La Romana (37 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

Cuando estuvimos en la escalera de mi casa, tan triste y miserable, no pude por menos de pensar en la casa de Gisella, limpia, clara, blanca. Y dije, como hablando conmigo misma:

—Si no viviera en esta casucha y no fuera lo desgraciada que soy, seguramente te gustaría más.

Inesperadamente, se detuvo, me cogió por la cintura con las dos manos y me dijo con sinceridad:

—Si piensas esto, ten la seguridad de que no es verdad.

Me pareció ver en sus ojos algo muy parecido al afecto. Al mismo tiempo se inclinó y buscó mi boca con la suya. Su aliento olía a vino. Nunca he podido soportar el hedor del vino, pero en aquel momento, en su boca me pareció ingenuo y amable, casi conmovedor, como hubiera sido conmovedor en la boca de un chiquillo inexperto. Comprendí que con mis palabras había tocado un punto sensible de él, aun sin saberlo. Entonces creí haber despertado en su ánimo una chispa de afecto. Después he comprendido que, a lo sumo se trataba de una reacción de amor propio y que al abrazarme no obedecía a un impulso amoroso sino que sufría una especie de extorsión moral. Muchas veces y de la misma manera volví a hacerle el mismo chantaje acusándolo de despreciarme por mi pobreza y mi profesión y siempre obtuve el mismo resultado favorable a mis deseos y al mismo tiempo, mientras lo comprendía cada vez mejor, singularmente humillante y lleno de desilusión.

Pero en aquel momento aún no lo conocía tan bien como lo conocí más tarde. Y su beso me inspiró una gran alegría, como una victoria definitiva. Me conformé con rozarle los labios, satisfecha con el valor de su gesto y cogiéndole una mano dije:

—Vamos, vamos arriba.

Alegremente y fogosamente subimos el último tramo de la escalera. Él se dejó arrastrar sin decir palabra.

Entré casi corriendo en mi habitación haciéndolo chocar con las paredes del recibidor como si fuera un muñeco. Entré con violencia y, más que acompañarlo, casi lo eché sobre la cama. Entonces me di cuenta por primera vez que no sólo estaba borracho como yo había previsto, sino tan borracho que tal vez ya empezaba a sentirse mal. Estaba bastante pálido, se pasaba una mano por la frente con expresión aturdida y había en sus ojos una luz turbia y vacilante. Todo esto lo observé en un instante, y sentí un enorme miedo de que fuera a sentirse realmente mal y de este modo, por segunda vez, nuestro encuentro se esfumara en la nada. Mientras iba de un lado para otro por la habitación, desprendiéndome de mis vestidos experimenté por un momento un fuerte remordimiento por no haber impedido que bebiera, casi una desesperación. Pero lo que ni siquiera se me ocurrió fue renunciar a aquel amor suyo tan deseado. Sólo esperaba una cosa: que no se encontrara tan mal como para no estar en condiciones de amarme, y que si realmente su malestar era fuerte, sus efectos se dejaran sentir después y no antes de que mis deseos quedaran satisfechos. Estaba realmente enamorada de él, pero al mismo tiempo tan temerosa de perderlo, que mi amor no conseguía rebasar el nivel del egoísmo.

Así pues, fingí no reparar en su embriaguez y después de haberme desnudado fui a sentarme en el lecho al lado de él. Giacomo tenía aún puesto el abrigo, como cuando había entrado. Me puse a ayudarle a desnudarse, y mientras le ayudaba iba hablándole para que se distrajera y no le viniera la ocurrencia de marcharse.

—Todavía no me has dicho cuántos años tienes, —le dije.

Entre tanto le quitaba el abrigo y él, dócilmente, levantaba el brazo para dejárselo quitar.

Contestó al cabo de un rato:

—Tengo diecinueve años.

—Dos menos que yo.

—¿Tienes veintiuno?

—Sí, y pronto tendré veintidós.

