La Romana (41 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

—Vaya, no estés tan furioso. No volveré aquí, ¿te parece?

No contestó. Al mismo tiempo, la puerta se abrió de par en par y una vieja criada hizo entrar a dos hombres. El primero dijo con voz baja y gruesa:

—Hola, Giacomo.

Comprendí que debían de ser sus compañeros de política y los miré con curiosidad. El que había hablado era realmente un coloso: más alto que Mino, con hombros muy anchos y aspecto de púgil profesional. Era rubio, con el cabello rojizo, los ojos azules, la nariz aplastada y la boca roja e informe. Pero en su rostro había una expresión simpática y franca, mezcla de timidez y de simplicidad, que me gustó. Aunque era invierno, iba sin gabán, con un jersey blanco bajo la chaqueta; el jersey tenía un cuello alto y parecía confirmar todo su aspecto deportivo. Me llamaron la atención sus manos, rojas y de muñecas anchas, que salían de los puños doblados del jersey. Debía de ser muy joven, tal vez de la misma edad de Giacomo.

En cambio, el otro podía tener unos cuarenta años y, a diferencia del primero, que parecía un obrero o un campesino, tenía todo el aspecto y el modo de vestir de un burgués. Era pequeño, y junto a su compañero parecía incluso minúsculo. Era un hombrecillo vestido de negro, con un rostro devorado por unas gafas enormes con montura de tortuga. Entre las gafas aparecía una pequeña nariz remangada y debajo de ella se abría una boca grande, que parecía una hendidura abierta de una oreja a otra. Las mejillas enjutas, negras por la barba, y el cuello de la camisa deshilachado. Del vestido arrugado y sucio parecía salir a flote su pobre cuerpo, y todo en él producía la impresión de una negligencia agresiva, de complacida miseria.

A decir verdad, me maravilló el aspecto de los dos hombres porque Mino iba siempre vestido con cierta elegancia muy personal, algo negligente, y por muchos aspectos revelaba pertenecer a una clase distinta de la de los otros. De no haber visto cómo saludaban a Mino y cómo éste les devolvía el saludo, no hubiera imaginado que fueran amigos. Pero instintivamente sentí una inmediata simpatía por el grande y una profunda antipatía por el pequeño. El primero de ellos preguntó con una sonrisa embarazada.

—¿Hemos llegado demasiado pronto?

—No, no —dijo Mino estremeciéndose.

Seguía aturdido y parecía costarle mucho reaccionar.

—Sois puntuales.

—La puntualidad es la cortesía de los reyes —dijo el pequeño frotándose las manos.

Y de pronto, de una manera inesperada, como si aquella frase hubiera sido muy cómica, soltó una carcajada. Y después, con la misma rapidez desagradable, volvió a ponerse serio, tan serio, que casi dudé de que se hubiera reído.

—Adriana —dijo Mino haciendo un esfuerzo—, te presento a dos amigos... Tullio y Tommaso.

Noté que no decía los apellidos y pensé que los nombres serían falsos. Les tendí la mano sonriendo. El grande me dio un apretón tan fuerte que me dejó doloridos los dedos y en cambio el pequeño me la humedeció con el sudor de la suya, al tiempo que decía:

—Encantado —con un énfasis que me pareció burlón.

El grande murmuró:

—Mucho gusto.

Lo dijo con sencillez y creo que con simpatía y noté que su voz tenía una leve inflexión dialectal. Nos miramos un rato en silencio.

—Giacomo, si quieres —dijo el más corpulento— podemos irnos. Si tienes que hacer, volveremos mañana.

Vi cómo Mino se estremecía y lo miraba y comprendí que estaba a punto de decirle que se quedaran y decirme a mí que me fuera. Lo conocía bastante bien para saber que su conducta no podría ser otra. Recordé que me había entregado a él unos minutos antes: todavía tenía en el cuello la sensación de sus labios que me besaban y en la carne la de sus manos que me apretaban. No fue mi ánimo, siempre dispuesto a ceder y a resignarse, sino mi cuerpo quien se rebeló como ante un trato indigno de su don y de su belleza. Di un paso adelante y dije con violencia:

—Sí, es mejor que os vayáis y volváis mañana. Aún tengo que decir muchas cosas a Mino.

Mino objetó con aire de desagradable sorpresa:

—Pero tengo que hablar con ellos.

—Hablarás con ellos mañana.

—Bueno —repuso Tommaso bonachonamente—. Decidid, si queréis que nos quedemos, lo decís. Si es mejor que nos vayamos...

—No queremos otra cosa —acabó Tullio con su risa de siempre.

Mino vacilaba aún. De nuevo mi cuerpo, a pesar mío, experimentó un impulso agresivo:

—Mirad —dije alzando la voz—, Giacomo y yo hemos hecho el amor hace unos minutos, aquí en el suelo, sobre esta alfombra... ¿Qué haríais en su lugar? ¿Me echaríais de aquí?

Me pareció que Mino enrojecía. Desde luego, se mostró confuso y con cierto despecho volvió la espalda y se acercó a la ventana. Tommaso me miró a hurtadillas y después dijo sin sonreír:

—Entendido... Nos vamos... Entonces, Giacomo, hasta mañana a la misma hora.

