda velocidad. Al frote con la atmósfera, los torpedos harían explosión… ¡y con ellos estallaría todo el aire de la Luna, aniquilando toda la vida que hubiera sobre el satélite!

Los breves minutos que siguieron se le antojaron largos siglos al pálido QW-d-224. Para su sosiego se tranquilizaba diciéndose que la bestia gris no osaría utilizar esta arma apocalíptica. La bestia gris sabía que se aniquilaba a la Luna y a la Tierra, su planeta Marte seguiría la misma suerte a las pocas horas. También los terrestres poseían esta tremenda arma de destrucción en masa y podía darse por seguro que no vacilarían en utilizarla si los abominables hombres grises hacían uso de ella para convertir a la Tierra en un mundo muerto.

—¡No se atreverán! —Murmuró QW-d-224, apretando los puños con rabia—. ¡No es posible que sean tan locos…!

De pronto, ante los espantados ojos de QW-d-224, el hermoso disco azul de la Luna tomó un color rojo oscuro. A continuación, el satélite quedó convertido en una enorme bola de fuego que irradió una luz blanca y deslumbrante.

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