La Romana (26 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

—Aquí, en verano, está el Luna Park —dije—. Siempre hay mucha gente... pero en invierno está cerrado... ¿Dónde vamos?

—A ese café, ¿no?

—Realmente es una taberna.

—Pues vamos a la taberna.

Pasamos la puerta de la muralla. Enfrente, en la planta baja de una hilera de casuchas, había una puerta de cristales iluminada. Sólo cuando estuve dentro me di cuenta de que era la misma taberna en la que tiempo atrás había cenado con Gino y mi madre, cuando Gino se enfrentó con el impertinente borracho. En las mesitas no había más de tres o cuatro personas que comían sobre el mármol cosas envueltas en papel de periódico y bebían el vino de la taberna. Hacía más frío que fuera; el aire olía a lluvia, a vino y a virutas y era de suponer que los hornillos estaban apagados. Nos sentamos en un rincón y Giacomo pidió un litro de vino.

—¿Y quién va a beberse un litro? —pregunté.

—¿Por qué? ¿No bebes?

—Bebo poco.

Se sirvió un vaso hasta el borde y se lo bebió de un trago, pero con esfuerzo y sin gusto. Ya lo había observado, pero aquel gesto me lo confirmó. Hacía siempre las cosas como por fuerza, externamente, sin participar en ellas, como si estuviera representando un papel. Permanecimos un rato en silencio. Él me miraba con sus ojos brillantes e intensos y yo paseaba mi mirada a nuestro alrededor. El recuerdo de la lejana noche en la que había acudido allí con Gino y mi madre volvía a mi memoria y no acababa de comprender si sentía nostalgia o fastidio. Entonces era muy feliz, es verdad, pero al mismo tiempo bastante ilusa. Por último, para mis adentros, decidí que era como cuando se abre un cajón hace tiempo cerrado y en vez de la buena ropa que una espera sólo se encuentran harapos, polvo y polilla. Todo había acabado, y no sólo mi amor a Gino, sino también la adolescencia y sus sueños traicionados. Y que esto era verdad lo demostraba el hecho de haber podido servirme con cálculo y a conciencia de mis recuerdos con el propósito de conmover a mi compañero. Dije al azar:

—Tu amigo me era antipático al principio, pero ahora casi siento simpatía por él... Es muy alegre.

Me respondió bruscamente:

—Primero, no es amigo mío, y segundo, de simpático no tiene nada.

Quedé asombrada por la violencia de su voz. Dije blandamente:

—¿Lo crees así?

Bebió y dijo:

—Habría que guardarse de las personas graciosas como de la peste... Bajo toda esa gracia casi nunca hay nada. Tendrías que verlo en su despacho. Allí no gasta bromas.

—¿Qué negocio tiene?

—No lo sé, algo así como un despacho de patentes.

—¿Y gana mucho?

—Muchísimo.

—¡Dichoso él!

Me sirvió vino y pregunté:

—¿Y tú por qué vas con él, si te resulta tan antipático?

—Es un amigo de la infancia —respondió haciendo un gesto—. Fuimos juntos a la escuela... los amigos de la infancia son todos así.

Bebió otra vez y añadió:

—Pero en cierto sentido es mejor que yo.

—¿Por qué?

—Cuando hace una cosa, la hace en serio... Yo, en cambio, primero quiero hacerla y después...

Su voz pasó repentinamente al falsete y se estremeció:

—Cuando llega el momento, no la hago... Por ejemplo, esta noche me ha telefoneado y me ha dicho si quería, como suele decirse, ir de mujeres... Yo he aceptado y cuando os encontramos deseé realmente hacer el amor contigo, pero después, una vez en tu casa, todos los deseos se me han esfumado...

—Se te ha esfumado el deseo —repetí mirándolo—. Y me has convertido en un objeto, en una cosa...

—¿Te acuerdas cuando te he torcido el dedo y te he hecho daño?

—Sí.

—Pues bien, lo he hecho para darme cuenta de que existías realmente... así, haciéndote sufrir.

—Sí, desde luego existía —dije sonriendo—. Y me has hecho mucho daño.

