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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (12 page)

—A toda máquina —gritó Yáñez—. Preparar los cañones.

El yate emprendió la carrera, hacia el sitio donde se elevaban las columnas de humo, que una gran calma mantenía casi inmóviles.

Yáñez se había puesto en observación junto a Kammaitnuri.

—Si no tuviésemos más que
praos
la cosa sería muy seria —dijo Kammamuri—. ¿Serán cañoneros ingleses de Labuan?

—Hemos de dar un gran golpe.

—Nada de eso; una gran carrera a marchas forzadas, y nada más. No me dejaré ciertamente pillar en un combate donde puedo perderlo lodo sin ganar nada. Quiero conservar intactas mis máquinas para jugar la última carta cuando nos arrojemos como tigres sobre el Sultán y luego sobre Mompracem.

Media hora después, habían alcanzado las columnas de humo. Tratábase de una pequeña flotilla de cañoneros, salida probablemente de los puertos de Labuan.

Al ver al yate se detuvieron y viraron de bordo, colocándose en dos columnas.

—¡Ah! Quieren darnos caza —dijo Yáñez—. Los haremos correr.

Púsose al timón, llamó a cubierta a toda la guardia, franca y, a su vez, cambió de ruta.

Los cuatro cañoneros pusiéronse en seguida en pos de él, temiendo que aquel yate fuese un barco sospechoso.

Un tiro en blanco no produjo otro resultado que apresurar la carrera del barco, el cual,, con insolente bravata paró enfrente de las dos columnas, saludando con una descarga de fusiles.

—¡Ja, ja! —exclamó Yáñez, encendiendo un cigarrillo y apoyándose en la rueda del timón.

—Dadme caza, amigos, ¡dadme caza!

El yate avanzaba velozmente.

Un cañonero disparó un cañonazo con bala para conseguir que la pequeña nave se detuviera; pero el proyectil se perdió en el mar, sin tocar la arboladura ni' la máquina.

—Señor Yáñez, ¿he de contestar? —preguntó Mati al portugués.

—No gastemos nuestras balas, amigo. Más tarde podrían hacernos falta.

—¿Un golpe en la
tambura
?

—No es preciso.

—¿Y el
prao
?

—Marcha divinamente y no se dejará alcanzar. Ese Padar es verdaderamente un habilísimo marino.

Efectivamente: el velero maniobraba a maravilla sobre los bajos de la costa, rozando casi las márgenes de las rompientes, sobre las cuales el cañonero no le habría podido seguir.

Cinco minutos después resonó otro cañonazo y pasó por encima del yate sin tocarlo siquiera, porque navegaba a regular distancia.

El segundo cañonazo hizo estremecer a Yáñez.

—¿Por quién nos toman esos señores? —se preguntó—. Hagámosles ver también que estamos en situación de defendernos.

En la cabina; efe popa había, desplegado un: mapa de las costas de Borneo que indicaba claramente la profundidad de las aguas.

—Aquí —dijo de pronto, haciendo una cruz con un lápiz rojo—. Pina se prestará a mi táctica y someteré al cañonero a dura prueba.

—Me parece usted alegre, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. ¿Qué ha descubierto usted?

—Un banco a través del cual pasaremos sin tocar, y donde los cañoneros quedarán embarrancados —contestó el portugués, frotándose las manos de puro júbilo—.- ¡Eh! Echad carbón a la máquina.

También los cañoneros forzaban sus fuegos sin conseguir, empero, ganar un cuarto de nudo al yate, que -mantenía su rapidísima- marcha sólo para hallarse fuera de tiro de la artillería.

Y, efectivamente, los perseguidores, aunque armados con sólo una gran pieza, emplazada en la plataforma de popa sobre un plano giratorio, no hacían economía de pólvora.

A cada instante y tras un ruido ronco, llovían los proyectiles de los cañoneros en las aguas del yate.

Yáñez, segurísimo de sí mismo, les dejaba; hacer y no se ocupaba más que de estudiar atentamente los bajos de un islote que empezaba a delinearse hacia el Norte.

—Caerán en la trampa —murmuraba— y alguno se romperá las costillas. Bastará con que me persigan.

La caza se había hecho animadísima. Los cuatro cañoneros hacían esfuerzos desesperados para llegar a tiro de cañón.

De sus chimeneas brotaba -un humo densísimo, mezclado con escorias.

Los cañonazos, en tanto, menudeaban sin resultado alguno, porque Yáñez, habilísimo marino, cuidaba de mantener -la distancia.

Sobre las cuatro, el yate, que no había cesado de forzar sus máquinas, llegaba a la vista de una isla de mediana extensión contra cuyas costas se estrellaba furiosamente la resaca.

—Pina —dijo Yáñez—, he ahí el momento de desembarazarse de todos los corsarios y pararles el vuelo sin menester servirme de mis espléndidas piezas de caza.

Delante de poniente de la isla parecía como que se extendían numerosos bancos, puesto que allí especialmente las olas se formaban y deshacían retumbando como piezas de artillería.