Mis dedos se enredaban en el nudo de su corbata. Lentamente, como haciendo un esfuerzo, me rechazó y deshizo el nudo. Dejó caer los brazos y le quité la corbata.

—Esta corbata está ya muy ajada, —dije—. Te compraré una... ¿Qué color te gusta?

Se echó a reír y su risa graciosa y simpática me gustaba.

—¡Vaya! Quieres mantenerme —dijo—. Antes querías pagarme la comida y ahora regalarme una corbata.

—¡Tonto! —repuse con intenso afecto—. ¿Qué te importa? Me place regalarte una corbata y a ti no puede disgustarte.

Mientras decíamos estas cosas fui quitándole la chaqueta y el jersey y ya estaba sentado al borde del lecho, en camisa.

—¿Se nota que tengo diecinueve años? —preguntó.

Le gustaba hablar de sí mismo. Esto lo descubrí en seguida.

—Sí y no —contesté con una vacilación que sabía que lo lisonjeaba.

Y acariciándole la cabeza, añadí:

—Sobre todo se ve en tu cabello. Un hombre tiene cabellos menos vivos, pero en la cara, no.

—¿Qué edad me echarías?

—Veinticinco años.

Calló y vi que cerraba los ojos, como sumergido en la embriaguez. Me asaltó otra vez el miedo de que se encontrara mal y me apresuré a quitarle la camisa añadiendo:

—Sigue hablándome de ti... ¿Eres estudiante?

—Sí.

—¿Qué estudias?

—Derecho.

—¿Vives con tu familia?

—No, mi familia está en provincia.

—¿Vives en una pensión?

—No, en una habitación amueblada —respondió con los ojos cerrados, mecánicamente—, en la calle Cola di Rienzo, número veinte, interior ocho, en casa de la viuda Medolaghi... Amalia Medolaghi.

Él estaba con el torso desnudo. Sin poder contenerme, le pasé con deseo la mano por el pecho y el cuello, diciéndole:

—¿Por qué estás así? ¿Tienes frío?

Levantó la cabeza y me miró. Después se echó a reír un poco chillonamente:

—¿Piensas que no me doy cuenta?

—¿De qué?

—De que estás desnudándome como quien no quiere la cosa. Estaré borracho, pero no tanto como crees.

—Bien —contesté, desconcertada—. ¿Y qué mal hay en ello? Deberías hacerlo tú mismo, pero ya que no lo haces te ayudo.

No pareció haberme oído.

—Estoy borracho —prosiguió, moviendo la cabeza—, pero sé muy bien qué hago y por qué estoy aquí. No necesito ayuda, mira...

Y de pronto, con gestos violentos a los que daba cierto aire como de muñeco la delgadez de sus miembros, se desabrochó el cinturón e hizo volar por el aire los pantalones y cuanto le quedaba encima.

—Y también sé lo que esperas de mí —añadió cogiéndome por las caderas. Me apretaba con sus manos fuertes y nerviosas y en sus ojos la embriaguez parecía haber cedido el puesto a una especie de enérgica malicia. Más tarde volvería a encontrar aquella misma malicia aun en los instantes en que parecía abandonarse más. Era un claro indicio de la lúcida conciencia que conservaba siempre, hiciera lo que hiciera, y que, como más tarde descubrí con dolor, le impedía comunicarse y amar de veras.

—Tú quieres esto, ¿verdad? —añadió sin dejar de apretarme y clavándome las uñas en la carne—. Y esto, y esto, y esto...

Y cada vez que repetía la palabra «esto» hacía un gesto de amor, besándome, mordiéndome, dándome unos pellizcos traidores donde menos me lo esperaba. Yo reía, y procuraba evitarlo y me debatía, demasiado feliz por aquel despertar suyo como para notar todo lo que había de forzado y voluntarioso en su conducta. Me hacía daño realmente, como si mi cuerpo fuera para él objeto de odio y no de amor. Y en sus ojos, más que el deseo, parecía brillar una especie de ira. Después, su frenesí cesó de golpe, tal como había empezado, y de una manera curiosa e inexplicable, tal vez dominado otra vez por el vino, se dejó caer boca arriba sobre el lecho, a todo lo largo, cerró los ojos y volví a encontrarme a su lado con la extraña sensación de que no se había movido de allí ni había dicho una palabra, ni me había besado ni tocado. Igual que si todo hubiera de empezar todavía.

