La Romana (34 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

—¿La señora De Santis? —dije—. Dígale que está Adriana. Se fue por el corredor hasta una puerta de cristales esmerilados parecidos a los de las ventanas de la escalera. También el corredor era blanco y desnudo como el resto de la casa. Pensé que el piso debía de ser pequeño, no más de cuatro habitaciones. Estaba caliente y la tibieza de la calefacción reavivaba el olor penetrante de la cal fresca y de los barnices nuevos. Después se abrió la puerta al fondo del pasillo y la criadita reapareció diciéndome que podía pasar.

Al entrar no vi nada, porque a través de una amplia vidriera que parecía ocupar toda la pared frente a la puerta el sol invernal entraba de lleno, deslumbrante. Era el último piso y a través de la vidriera no se veía más que el cielo azul, resplandeciente de sol. Por un instante olvidé el objeto de mi visita, experimenté una gran sensación de bienestar y cerré los ojos en aquel sol cálido y dorado como un viejo licor. Pero la voz de Gisella me sacó de aquel encantamiento. Estaba sentada ante la vidriera y tenía delante de ella una mujercita de pelo gris a la que tendía la mano sobre una mesita baja llena de frascos. Era la manicura. Gisella dijo con falsa desenvoltura:

—Oh, Adriana, siéntate... Espera un momento. Me senté cerca de la puerta y miré a mi alrededor. La estancia era larga, en el sentido de la vidriera, y estrecha. En realidad no había muchos muebles, sólo una mesa, un aparador y unas cuantas sillas de madera clara. Pero todo era nuevo y además había el sol, un sol que tenía algo de lujoso, y no pude por menos de pensar que sólo en una casa rica podía haber un sol como aquél.

Cerré los ojos en aquella dulzura, gustosamente, y por un momento no pensé en nada. Después sentí que algo pesado y blando me caía sobre las rodillas; abrí los ojos y vi que era un gato enorme, de una raza que nunca había visto, con el pelo muy largo y mórbido, como seda, de color gris casi azul, y una cara ancha con una expresión airada y majestuosa que no me gustó. El gato empezó a restregarse contra mí, levantando en el aire el penacho de su cola y maullando roncamente. Después se acurrucó en mi regazo y se puso a runrunear.

—¡Qué bonito gato! —dije—. ¿De qué raza es?

—Es un gato persa —respondió Gisella con orgullo—. Es una raza muy apreciada... Esos gatos se venden hasta mil liras cada uno.

—Nunca había visto uno así —repuse pasando la mano por el lomo del gato.

—¿Sabe quién tiene un gato como ése? —intervino la manicura—. La señora Radaelli. Y si viera qué bien lo trata... Mejor que a una persona... El otro día llegó incluso a perfumarlo con el pulverizador... Bien, ¿le doy un repaso a las uñas de los pies?

—No, Marta, por hoy, basta —dijo Gisella.

La manicura volvió a poner sus instrumentos y sus frascos en un maletín, saludó y salió de la habitación.

Cuando nos quedamos solas, nos miramos. Gisella me pareció también completamente nueva, como la casa. Llevaba un bonito jersey rojo, de lana de angora y una falda color tabaco que yo no le había visto. Había engordado, y había más pecho dentro del jersey y más caderas dentro de la falda de lo que había visto siempre en ella. Noté también que sus párpados estaban un poco hinchados, como ocurre a quien come bien, duerme mucho y no tiene preocupaciones. Los párpados le daban un aspecto un poco burlón. Se miró un momento las uñas y después preguntó como por casualidad:

—Bueno, ¿qué me cuentas? ¿Qué te parece mi casa?, ¿te gusta?