Ahora empezaba a comprender con alivio que su distanciamiento no se debía a antipatía. Por lo demás, nunca hay nada de extraño en las personas. En cuanto se intenta comprenderlas se descubre que su conducta, aunque insólita, se debe a algún motivo perfectamente plausible.

—De manera que no te he gustado...

Él movió la cabeza:

—No, no es eso... Con otra muchacha hubiera ocurrido lo mismo.

Después de un momento de vacilación pregunté:

—Dime, ¿no serás impotente?

—¡Qué va!

Ahora sentía un fuerte deseo de mostrarme cariñosa con él, de salvar la distancia que nos separaba, de amarlo y ser amada por él. Había negado que su repulsa me hubiese ofendido, pero en realidad, si no estaba ofendida precisamente, me sentía mortificada, herida en mi amor propio. Me sentía segura de mi atractivo y creía que él no podía tener ninguna razón válida para no desearme. Propuse con sencillez:

—Mira, ahora acabemos de beber y vámonos a casa a hacer el amor.

—No, es imposible.

—Eso significa que no te gusté ni siquiera cuando nos vimos por primera vez en la calle.

—No... Trata de comprenderme...

Sabía que no hay hombre que resista a ciertos argumentos. Repetí con calma fingidamente amarga:

—Se ve que no te gusto.

Y al mismo tiempo tendí la mano y le cogí la barbilla. Tengo una mano larga, grande y cálida, y si es verdad que el carácter se lee en la mano, mi carácter no debe tener nada de vulgar, al contrario de Gisella, que tiene una mano roja, tosca y deforme. Empecé a acariciarle poco a poco la mejilla, la sien, la frente, mirándolo al mismo tiempo con una dulzura insistente y ansiosa. Recordé que Astarita, en el ministerio, había hecho conmigo el mismo gesto, y comprendí una vez más que estaba realmente enamorada de aquel joven, ya que no había duda de que Astarita me amaba y aquél era un gesto propio de amor. Bajo mi caricia permaneció primero tranquilo e impasible; después, el mentón empezó a temblarle, lo que era en él, como pude observar después, señal de turbación, y todo el rostro se llenó de una expresión trastornada, inmensamente juvenil, como de un muchacho. Sentí compasión y alegría de sentir compasión porque quería decir que me acercaba a él.

—¿Qué haces? —murmuró como un muchacho avergonzado—. Estamos en un lugar público.

—¿Y qué me importa? —respondí tranquilamente. Sentía fuego en mis mejillas, a pesar del frío de la taberna, y casi me asombraba al ver cada vez que respirábamos una nubecilla de vapor ante nuestras bocas.

—Dame la mano —le dije.

Se la dejó coger de mala gana y yo me la llevé a la cara añadiendo:

—¿Ves cómo me queman las mejillas?

No dijo nada. Se limitaba a mirarme y el mentón le temblaba. Entró alguien haciendo tintinear los vidrios de la puerta y yo retiré la mano. Exhaló un suspiro de alivio y se sirvió vino. Pero en cuanto hubo pasado el importuno, tendí de nuevo la mano e introduciéndola entre los bordes de la chaqueta le desabroché la camisa y puse la mano en su pecho desnudo, buscando el lugar del corazón.

—Quiero calentarme la mano —dije— y sentir cómo te late el corazón.

Di la vuelta a la mano, primero sobre el dorso y después sobre la palma otra vez.

—Tu mano está fría —dijo mirándome.

—Ahora se calentará —repuse sonriendo.

Tenía el brazo tendido y poco a poco le pasaba la mano sobre el pecho y el delgado costado. Sentía una gran alegría porque él estaba cerca de mí y yo sentía cada vez más amor por él, tanto amor que incluso podía prescindir del suyo. Mirándolo con burlona amenaza le dije:

—Siento que dentro de muy poco habrá llegado el momento de besarte.

—No, no —replicó tratando de bromear también pero, en el fondo, asustado—. Intenta dominarte.

—Entonces, vámonos de aquí.

—Vamos, si quieres.