Una gigantesca sábana de espuma blanquísima se extendía a lo lejos.

Yáñez seguía mirando atentamente.

—Puede que nos estrellemos todos si la suerte no nos es propicia. Otro preferiría dar la batalla; yo no. ¡Mati!

—¡Señor! —contestó el maestre, corriendo.

—Al castillo de proa con cuatro hombres y la sonda. Me dirás exactamente la profundidad. Se trata de la vida de todos.

—Sí, señor Yáñez.

No bien hubo dado la orden, cuando los cinco hombres sondeaban ante la proa del yate.

—¿Cuántos metros? —preguntaba Yáñez con ansiedad.

—Dos, señor.

—Fondea más adelante, hacia las rompientes.

—En seguida, señor.

—¿Cuánto?

—Tres metros.

—Me bastan.

Fue a popa y tomó la rueda del timón, no fiándose de nadie en el supremo instante en que se estaba jugando la suerte de todos.

La quilla del yate navegaba ya entre la extensión de la espuma.

La resaca, que era muy fuerte en las rompientes, batía poderosamente los flancos da la pequeña nave, ocasionándole un fuerte balanceo.

De pronto la voz de Yáñez resonó potente entre los mugidos de las olas.

—¡Atención! ¡Pasamos! ¡Sujetaos!

Los cañoneros, viendo que el yate marchaba seguro entre las rompientes, no cambiaron; de rumbo, con la esperanza de encontrar a su vez agua bastante.

Marchaban enfilados en columna, a la distancia de trescientos pasos uno de otro, maniobrando imprudentemente sobre los bancos.

Una ola, cogiendo el yate por la popa, lo levantó y lo llevó al otro lado del seco.

A bordo se oyó un crujido., El vaporcito debía rozar el banco.

Las olas arrastraban al yate, empujándolo poderosamente con un continuo balanceo.

El primer cañonero llegó como un rayo sobre la rompiente, creyendo atravesarlo como había hecho el yate. Su proa se alzó espantosamente y luego cayó entre la espuma de la resaca, permaneciendo un momento inmóvil.

—¡Fuego de bordada! —gritó el portugués—. ¡Hazte honor, Mati!

Resonaron dos cañonazos, uno tras otro, dando de lleno contra el primer cañonero, que oscilaba terriblemente entre la resaca.

Las dos chimeneas del cajonero se derrumbaron sobre el puente con infernal ruido e hiriendo a unos cuantos hombres.

El yate, levantado por las olas, había pasado por encima de la rompiente y no corría, peligro alguno.

El que se encontraba en pésima situación era el primer cañonero, porque creyendo encontrar el fondo suficiente, se lanzó a toda máquina sobre el banco.

—¡Fuego de bordada! —ordenó Yáñez, por segunda vez—. Tirad de las
tamburas
.

Las dos grandes piezas de caza volvieron a retumbar con admirable precisión, mientras el velero de Padar, que estaba aún a la vista, cubría los puentes con nubes de metralla, disparada por las grandes espingardas de proa y de popa.

De pronto el cañonero dejó ver en alto el espolón a través de la rompiente, pero luego cayó sobre las rocas con un ruido espantoso y destrozándose en ellas.

A bordo del yate resonó un grito de entusiasmo.

—¡Victoria! ¡Viva el señor Yáñez!

Y podían gritar fuerte, porque la, audaz y peligrosísima maniobra había puesto al yate al abrigo de un posible bombardeo y de que le persiguieran.

La rompiente estaba allí siempre pronta a interrumpir la marcha de los cañoneros. 0 detenerse o destrozarse.

Los perseguidores disparaban furiosamente, respondiendo golpe por golpe a las ametralladoras del pequeño velero y a los cañonazos de Mati.

Pero eran vanos sus esfuerzos, porque el yate se encontraba fuera de su alcance y se dirigía velocísimo hacia el septentrión para llegar cuanto antes a la bahía de Gaya.

Mientras, el
prao
de Padar, aprovechando la confusión y la protección de las grandes piezas de caza del vapor, se lanzó hacia la costa y se le veía navegar a gran distancia con sus inmensas velas desplegadas.

Maniobraba por encima de las rompientes con pasmosa seguridad, refugiándose entre las pequeñas bahías, que se ensanchaban de cuando en cuando delante de él y no eran otra cosa sino pequeñísimos canales sólo navegables para pequeñas embarcaciones.

—¡Mati! ¡Otra descarga! —gritó Yáñez—. Aprovechémonos mientras tengamos los cañoneros a tiro.

Los poderosos cañones de caza volvieron a retumbar, destrozando el cañonero que se hallaba a través de las rompientes; luego el yate, ligero y rápido como golondrina de mar, se alejó a toda máquina, sin cuidar de sus perseguidores que, por otra parte, se hallaban impotentes para reanudar la caza.

11. La fuga del embajador

La bahía de Gaya, situada ante la desembocadura del río Kabatuan, es uno de los lugares más adecuados para esconder una flotilla, puesto que aquellos parajes están llenos de escollos sumamente peligrosos y son constantemente batidos por una resaca violentísima que hace muy difícil el atraque de los buques.

