La Romana (50 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

El se echó a reír con aquella risa que me dejaba helada y después dijo:

—Así, pues, yo debería aceptar lo hecho y no rebelarme, debería aceptar lo que he llegado a ser y no juzgarme... ¡Bah! Tal vez en la iglesia pueden ocurrir ciertas cosas, pero fuera de la iglesia...

—Pues ve a la iglesia —propuse agarrándome a esta nueva esperanza.

—No, no iré. No soy un creyente y en la iglesia me aburro... Además, vaya cosas que estamos diciendo...

Volvió a reír, pero de pronto se puso serio, me cogió por los hombros y empezó a sacudirme con gran violencia, gritando:

—Pero ¿no entiendes lo que he hecho? ¿No lo entiendes? ¿No lo entiendes?

Me sacudía con tal fuerza que me faltaba la respiración. Con un último empellón me tiró sobre el lecho y después le sentí dar un salto y empezar a vestirse en la oscuridad.

—No enciendas la luz —dijo con un tono amenazador—.

Tendré que acostumbrarme a que me miren a la cara, pero por ahora es demasiado pronto... ¡Ay de ti si enciendes la lámpara!

Yo no me atrevía a respirar. Pero por fin pregunté:

—¿Te vas?

—Sí, pero volveré —dijo de un modo que me pareció que reía de nuevo—. No temas, volveré... Más aún, voy a darte una buena noticia. Vendré a vivir a tu casa.

—¿Aquí?

—Sí, pero no te causaré molestias. Podrás seguir haciendo tu vida... Además, podremos vivir los dos con lo que me manda mi familia... Con eso pagaba la pensión, pero para dos, en casa, es suficiente.

La idea de que viniera a vivir a mi casa me parecía más extraña que agradable. Pero no me atreví a decir nada. Acabó de vestirse en silencio, en la oscuridad completa.

—Volveré esta noche —dijo después.

Oí que abría la puerta, salía y volvía a cerrar. Permanecí en la sombra, con los ojos muy abiertos.

Capítulo X

Aquella misma tarde, como me había aconsejado Astarita, fui a la comisaría del barrio para hacer mi declaración sobre el caso Sonzogno. Fui con gran repugnancia porque, después de lo sucedido a Mino, todo lo que olía a Policía me inspiraba un malestar mortal. Pero estaba casi resignada. Comprendía que por algún tiempo la vida perdería para mí su sabor.

—Te esperábamos esta mañana —dijo el comisario apenas le hube expuesto el objeto de mi visita.

Era un buen hombre y lo conocía hacía algún tiempo y aunque era padre de familia y había pasado de los cincuenta años, comprendía que sentía por mí algo más que una simple simpatía. Recuerdo sobre todo su nariz, gruesa y esponjosa, de melancólica expresión. Siempre tenía el cabello enredado y los ojos entornados como si acabara de levantarse de la cama. Aquellos ojos, de un color azul encendido, miraban como a través de una máscara, en un rostro espeso, rojizo y lleno de cicatrices menudas, que hacía pensar en la cáscara de ciertas naranjas tardías, enormes, pero dentro de las cuales no hay más que una pulpa seca.

Le dije que no me había sido posible ir antes. Él me miró un momento, con los ojos azules, tras aquella cáscara de rostro y después preguntó como con tácito acuerdo:

—¿Y cómo se llama?

—¡Y qué sé yo!

—¡Claro que lo sabes!

—Palabra de honor —dije poniéndome una mano en el pecho—. Me detuvo en el Corso... Es verdad que me pareció que había algo de raro en su actitud, pero no hice caso de eso.

—¿Y cómo diablos él estaba en tu casa y tú no?

—Tenía una cita urgente y lo dejé.

—Pues él creyó que habías salido a llamar a los agentes, ¿lo sabes...? Y gritó que lo habías delatado.

—Sí, ya lo sé.

—Y que te lo haría pagar.

—Paciencia.

—¿Pero no te das cuenta de que es un hombre peligroso y que mañana, para vengarse de tu supuesta traición, puede disparar contra ti como lo ha hecho contra un agente? —dijo mirándome de reojo.

—¡Claro que me doy cuenta!

—Pues entonces, ¿por qué no quieres decir su nombre? Nosotros lo arrestamos y tú te quedas en paz.

—Ya le digo que no lo sé... ¡Ésta sí que es buena...! ¿Es que tengo que saber los nombres de todos los hombres que llevo a mi casa?

—Pues nosotros sí lo sabemos —afirmó de pronto con voz más alta, teatralmente, avanzando un poco.

Comprendí que era falso y repliqué tranquilamente:

—Si lo sabe, ¿por qué me atormenta? Deténgalo y no volvamos a hablar de eso.

Me miró un momento en silencio y noté que sus ojos se fijaban, inseguros y turbados, más en mi cuerpo que en mi cara y comprendí que, de pronto y a pesar suyo, el viejo deseo sustituía en él al fervor profesional.

—Y sabemos otra cosa —suspiró—, que si ha disparado y ha huido, tenía sus buenas razones para hacerlo.

—¡Ah, de esto también estoy segura yo!