No soy en absoluto envidiosa. Pero en aquel momento, quizá por primera vez en mi vida, experimenté el zarpazo de la envidia, y me sorprendió el que hubiera gente que pudiese albergar durante toda la vida en su ánimo semejante sentimiento porque me pareció doloroso y desagradable en sumo grado. De pronto sentí como si mi cara se estirase, igual que si hubiera adelgazado de golpe, y aquel fenómeno me hacía impotente para sonreír y decir a Gisella las frases de cortesía que hubiera deseado. Además, seguía sintiendo por Gisella un arraigado sentimiento de aversión. Hubiera deseado decir alguna frase maligna, herirla, ofenderla, humillarla, amargarle su gozo. «¿Qué me está ocurriendo? —pensé sin dejar de acariciar el gato—. ¿Ya no soy yo misma?» Afortunadamente, este sentimiento no duró mucho. En el fondo de mi alma, toda la bondad de que soy capaz empezaba ya a oponerse al asalto de la envidia. Pensé que Gisella era mi amiga y que debía estar satisfecha por su buena suerte. Me imaginé a Gisella entrando por primera vez en su casa y palmoteando de alegría, y al mismo tiempo, el frío y la parálisis de la envidia abandonaron mi rostro y sentí de nuevo el calor de aquel sol que entraba por los cristales, pero de un modo más íntimo, como si el sol hubiese penetrado hasta mi alma.

—¿Y me lo preguntas? —repuse—. Es una casa bonita y alegre... ¿Cómo ha sido?

Me pareció haber pronunciado esas palabras con sinceridad y sonreí más a mí misma, como un premio, que a Gisella. Ella contestó con aire de importancia y confidencia:

—¿Recuerdas a Giancarlo, aquel rubio con el que tanto peleé aquella noche? Pues bien, después de aquello volvió a buscarme. Era mucho mejor de lo que parecía a primera vista... Volvimos a vernos varias veces y hace unos días me dijo: «Ven conmigo, que quiero darte una sorpresa». Yo, imagínate, pensé que querría regalarme un bolso, un perfume, cualquier cosa así, pero él me hizo subir en su coche, me trajo hasta aquí, me hizo entrar... La casa estaba vacía y pensé que sería su casa. Me preguntó si me gustaba, yo dije que sí, pero sin imaginar nada, naturalmente... Y entonces me dijo: «He alquilado este piso para ti». ¡Figúrate cómo me quedé!

Sonrió con una complacencia contenida mirando a su alrededor. Me levanté impulsivamente y la abracé diciendo:

—¡Qué contenta estoy! ¡No sabes lo contenta que estoy! Esto acabó de disipar en mi ánimo todo sentimiento hostil. Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera. Alzábase la casa en una especie de promontorio bajo el cual se extendía un inmenso paisaje. Era una llanura cultivada, atravesada sinuosamente por un río con manchas de bosques aquí y allá, con granjas y promontorios rocosos. De la ciudad no se veían más que algunas casas blancas, últimas ramificaciones de un barrio de la periferia, en un rincón del panorama. En el horizonte, una línea de montañas azules se diseñaba claramente sobre el fondo del cielo luminoso. Me volví a Gisella y le dije:

—¿Sabes que tienes una vista magnífica?

—¿Verdad? —murmuró.

Fue al aparador, sacó dos vasitos y una botella panzuda y los puso sobre la mesa.

—¿Un poco de licor? —preguntó con negligencia.

Era evidente que todos esos gestos de ama de casa la llenaban de satisfacción.

Nos sentamos a la mesa y bebimos en silencio. Comprendí que Gisella estaba como cohibida y decidí salir al encuentro de su embarazo diciéndole con dulzura:

—Sin embargo, no te has portado bien conmigo... Deberías habérmelo dicho.

—No he tenido tiempo —dijo apresuradamente—. Ya sabes, el traslado... Tuve que comprar lo más indispensable, los muebles, la ropa y la vajilla y no me quedaba un momento para respirar...

Para poner en pie una casa se requiere mucho.

Hablaba con los labios cerrados, como las damas de categoría.