En cambio, mis palabras parecían haber impresionado al pequeño Tullio. Me miró fijamente, con la boca abierta, abriendo mucho los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas. Desde luego, nunca había oído a una mujer hablar de aquella manera, con tanta franqueza, y en aquel momento mil sucios pensamientos debían de enredarse en su mente. Pero el grande lo llamó desde la puerta:

—Tullio, vámonos.

Y él, sin apartar de mí los ojos asombrados y ansiosos retrocedió hasta la puerta y salió.

Esperé que hubieran salido y me acerqué a Mino, que se había quedado junto a la ventana, de espaldas a la habitación, y le pasé un brazo por el extremo de su cuello:

—Apuesto lo que quieras a que en este momento no puedes sufrirme.

Se volvió lentamente y me miró. Había ira en sus ojos, pero a la vista de mi rostro, que debía de tener un intenso gesto de dulzura, lleno de amor y, a su manera, inocente, su mirada se transformó y dijo con un tono discreto y casi triste:

—¿Estás satisfecha ahora? Ya tienes lo que deseabas.

—Sí, estoy contenta —dije, abrazándolo con fuerza.

Se dejó abrazar y preguntó:

—¿Qué es todo eso que tienes que decirme?

—Nada —contesté—. Quería estar contigo esta tarde.

—Pero dentro de poco cenaré —repuso—. Y ceno aquí, con la viuda Medolaghi.

—Pues bien, invítame a cenar.

Me miró y sonrió por mi atrevimiento, pero cohibido:

—Está bien —concedió paciente—. Voy a avisar... ¿Y cómo quieres que te presente?

—Como quieras... Una pariente.

—No, te presentaré como mi novia... ¿Quieres?

No me atreví a demostrarle cuánto me gustaba esta propuesta. Respondí, fingiendo indiferencia:

—Por mí, con tal de que estemos juntos...

—Aguarda, vuelvo en seguida.

Salió y yo me dirigí a un rincón de la sala. Me levanté el vestido y me arreglé la combinación, que con el ajetreo del amor y la repentina llegada de sus amigos había quedado en desorden. En un espejo sobre la pared de enfrente vi mi pierna larga y perfecta, enfundada en seda, y me hizo un curioso efecto entre todos aquellos muebles viejos y en medio de aquel ambiente cerrado y silencioso. Me acordé de cuando hacía el amor con Gino en la villa de su señora y del robo de la polvera y no pude por menos de comparar aquel momento ya lejano de mi vida con éste. Entonces había experimentado una sensación de vacío, de amargura y de deseo de vengarme, si no directamente de Gino, del mundo que por medio de Gino me había ofendido tan cruelmente.

Ahora, en cambio, me sentía contenta, libre y ligera. Una vez más comprendí que amaba verdaderamente a Mino y que no me importaba que él no me amase.

Me arreglé el vestido, fui ante el espejo y me compuse el cabello. A mis espaldas se abrió la puerta y entró Mino.

Esperé que se acercara para abrazarme por detrás mientras me miraba al espejo. Pero fue a sentarse al fondo del salón, en un canapé.

—Ya está —dijo encendiendo un cigarrillo—. Han puesto un cubierto más. Dentro de un momento iremos a la mesa.

Fui a sentarme a su lado, pasé un brazo bajo el suyo y me ceñí a él.

—Esos dos amigos tuyos —murmuré al azar— eran los de la política, ¿verdad?

—Sí.

—No deben de ser muy ricos.

—¿Por qué?

—Por lo menos, a juzgar por su modo de vestir...

—Tommaso es hijo de un granjero nuestro. El otro es maestro de escuela

—No me es simpático.

—¿Quién?

—El maestro... Es sucio y me ha mirado de un modo muy especial cuando he dicho que había hecho el amor contigo.

—Se ve que le has gustado.

Permanecimos en silencio un largo rato. Después, dije:

—Te avergüenzas de presentarme como novia tuya... Si quieres, me voy.

Sabía que éste era el único medio de arrancarle algún gesto afectuoso: haciéndole chantaje con la acusación de que se avergonzaba de mí. Y, en efecto, me pasó inmediatamente un brazo alrededor de la cintura y dijo:

—Te lo he propuesto yo mismo. ¿Por qué iba a avergonzarme de ti?

—No lo sé... Veo que estás de mal humor.

—No estoy de mal humor. Estoy aturdido —replicó en un tono casi científico—. Es porque hemos hecho el amor. Dame tiempo para rehacerme.

Noté que aún estaba muy pálido y que fumaba con disgusto.

Y dije:

—Tienes razón. Perdóname, pero eres siempre tan frío que me haces perder la cabeza... Si fueras diferente, no habría insistido tanto por quedarme.

Dejó el cigarrillo y dijo:

—No es verdad que sea frío.

—Sin embargo...

—Me gustas mucho —prosiguió mirándome con atención—. Y la prueba es que no he resistido como hubiera querido.

Esta frase me gustó y bajé los ojos, sin decir palabra. Giacomo siguió:

—Pero supongo que, en el fondo, tienes razón y que eso no puede llamarse amor.