—Y tú debes de conocer esas razones.

—No sé nada... Si no conozco el nombre, ¿cómo quiere que sepa lo demás?

—Pues todo eso lo sabemos nosotros muy bien —dijo.

Hablaba maquinalmente, como pensando en otra cosa, y estaba convencida de que no pasaría un minuto sin que se levantara y viniera a mi lado.

—Lo conocemos muy bien y le echaremos mano... Es cuestión de días, quizá de horas.

—Mejor para vosotros.

Se levantó, como yo había previsto, dio la vuelta a la mesa, vino a mi lado y, cogiéndome la barbilla en la palma de su mano, dijo:

—Ea, tú lo sabes todo y no quieres decírnoslo... ¿De qué tienes miedo?

—No tengo miedo de nada —respondí— y no sé nada... Y ponga la mano en su sitio.

—¡Vaya, vaya! —repitió.

Volvió a sentarse ante la mesa y prosiguió:

—Tienes suerte, porque siento simpatía por ti y sé que eres una buena chica... Pero ¿sabes qué hubiera hecho otro para obligarte a hablar? Te hubiera metido en un calabozo una buena temporada... o te habría hecho encerrar en San Gallicano. Me puse de pie y dije:

—Bueno, tengo que hacer. Si no tiene más que decirme...

—Puedes irte, pero ten cuidado con las visitas... políticas y las otras.

Fingí no haber oído esas últimas palabras, pronunciadas con intención y salí de prisa de aquellas sórdidas estancias.

En la calle volví a pensar en Sonzogno. El comisario había confirmado lo que yo sospechaba. Convencido de que yo lo había denunciado, Sonzogno quería vengarse. Sentí mucho miedo, no por mí sino por Mino. Sonzogno era un hombre furioso y si llegaba a encontrar a Mino en mi compañía no dudaría en matarlo. Debo decir que, extrañamente, sonreía a la idea de morir con Mino. Me parecía ver la escena: Sonzogno disparaba y yo me interponía entre él y Mino para defender a Mino y recibía el disparo destinado a él. Pero no me disgustaba imaginar que también Mino era herido y que moríamos juntos mezclando nuestras sangres. Pero pensaba que morir juntos asesinados por el mismo delincuente y en el mismo lugar no era tan bello como suicidarse juntos. Darse la muerte juntos me parecía la conclusión digna de un gran amor. Era como cortar una flor antes de que se marchite, como encerrarse en el silencio tras haber escuchado una música sublime.

A veces había pensado en esta forma de suicidio que detiene el tiempo antes de que corrompa y envilezca el amor y es querido y llevado a cabo más por exceso de gozo que por incapacidad de sufrir el dolor. En los momentos en que me parecía amar a Mino con una intensidad excesiva hasta el punto de temer que en lo sucesivo no podría amarlo tanto, la idea de este suicidio de los dos me había asaltado varias veces, con la fácil espontaneidad con que lo acariciaba o lo besaba. Pero nunca le hablé de ello porque sabía que para matarse juntos hay que amarse de la misma manera. Y Mino no me amaba, o, si me amaba, no me amaba tanto como para desear no vivir más.

Pensaba intensamente en todas estas cosas, caminando con la cabeza baja hacia casa. De pronto sentí una especie de mareo, acompañado de una gran náusea y de un mortal malestar en todo el cuerpo. Apenas tuve tiempo de entrar en una lechería. Estaba a unos pasos de mi casa, pero no habría tenido fuerzas suficientes para recorrer aquella breve distancia sin caer al suelo.

Me senté ante una mesita, detrás de la puerta de vidrio, y cerré los ojos, dominada por el malestar. Seguía sintiendo una fuerte náusea y un mareo que parecía aumentar por el ruido de la máquina de café del establecimiento, extrañamente remoto y angustioso. Sentía en las manos y en la cara la tibieza de la sala cerrada y caliente y, a pesar de todo, me parecía tener mucho frío. El dueño, que me conocía, gritó desde el mostrador:

—¿Un café, señorita Adriana?

Y yo, sin abrir los ojos, hice un gesto afirmativo con la cabeza.

Finalmente me reanimé y sorbí el café que me habían puesto en la mesita. A decir verdad, no era la primera vez que en los últimos tiempos había sentido aquel malestar, pero siempre muy ligero, apenas notable. No había los mismos sucesos insólitos y angustiosos de aquellos días que me habían impedido pensar en esto. Pero ahora, reflexionando y poniendo este malestar en relación con una irregularidad significativa de mi vida física ocurrida precisamente aquel mes, me convencí de que ciertas sospechas mías de los últimos tiempos, siempre rechazadas a las zonas más oscuras de mi conciencia, respondían ahora a la realidad.

—No hay duda —me dije de pronto—. Voy a tener un hijo.