—Te comprendo —repuse sin sombra de malicia ni de amargura, como si se hubiera tratado de algo que no tenía nada que ver conmigo—. Ahora que tienes casa puesta y estás mejor, te fastidia verme, te avergüenzas de mí.

—No me avergüenzo —replicó con ligera impaciencia, más ofendida por mi tono razonable que por mis palabras—. Si piensas tal cosa, eres una estúpida. Lo único que hay es que en lo sucesivo no podremos vernos como antes, quiero decir, salir juntas porque si él llegara a saberlo, estaría fresca.

—Puedes estar tranquila —dije con suavidad—. No me verás más... Hoy he venido solamente para saber qué era de ti.

Fingió no haber oído, confirmando así mis sospechas. Hubo un silencio momentáneo. Después preguntó con tono de falsa premura:

—¿Y tú?

Inmediatamente, con una espontaneidad que me asustó, pensé en Giacomo. Contesté con voz sofocada:

—¿Yo? Nada, como de costumbre.

—¿Y Astarita?

—Lo he visto alguna vez.

—¿Y Gino?

— Terminé con él.

El recuerdo de Giacomo me había oprimido el corazón. Pero Gisella interpretó a su manera la intensa mortificación que se transparentaba en mi rostro pensando probablemente que me sentía amargada por su suerte y por sus modales displicentes. Y con una forzada solicitud, después de un instante de reflexión, dijo:

—Y sin embargo, nadie me convencerá de que bastaría que tú quisieras para que Astarita te pusiera un piso.

—Pero yo no quiero —respondí tranquilamente—. Ni Astarita ni ningún otro.

Vi su cara desconcertada:

—¿Por qué? ¿No te gustaría tener una casa como ésta?

—La casa es bonita —contesté—. Pero yo quiero sobre todo estar libre.

—También yo soy libre —repuso, resentida—, más libre que tú... Tengo todo el día para mí.

—No hablaba de esa libertad.

—¿De cuál, entonces?

Comprendí que la había ofendido, ya que no por otra razón, porque no parecía admirar bastante aquella casa de la que estaba tan orgullosa. Pero explicarle que este desprecio no existía y que, en realidad, yo no quería ligarme a un hombre al que no amara, hubiera sido ofenderla aún más. Preferí cambiar de tema y dije muy de prisa:

—¿Por qué no me enseñas la casa? ¿Cuántas habitaciones tiene?

—¿Qué te importa la casa? —replicó con ingenuo disgusto—. Tú misma has dicho que no quieres tener una casa como ésta.

—No he dicho eso —repliqué con calma—. Tu casa es muy bonita, y ojalá tuviera yo una igual.

No dijo nada. Miraba al suelo cada vez más mortificada.

—Vamos —insistí sin fuerza, al cabo de un rato—. ¿No quieres enseñármela?

Levantó los ojos y vi con asombro que estaban llenos de lágrimas:

—No eres mi amiga, como creía —exclamó—. Tú estás rabiando de envidia y tratas de tirármelo todo por tierra sólo por disgustarme.

Hablaba al aire, con el rostro lleno de lágrimas. Eran lágrimas de despecho y la envidiosa, esta vez, era ella, con una envidia sin objeto que se alimentaba sin saberlo de mi desesperado amor a Giacomo y de la amarga distancia que me imponía, pero aun entendiéndola tan bien, y precisamente porque la entendía, tuve compasión de ella. Me levanté, fui a su lado y le puse una mano en un hombro:

—¿Por qué dices eso? No estoy envidiosa... Lo que pasa es que me gustarían otras cosas, pero estoy satisfecha de que a ti te vaya bien.

Y concluí abrazándola:

—Ahora, enséñame las otras habitaciones.

Se sonó y dijo como quien cede a una tentación:

—Son cuatro, pero están casi vacías.

—Vamos.