Sentí una congoja y no pude por menos de murmurar:

—¿Y qué es para ti el amor?

—Si te hubiera amado —dijo— hace un momento no habría deseado echarte de aquí, y además no me hubiera disgustado al querer quedarte tú.

—¿Te has disgustado?

—Sí... y ahora hablaría contigo, estaría contento, ligero, suelto, de buen humor... Te haría caricias, cumplidos, te besaría, haría proyectos para el futuro.. ¿No es todo esto el amor?

—Sí —contesté en voz baja—. Por lo menos, ésos son los efectos del amor.

Calló un rato y después dijo, sin ninguna complacencia, con seca humildad:

—Todo lo hago igual... sin amar ni sentir con el corazón las cosas, pero sabiendo con la cabeza cómo se hacen y, a veces, haciéndolas en frío, desde el exterior. Soy así y, por lo visto, no puedo cambiar.

Hice un gran esfuerzo sobre mí misma y respondí:

—Me gustas como eres... No te preocupes. Y lo abracé con intenso afecto. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta y una criada vieja se asomó; dijo que la cena estaba dispuesta.

Salimos de la sala y por un largo pasillo fuimos al comedor. Recuerdo bien los detalles de aquella habitación y de las personas que había en ella porque en aquel momento mi sensibilidad era como una placa fotográfica. No me parecía tanto obrar como verme actuar con ojos muy abiertos y tristes. Tal vez sea éste el efecto en nosotros del sentimiento de rebelión que nos inspira una realidad que nos hace sufrir y que nos gustaría cambiar.

La viuda Medolaghi me pareció, no sé por qué, bastante parecida a los muebles de su salón, de ébano negro con blancas incrustaciones de nácar. Era una mujer madura, de una estatura imponente, un pecho voluminoso y unas caderas macizas. Vestida de seda negra, con la cara alargada y estropeada, de una palidez nacarada, enmarcada en unos cabellos negros que parecían teñidos y con unas grandes ojeras oscuras. Estaba de pie ante una sopera decorada con flores y servía la sopa con un gesto de desdén. La lámpara de contrapeso, dispuesta sobre la mesa, le iluminaba el pecho, semejante a un gran paquete negro y brillante, y dejaba en la sombra el rostro. En aquella sombra, los ojos daban la idea de uno de esos antifaces que se usan en carnaval.

La mesa era pequeña y tenía cuatro puestos, uno a cada lado. La hija de la señora ya estaba sentada en su sitio y no se levantó al vernos entrar.

—La señorita se sentará ahí —dijo la señora Medolaghi—. ¿Cómo se llama la señorita?

—Adriana.

—Vaya, como mi hija —dijo la señora distraídamente—. Ya tenemos dos Adrianas.

Hablaba con un tono sostenido, sin mirarnos, y era evidente que mi presencia no le gustaba. Como ya he dicho, yo casi no me pintaba ni me oxigenaba el cabello y, en resumen, no había ninguna señal que delatara mi oficio. Pero que era una muchacha del pueblo, simple y sin educación, se veía a la legua y no me preocupaba de ocultarlo. «Vaya gente que me traes a casa —debía de ser en aquel momento la idea fija de la señora Medolaghi—. Una plebeya.»

Me senté y miré a la muchacha que se llamaba como yo. Era exactamente la mitad de mí, en cuanto a la cabeza, el pecho, las caderas y todo. Delgada, con poco cabello, un rostro ovalado y fijo, unos grandes ojos mortecinos y una expresión encogida. La miré y vi que, ante mis miradas, bajaba la cabeza. Creí que era tímida y dije para romper el hielo:

—¿Sabe que me parece curioso que otra persona pueda llamarse como yo y ser tan diferente?

Había hablado al azar para encauzar una conversación y la frase era tonta. Pero, con gran sorpresa por mi parte, no recibí ninguna respuesta. La muchacha me miró con los ojos bien abiertos, inclinó la cabeza sobre el plato y se puso a comer. Entonces, la verdad se abrió camino en mi mente. No es que fuera tímida: es que estaba aterrada. Y la causa de su terror era yo. Estaba asustada de mi belleza que estallaba en el aire apagado y polvoriento de su casa como una rosa en la tela de araña, de mi exuberancia, que no podía dejar de notarse incluso cuando estaba en silencio y quieta, pero sobre todo estaba aterrada de mi carácter de plebeya.

El rico no ama al pobre que por educación o por origen tiene el espíritu de un rico; queda aterrado por el verdadero pobre, como quien se siente predispuesto a una enfermedad se asusta de quien ya la padece. Las Medolaghi no eran ricas, desde luego, pues de lo contrario, no alquilarían habitaciones. Sintiéndose pobres y no queriendo admitirlo, les parecía un peligro y un insulto mi presencia de pobre sin máscara. Seguramente lo que pensó aquella joven cuando le dirigí la palabra fue algo así: «Esta que habla conmigo quiere hacerse mi amiga y no conseguiré deshacerme de ella». Comprendí todas estas cosas en un instante y decidí no volver a decir palabra durante la cena.

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