Pagó el vino que no había acabado de beber y salimos juntos de la taberna. Él parecía excitado, pero no conmigo, por amor, sino por no sé qué fermento que los acontecimientos de aquella noche habían suscitado en su mente. Más tarde, conociéndolo mejor, descubrí que aquella excitación surgía siempre que, por algún motivo, descubría un aspecto ignorado de su propio carácter o recibía una confirmación de él. Porque era muy egoísta, aunque de manera amable; mejor dicho, se preocupaba excesivamente de sí mismo.

—Siempre me sucede esto —empezó a decir mientras yo, casi corriendo, lo llevaba a casa—. Siento un enorme deseo de hacer algo, un gran entusiasmo, todo me parece perfecto, estoy seguro de que obraré de acuerdo con la intención que tengo y después, en el momento de actuar, todo se viene abajo... Se diría que dejo de existir o que existo solamente con lo peor que hay en mí: me convierto en un ser frío, ocioso, cruel... como cuando te he torcido el dedo.

Hablaba absorto, como en un monólogo, y quizá no sin una amarga complacencia. Pero yo no lo escuchaba porque me sentía henchida de júbilo y los pies casi me volaban sobre los charcos. Repliqué con alegría:

—Ya me has dicho todo eso, pero yo en cambio no te he contado lo que siento... Siento el deseo de abrazarte con fuerza, de calentarte con mi cuerpo, de sentirte junto a mí y hacer que hagas lo que no quieres hacer... No me sentiré satisfecha hasta que lo hayas hecho.

No dijo nada. Lo que yo iba contándole ni siquiera parecía llegar a sus oídos hasta tal punto estaba absorto en sus propias palabras. De pronto, le pasé el brazo alrededor de la cintura y le dije:

—Apriétame el talle, ¿quieres?

No pareció haberme oído, y entonces cogí su brazo y lo mejor que pude, como se hace para meterse la manga de un abrigo, me lo ceñí en torno a la cintura. Reanudamos nuestro camino, con cierta dificultad, porque los dos llevábamos pesados abrigos y los brazos apenas llegaban a rodear el cuerpo.

Cuando estuvimos de nuevo bajo la villa de la torreta, me detuve y le dije:

—Dame un beso.

—Más tarde.

—Dame un beso.

Se volvió y lo besé con fuerza rodeándole el cuello con los dos brazos. Tenía los labios cerrados, pero yo metí mi lengua entre sus labios y después entre sus dientes que, por fin, se separaron. No estuve muy segura de que me devolviera el beso, pero esto no me importaba. Nos separamos y vi en su boca una mancha torcida de carmín que parecía extraña, un poco cómica, en su cara seria. Estallé en una risa feliz. Giacomo murmuró:

—¿Por qué te ríes?

Vacilé un poco y preferí no decirle la verdad, porque me gustaba verlo andar a mi lado tan serio, con aquella mancha en la cara y sin saberlo.

—Por nada —dije—. Porque estoy contenta... No te preocupes de mí.

Y en el colmo de la felicidad le di otro beso, rápido, en los labios.

Cuando llegamos a mi casa, el coche ya no estaba en el portal.

—Giancarlo se ha ido ya —dijo malhumorado—. ¡Quién sabe lo que tendré que andar para volver a casa!

No me ofendí por el tono de su voz, tan poco cortés, ya que en aquel momento no podía ofenderme por nada. Como sucede cuando una está enamorada, sus defectos se me mostraban a una luz particular que me los hacía simpáticos. Alzando los hombros dije:

—Hay los tranvías nocturnos... Y además, si quieres puedes quedarte a dormir conmigo.

—No, eso no —contestó precipitadamente.

Entramos en la casa y subimos la escalera. Una vez en el vestíbulo lo empujé a mi cuarto y me asomé a la sala. Todo estaba a oscuras, excepto la parte de la ventana, donde el rayo de luz de un farol de la calle iluminaba la máquina de coser y la silla. Mi madre debía de haberse acostado y quién sabe si había visto a Giancarlo y Gisella y hablado con ellos. Volví a cerrar la puerta y me dirigí a mi habitación. Allí estaba Giacomo dando vueltas entre la cama y la cómoda.