Se levantó, fue delante de mí por el pasillo y, abriendo una puerta, me mostró una alcoba en la que no había más que la cama y una butaca a sus pies, una habitación vacía, en la que pensaba poner otra cama «para los huéspedes», y un cuartito para la criada, un verdadero tugurio. Me enseñó estas tres habitaciones con una especie de despecho, abriendo cada puerta y explicándome brevemente, sin complacencia, el uso. Pero su mal humor cedió a la vanidad cuando llegó el turno al cuarto de baño y la cocina, los dos con paredes de azulejos, con toda la instalación eléctrica y la grifería resplandeciente. Me explicó el uso de cada cosa y cómo era superior la electricidad al gas, su limpieza y su rendimiento, y aunque aquello no me interesaba mucho, esta vez mostré todo el entusiasmo posible, con exclamaciones de admiración y de sorpresa. Estaba tan contenta de esta actitud mía que, acabada la visita, me dijo:

—Ahora vamos a tomar otro vasito...

—No, no —contesté—. Tengo que marcharme.

—¡Qué prisa! Espera un momento.

—No puedo.

Estábamos en el pasillo. Ella vaciló —un momento y después dijo:

—Pero tienes que volver... ¿Sabes qué podemos hacer? Él se va a menudo fuera de Roma... yo te lo comunico, uno de estos días, y tú traes a dos amigos tuyos y nos divertimos un poco, ¿eh?

—¿Y si él se entera?

—¿Por qué ha de enterarse?

—Está bien, de acuerdo.

Vacilé a mi vez y por fin hice de tripas corazón:

—A propósito, dime... ¿Él no te ha hablado nunca de aquel amigo con el que estaba aquella noche?

—¿El estudiante? ¿Por qué? ¿Te interesaba?

—No, era sólo por curiosidad.

—Pues precisamente anoche lo vimos.

No pude disimular mi turbación y dije con voz insegura:

—Mira... si vuelves a verlo, dile que venga a visitarme... Pero díselo sin darle importancia.

—Bien, se lo diré —respondió.

Pero me miraba suspicaz y yo, bajo sus miradas, me sentí confusa porque me parecía que mi amor por Giacomo estaba escrito con letras muy claras en mi rostro. Comprendí por el tono de la respuesta que Gisella no haría lo que le había pedido. Desesperada, abrí la puerta, saludé a Gisella y bajé apresuradamente la escalera, sin volverme. En el segundo descansillo me detuve y me apoyé en la pared, mirando hacia arriba.

«¿Por qué se lo he dicho? —pensaba—. ¿Qué me ha pasado?» Y seguí bajando con la cabeza gacha.

Me había citado con Astarita en mi propia casa y cuando llegué estaba agotada. Ya había perdido la costumbre de salir por la mañana y aquel sol y aquel ir y venir me habían cansado. Ni siquiera me sentía triste; la visita a Gisella ya la había pagado anticipadamente llorando en el taxi que me llevaba a su nueva casa. Vino a abrirme mi madre y me dijo que alguien me esperaba en mi cuarto hacía casi una hora. Fui directamente allí y me senté en la cama, sin reparar en Astarita que, erguido en pie junto a la ventana, parecía mirar el patio. Por un momento permanecí inmóvil, con la mano en el pecho, jadeando por la prisa con que había subido las escaleras. Volvía la espalda a Astarita mirando con ojos ausentes la puerta de la habitación. Él me había dado los buenos días, pero yo ni siquiera le había contestado. Después acudió a sentarse a mi lado y me ciñó la cintura con un brazo mirándome fijamente.

Entre tantas preocupaciones me había olvidado de su loca lascivia siempre encendida y siempre en acecho. Experimenté un disgusto agudo.

—Pero, vamos, ¿es que siempre tienes ganas? —pregunté con voz lenta y desagradable echándome hacia atrás.

No dijo nada. Me cogió una mano y se la llevó a los labios mirándome de arriba abajo. Creí enloquecer y retiré la mano.

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