Permanecí inmóvil un largo rato, arrodillada sobre la cama ante él, con el cabello caído sobre los ojos, mirándolo y rozando tímidamente con las yemas de los dedos aquel cuerpo suyo, tan delgado y tan puro. Tenía la piel blanca y los huesos apuntaban bajo la piel. Los hombros eran anchos y flacos, las caderas estrechas y las piernas largas; apenas tenía vello, excepto un poco en el pecho, y en el vientre estaba plano, por la posición de todo el cuerpo, de manera que el pubis aparecía elevado y como ofreciéndose. No me gusta la violencia en el amor y por esto me parecía que no había ocurrido nada entre nosotros y que todo tuviera que empezar todavía. Dejé que el silencio y la calma volvieran entre los dos, tras aquel artificioso e irónico tumulto y cuando me sentí de nuevo en el estado de ánimo sereno y apasionado que me es propio, lentamente, como en ciertos días de bochorno se desciende poco a poco al agua deliciosa de un mar inmóvil, me tendí a su lado, enlacé mis piernas a las suyas, rodeé su cuello con mis brazos y me ceñí a él todo lo que pude. Esta vez él no se movió ni dijo nada hasta que todo hubo acabado. Yo lo llamaba con los más dulces nombres, jadeaba en su propia cara y lo envolvía en la cálida y tupida red de mis caricias y él, como si estuviera muerto, yacía supino e inmóvil. He sabido después que esta pasividad sin participar era la máxima prueba de amor de que era capaz.

Más tarde, ya de noche, me apoyé en un codo y lo miré con una contemplación intensa de la que me ha quedado, después de tanto tiempo, un recuerdo muy preciso y doloroso. Dormía, con la cara hundida en la almohada, de perfil. Su habitual aire de dignidad vacilante que parecía querer mantener siempre y a toda costa, lo había abandonado, y en los rasgos de su cara, que el sueño hacía sinceros, sólo quedaba la edad juvenil, más como una frescura y una ingenuidad imposibles de definir que como una expresión que reflejaba alguna especial cualidad o inclinación del alma. Pero recordaba haberlo visto sucesivamente malicioso, hostil, indiferente, cruel y lleno de deseo, y experimentaba una triste y ansiosa insatisfacción porque pensaba que aquella malicia, aquella hostilidad, aquella indiferencia y aquel deseo, todas esas cosas que eran él y hacían que se distinguiera de mí y de todos los demás, partían de un centro profundo que por el momento seguía lejano y secreto para mí. No quería que me explicara todas aquellas actitudes examinándolas con palabras, como se examinan las partes de una máquina. En cambio, habría querido conocerlas hasta en sus más tenues raíces por el acto de amor y esto, por desgracia, no lo había logrado. Aquella parte que se me escapaba de él era todo él, y lo mucho que no estaba lejos de mí no tenía importancia ni sabía qué hacer con ello. Más cercanos y más conocidos me habían sido Gino, Astarita e incluso Sonzogno. Lo miraba a mi lado y sentía que la parte más profunda de mí misma se dolía por no haber podido unirse a la suya, como poco antes se habían unido los cuerpos. Había quedado viuda y lloraba con amargura la ocasión perdida. Mientras hacíamos el amor tal vez había habido un momento en que él se había abierto y habría bastado un gesto o una palabra para que yo entrara en él y me quedara allí para siempre. Pero no había sabido coger aquel momento y ahora era demasiado tarde. Él dormía y estaba lejos de mí.

Mientras lo contemplaba así, abrió los ojos, sin moverse, con la cabeza de perfil hundida en la almohada y preguntó:

—¿Has dormido también?