Pagué el café y salí del local. Lo que experimentaba era muy complicado y todavía hoy, a tanta distancia de tiempo, me resulta difícil decirlo. He observado ya que las desgracias no vienen solas, y aquella novedad, que en otros tiempos y en otras condiciones me hubiera producido una gran alegría, ahora se me presentaba como una desdicha. Por otra parte, estoy hecha de una manera que un movimiento irresistible y misterioso del alma me lleva siempre a descubrir un aspecto amable incluso en las cosas más desagradables. Esta vez no era difícil encontrar tal aspecto, pues era la sensación que llena de esperanza y satisfacción el corazón de todas las mujeres cuando saben que están encintas. Era verdad que este hijo nacería en las condiciones menos favorables que pudieran darse, pero era mi hijo y era yo quien iba a parirlo y a criarlo y quien iba a gozar de él. Pensé que un hijo es un hijo y que no hay pobreza ni circunstancias terribles ni porvenir oscuro que puedan impedir a una mujer, por desdichada y sola que esté, alegrarse ante el pensamiento de traerlo al mundo.

Estas reflexiones me calmaron, de modo que, después de un instante de aprensión y de descorazonamiento, me sentí otra vez tranquila y confiada como siempre. El médico joven que me había visitado tanto tiempo antes, cuando mi madre me arrastró a la farmacia para saber si había hecho el amor con Gino, tenía su despacho poco más allá de la lechería. Decidí ir a que me viera. Era pronto, nadie esperaba en la antesala y el médico, que me conocía muy bien, me acogió con cordialidad. Apenas hubo cerrado la puerta, le anuncié tranquilamente:

—Doctor, estoy segura de que me encuentro encinta.

Se echó a reír, porque conocía mi oficio, y me preguntó:

—¿Te disgusta?

—No, no me disgusta. Al contrario, estoy contenta.

—Veamos.

Después de haberme hecho alguna pregunta sobre mi malestar, me hizo tender sobre la tela encerada de la camilla, me examinó y dijo alegremente:

—Esta vez, sí.

Me satisfizo recibir la confirmación de mis sospechas sin sombra de disgusto, con ánimo tranquilo.

—Ya lo sabía —dije—. He venido más que nada para estar segura.

—Puedes estar segurísima.

Se frotaba las manos con satisfacción, como si el padre fuera él, y se balanceaba sobre sus pies, alegre y lleno de simpatía por mí. Me atormentaba una duda y hubiera querido resolverla. Pregunté:

—¿Cuánto tiempo?

—Bueno... Casi dos meses, poco más o menos... ¿Por qué? ¿Quieres saber quién ha sido?

—Ya lo sé. Fui a la puerta.

—Si necesitas algo, ven a mí —me dijo abriendo la puerta—, y cuando llegue el momento, procuraremos que el niño nazca en las mejores condiciones.

Igual que el comisario, este médico sentía por mí una inclinación muy fuerte. Pero a diferencia del comisario, él me gustaba. Era, como ya lo describí otra vez, un guapo mozo, muy moreno, sano y vigoroso, con un bigote negro, unos ojos brillantes y unos dientes blancos, vivaz y alegre como un perro de caza. Yo iba a menudo a él para que me visitara, al menos una vez cada quince días, y dos o tres veces, por gratitud, porque nunca me cobraba un céntimo, había consentido en hacer el amor con él en aquella misma camilla de tela encerada en la que poco antes me había tendido. Pero era discreto y, salvo alguna broma afectuosa, nunca me imponía sus deseos. Me daba consejos, y creo que a su manera estaba un poco enamorado de mí.

Había dicho al médico que ya sabía quién era el padre de aquel hijo. En realidad, en aquel momento, más que nada tenía la sospecha, casi más por instinto que por cálculo material. Pero ya en la calle, contando los días y examinando mis recuerdos, la sospecha se convirtió en certeza. Recordé la mezcla de atracción y terror que casi dos meses antes me había arrancado en la oscuridad de mi cuarto el largo grito lamentoso de agonía y de placer, y tuve la certeza de que el padre no podía ser otro que Sonzogno. Desde luego, era horrible saber que se tenía un hijo de un asesino insensible y monstruoso como Sonzogno, sobre todo porque era de temer que este hijo pudiera parecerse a su padre y repetir sus caracteres.

Por otra parte, no podía por menos de encontrar cierta justicia en esta paternidad. Ente tantos hombres como me habían amado, Sonzogno era el único que me había poseído en realidad más allá de todo sentimiento de amor, en el rincón más secreto y oscuro de mi carne. Y el hecho de que sintiera espanto y horror por él y que, a pesar mío, me hubiera sentido empujada a entregarme a aquel hombre, confirmaba la profundidad y la solidez de la posesión. Ni Gino, ni Astarita, ni siquiera Mino, por el cual sentía una pasión de un género del todo diferente, había despertado en mí una sensación de posesión tan legítima, aunque tan odiada.

Todo ello me parecía extraño y al mismo tiempo espantoso, pero era lo mismo porque los sentimientos son lo único que no puede rechazarse, ni desmentirse, ni, en cierto sentido, analizarse. Acabé por llegar a la conclusión de que el amor requiere una clase de hombres y la procreación otra, y que si era justo que tuviera un hijo de Sonzogno, no era menos justo que lo detestara y huyera de él, y en cambio amara, como en realidad lo amaba, a Mino.

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