A pesar de que el yate estaba dotado de unas máquinas bastante potentes, hasta el día siguiente, después del mediodía, no pudo hacer su entrada en la bahía.

Aún no había echado el ancla, cuando ya la flotilla entera se dirigía hacia él en línea de batalla, creyendo tener que vérselas con un enemigo.

La bandera de los tigres de Mompracem, que ondeaba en lo alto del palo mayor del yate, tranquilizó inmediatamente a aquellos terribles navegantes.

Un
prao
se detuvo bajo la escala de estribor del pequeño buque de vapor y apareció un hombre que daba señales de la más violenta desesperación.

—Señor —dijo—, ya que tenéis dos pistolas en la cintura, descargadlas en mi pecho, porque he merecido la muerte.

—¿Qué dices, Ambong? —preguntó Yáñez en el colmo de su asombro—. Creía encontraros a todos ocupados en cazar agachadizas y ahora me pides que te pase por las armas.

—Ha sucedido una gran desgracia, señor Yáñez: el embajador inglés ha huido.

—¡Cuerpo de Júpiter! —gritó el portugués, dando un salto atrás—. ¿Qué me dices?

—La verdad, señor.

—¿Cómo ha conseguido huir?

—Sobornando a dos de vuestros indios.

—¿Hace mucho que ha huido? —preguntó Yáñez, muy impresionado por esa noticia que tan incalculables consecuencias podía tener más tarde.

—Hace unas dos noches —respondió el jefe de la flotilla.

—¿En qué ha huido?

—En una chalupa.

—¿No has enviado tras él a tus barcos?

—Le hemos estado buscando toda la noche, señor Yáñez, pero sin éxito. Seguro que se ha refugiado en Labuán.

—¿Crees que ha tenido tiempo suficiente para llegar a esa isla?

—¡En cuarenta y ocho horas, incluso a remos, cuando el mar está tranquilo, se hacen millas y millas!

—Ese hombre me es absolutamente necesario —dijo Yáñez—. Si nos denuncia, seremos considerados como piratas y ahorcados.

—Aún no nos han cogido, señor. Y no nos cogerán tan fácilmente. ¿Retornáis a Varauni?

—Antes iré a la caza de la chalupa del embajador. Libre, ese hombre es más peligroso que una escuadra de cruceros. Temo que se compliquen bastante las cosas antes de que Sandokán baje de los montes de Cristal. Entre tanto, iremos al campo con el sultán.

—¿Al campo?

—Los aires de Varauni no me prueban y será mejor que mande mi yate aquí y que intente acercarme al Tigre de Malasia. Mantén reunida la escuadrilla y, si se presenta alguna novedad, mándame el
prao
de Padar, que no tardará en llegar hasta mí.

—¿Deberemos permanecer ociosos?

—Por ahora es necesario.

—¿Cuándo tendremos que alcanzarte?

—Mandaré a Padar para que os advierta. Lo que te recomiendo es que mantengas perfectamente unida la flotilla, porque no se sabe nunca lo que puede suceder en cualquier momento. Abre los ojos, no te dejes sorprender y no te muevas.

El yate hizo sonar su sirena y se dirigió a la salida de la bahía, adentrándose en alta mar.

—Tenemos que buscarle —dijo Yáñez a Kammamuri—. En nuestras manos será más valioso que cien rehenes. Si ha conseguido llegar a Victoria, es probable que mañana ocurran algunas novedades en Varauni.

—¿Qué queréis decir?

—Que un crucero podría aparecer para solicitar noticias sobre mí. ¿Quién sabe? No desesperemos.

El yate se encaminó a lo largo de los escollos externos, contra los cuales se estrellaba el mar con un ímpetu irrefrenable.

—¡Un vigía a la cofa! Cinco libras esterlinas al que divise la chalupa. Entre tanto, Mati, haz preparar nuestra artillería, pues no será improbable que topemos con alguna cañonera.

Con la promesa de aquel premio, bastante sustancioso, no uno, sino varios hombres, habían subido a los palos armados de potentes anteojos marineros.

El yate, después de navegar unas veinte o treinta millas, cambió de rumbo, dirigiéndose al islote de Dehuan, que está dotado de escondites casi imposibles de hallar.

Transcurrieron varias horas sin que sucediese nada digno de mención a bordo del pequeño vapor, que continuaba devorando carbón sin medida para mantenerse a punto de zarpar en el caso de que hubieran aparecido nuevamente las cañoneras.

Habían recorrido ya unas sesenta millas, tanto en dirección a alta mar como en dirección a las costas de Borneo, entre cuyas rompientes aún se divisaba navegando al
prao
de Padar, cuando los vigías gritaron:

—¡Chalupa a sotavento!

Yáñez había subido al puente de mando con su anteojo de larga vista.

Un pequeño objeto flotante, que no debía de ser mayor que una chalupa, costeaba en ese momento la isla de Dehuan.

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