Su voz me pareció distinta, más confiada y más íntima. Por un momento tuve la esperanza de que durante el sueño se hubiera acrecentado la confianza entre nosotros, de una manera misteriosa.

—No, he estado mirándote.

Calló un momento y después siguió:

—He de pedirte un favor; ¿puedo contar contigo?

—¡Qué preguntas tienes!

—Tendrías que hacerme el favor de guardarme en tu casa durante unos días un paquete que te daré... Después volveré a buscarlo y más tarde, tal vez, te traeré otro.

En cualquier otro momento hubiera sentido curiosidad por aquel trasiego de paquetes, pero entonces me interesaban más nuestras relaciones. Pensé que aquélla era una ocasión más para volver a vernos, que debía complacerlo en lo posible y que si le hacía preguntas se arrepentiría y retiraría su propuesta. Contesté ligeramente:

—Si no quieres más que eso...

Calló de nuevo un buen rato, como reflexionando, y después insistió:

—¿Aceptas, pues?

—Ya te he dicho que sí.

—¿Y no te interesa saber qué hay en esos paquetes?

—Si no quieres decírmelo —repliqué procurando parecer indiferente— es porque no te interesa y tienes tus razones, y, por lo tanto, no te lo pregunto.

—Pero podría ser algo peligroso. ¿Qué sabes tú?

—Entonces, paciencia.

—Podría ser —prosiguió poniéndose boca arriba mientras sus ojos se encendían con una luz ingenua y divertida— algo robado... Yo podría ser un ladrón.

Me acordé de Sonzogno, que además de un ladrón era un asesino, y de mis hurtos de la polvera y del pañuelo y me pareció una curiosa coincidencia el que él quisiera pasar por ladrón a los ojos de una persona que, como yo, era ladrona de verdad y vivía entre ladrones. Le hice una caricia y le dije dulcemente:

—No, tú no eres un ladrón.

Puso mala cara. Su amor propio estaba siempre al acecho y se ofendía de las cosas más extrañas e imprevistas:

—¿Por qué? Podría serlo.

—No tienes cara de eso... Todo puede ser, pero tú desde luego no lo pareces.

—¿Por qué? ¿Qué cara tengo?

—Tienes cara de lo que eres, un hijo de buena familia, un estudiante.

—Te lo he dicho yo que soy estudiante, pero podría ser otra cosa, como lo soy en realidad.

No le hice caso. Pensé que yo no tenía cara de ladrona y, sin embargo, lo era y sentí un gran deseo de decirle que lo era. Su actitud favorecía en parte la tentación. Yo siempre había pensado que robar era algo reprobable, y ahora me topaba con uno que no tan sólo no parecía reprobar aquel acto, sino que hasta encontraba en ello cierto aspecto positivo totalmente misterioso para mí. Vacilé un momento y por fin le dije:

—Tienes razón. Pienso que tú no eres un ladrón porque estoy convencida de que no lo eres. En cuanto a la cara, podrías serlo, pues no siempre tenemos cara de lo que somos... Por ejemplo, ¿tengo yo cara de ladrona?

—No —contestó sin mirarme.

—Pues lo soy —dije tranquilamente.

—¿Lo eres?

—Sí.

—¿Y qué has robado?

Había dejado mi bolso en la mesita, lo cogí, saqué la polvera y se la mostré:

—Esto, en una casa en la que estuve hace algún tiempo... Y el otro día, en una tienda, robé un pañuelo de seda, que regalé a mi madre.

No es necesario creer que yo hiciera estas revelaciones por vanidad. En realidad, me impulsaba a hacerlas un deseo de intimidad, de complicidad sentimental. A falta de una cosa mejor, la confesión de un delito puede acercar a dos personas y hacerlas quererse. Vi que se ponía serio y me miraba con un aire absorto, y de pronto temí que me juzgara mal y que por este motivo decidiera no volver a verme. Añadí apresuradamente:

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