—Oye —dijo—. Será mejor que me vaya. Fingí no haber oído, me quité el abrigo y lo colgué de la percha. Me sentía tan feliz que no pude menos de decir con vanidad de propietaria:

—¿Qué te parece esta habitación? ¿Verdad que es cómoda? Miró a su alrededor e hizo una mueca que no entendí. Le cogí de la mano y le hice sentarse en la cama.

—Ahora déjame hacer —le dije.

Él me miraba. Tenía aún alzado el cuello del abrigo tras la nuca y las manos en los bolsillos. Le quité el abrigo con cuidado y después la chaqueta y colgué las dos prendas en la percha. Sin prisa, le deshice el nudo de la corbata y después le quité la camisa y la corbata juntas y las puse sobre una silla. Hecho esto, me arrodillé y, poniéndome una pierna suya en el regazo, como hacen los zapateros, le quité los zapatos y los calcetines y le besé los pies. Había empezado con orden y sin prisa, pero a medida que le quitaba la ropa crecía en mí no sé qué furor de humildad y de adoración. Quizá era el mismo sentimiento que a veces experimentaba al arrodillarme en la iglesia, pero era la primera vez que lo sentía por un hombre, y me sentía feliz porque notaba que era verdadero amor, apartado de toda sensualidad y de todo vicio.

Cuando estuvo desnudo, me arrodillé entre sus piernas y tomé su sexo entre las palmas de las manos, semejante a una flor morena, y por un instante lo apreté a mi mejilla y entre mi pelo, con fuerza, cerrando los ojos. Él me dejaba hacer todo aquello y había en su cara una expresión extraviada que me gustaba. Después me puse de pie, fui al otro lado de la cama y me desnudé apresuradamente dejando caer la ropa al suelo y pisándola. Giacomo permanecía sentado al borde del lecho, transido de frío, con la mirada en el suelo. Me eché a sus hombros, animada por no sé qué violencia alegre y cruel, lo cogí y lo derribé boca arriba, con la cabeza sobre la almohada. Su cuerpo era largo, delgado y blanco y su rostro tenía una expresión casta y juvenil. Me eché a su lado, con mi cuerpo junto al suyo y en comparación con su delgadez, con su fragilidad, su blancura, me pareció ser muy ardiente, morena, carnosa y fuerte. Me apreté violentamente a él, ceñí mi vientre a los huesos de sus caderas, puse mis brazos a través de su pecho y mi rostro sobre el suyo aplastando mis labios contra su oreja. Era como si quisiera no tanto amarlo como envolverlo con mi cuerpo con un cobertor cálido y comunicarle mi ardor. Giacomo se mantenía boca arriba, con la cabeza algo levantada y los ojos abiertos, como si deseara observar todo lo que yo hacía. Aquella mirada atenta me producía un escalofrío haciéndome sentir un inexplicable malestar, pero, llevada por mi primer impulso, no hice caso por un momento.

—¿No te encuentras mejor ahora? —murmuré.

—Sí —respondió en tono neutro y lejano.

—Espera —dije.

Pero cuando me disponía, con ímpetu renovado, a abrazarlo otra vez, su mirada fría y fija, tensa sobre su propio pecho, semejante a un hilo de hierro, volvió a penetrar en mí y al instante me sentí perdida y avergonzada. Cesó mi ardor, lentamente me separé de él y me dejé caer boca arriba a su lado. Había hecho un gran esfuerzo de amor poniendo en él todo el ímpetu de una desesperación inocente y antigua y el sentimiento repentino de lo vano de este esfuerzo me llenó los ojos de lágrimas y me coloqué el brazo sobre la cara para ocultarle que estaba llorando. Parecía haberme engañado, que no podía amarle y ser amada, y pensaba además que estaba viéndome y me juzgaba sin ilusiones, tal como yo era en realidad. Yo sabía estar viviendo en una especie de niebla que me había creado a mí misma a fin de no reflejarme más en mi propia consciencia. Él, en cambio, con aquellas miradas suyas disipaba esa niebla y colocaba de nuevo el espejo ante mis ojos. Y me vi tal como era realmente o, mejor aún, tal como debía de ser para él, porque de mí misma nada sabía ni pensaba, como he dicho, puesto que aun a duras penas creía en mi existencia. Por fin, dije:

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